Una habitación propia — letraese letra ese

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Una habitación propia


¿Cuál es la relevancia actual de la novelista y ensayista británica Virginia Woolf? No sólo se trata de una de las figuras más destacadas de la vanguardia literaria europea del siglo veinte, también destaca su aportación pionera a la causa feminista. Su originalidad radica en el justo balance entre su manera innovadora de practicar la escritura, y la libertad y congruencia con que supo relacionarse con un medio artístico dominado por los hombres. En una sociedad rígida donde la moral victoriana imponía restricciones a la educación y sociabilidad de las mujeres, Virginia Woolf conquistó una posición notable gracias a su enorme talento literario, a pertenecer a una clase privilegiada, y a su gusto por la independencia. En un libro de 1929, A Room of One’s Own, la escritora resume así su estrategia: “Para escribir una obra de ficción, una mujer debe tener dinero y una habitación propia”.

Una formación libresca

La infancia de Adeline Virginia Stephens, nacida el 25 de enero de 1882 en el seno de una familia liberal de situación holgada, transcurrió sin mayores contratiempos. Ella y sus dos hermanos, Vanessa y Thoby, convivieron con los cuatro hijos de los matrimonios previos de sus padres, y todos se beneficiaron de la vigorosa influencia del patriarca doméstico Leslie Stephens, un escritor que inculcó a cada uno de sus hijos el gusto por la lectura y por las artes. Poseedor de una memoria prodigiosa, solía recitar por las noches capítulos enteros de sus novelas favoritas, en particular las de Walter Scott así como los poemas y las mejores obras de la literatura victoriana. La primera formación intelectual de Virginia Woolf estuvo así estrechamente vinculada a las obsesiones culturales de su padre. Las dificultades que tenían entonces las mujeres británicas para acceder a una educación formal —privilegio reservado a los hombres en la sociedad conservadora—, nunca fue un obstáculo para la escritora, aunque sí el objeto de sus más duras críticas contra el patriarcado. La infancia de Virginia Stephens (quien más tarde adoptará el apellido de su esposo Leonard Woolf), estuvo rodeada de libros y marcada por el culto a los grandes nombres de la cultura británica de principios de siglo o a esos “victorianos eminentes” cuyas vidas estudia y enaltece el crítico Lytton Strachey, escritor y amigo cercano de la escritora. Muy a contracorriente de la educación convencional impuesta a muchas jóvenes inglesas (lejos de las universidades, cerca de las obligaciones domésticas), la joven autodidacta recibió el estímulo intelectual de su padre y de su hermano Thoby, estudiante en Cambridge, quienes la incitaron a practicar formalmente el periodismo y la literatura, y más tarde a presidir el círculo de amigos intelectuales de la bohemia londinense conocido como grupo Bloomsbury. Esa juventud dorada de la futura novelista se vio bruscamente perturbada por las muertes sucesivas de Stella Duckworth, su media hermana, de Thoby, su hermano, de su madre Julia Sthepens y finalmente del patriarca tutelar Leslie Stephens. Estas dolorosas pérdidas precipitaron en la joven Virginia un trastorno mental que culminó en dos fuertes colpasos nerviosos y un temprano intento de suicidio. A partir de estos episodios, la existencia de la escritora quedó marcada por la enfermedad y el presentimiento obsesivo de la muerte, dos temas recurrentes en su obra literaria y en la preocupación y cuidados que le dispensaron su hermana Vanessa Bell y el escritor Leonard Woolf, cómplice intelectual y compañía insustituible.

El grupo Bloomsbury

El núcleo familiar duramente golpeado por la tragedia pronto se reconstituyó a través de la literatura, y Virginia Woolf comenzó a publicar sus escritos en la casa editorial, Hogarth Press, que ella y su marido crearon en 1917. Ambos fueron impulsores y miembros activos del grupo Bloomsbury (así llamado por el barrio céntrico londinés en se celebraban sus reuniones), desde el cual se promovió toda una transformación estética en el terreno de la creación literaria. Al academismo victoriano se substituyó un rechazo de la narración convencional y la introducción de técnicas de escritura que privilegiaban la expresión del individuo a través del monólogo interior o de una forma más radical, el llamado “flujo de la conciencia” (stream of consciousness), también practicado por James Joyce en Ulises (1922). En las ficciones de Woolf esa conciencia individual se manifestaba en temporalidades muy breves, apenas un día en la rutina doméstica de La señora Dalloway (1925), o en precepciones que reproducían, en el estilo mismo de la escritura, el ritmo y las cadencias de la naturaleza o la noción del paso del tiempo, elementos que marcan la modernidad de novelas como Al faro (1927) o Las olas (1931). No sólo impulsaba el grupo Bloomsbury esa búsqueda estética en la literatura, sino también en las artes plásticas donde pintores como Duncan Grant o la propia Vanessa Bell mostraban en sus retratos un acabado post-impresionista que, a su manera, prolongaba las inquietudes formales que tanto interesaban a la creadora de Orlando: una biografía (1928). Esta última novela fue un alarde de originalidad. En ella, Orlando, un poeta de la era isabelina, posee la fluidez necesaria para atravesar diversas épocas y migrar también de un género a otro. Basado libremente en la figura andrógina de la escritora Vita Sackville-West, compañera sentimental de Woolf, Orlando sintetizaba el espíritu anticonvencional y desenfadado del grupo Bloomsbury, cuyos miembros solían ser criticados por el notorio relajamiento de sus hábitos sexuales. Además de manifestar un rechazo a la monogamia y a los valores burgueses, y un respeto irrestricto a las disidencias sexuales, era común que personas en el grupo no mostraran reparo alguno ante las infidelidades de sus parejas o fueran ellos mismos poliamorosos consumados. Buena parte de esta reputación libertina era por supuesto exagerada, cuando no ficticia, pero en lo esencial se advertía, lo mismo en la creación artística que en la vida íntima de los llamados “bloomberries”, la aspiración de vivir intensamente el espíritu de la modernidad.

Al filo de un apocalipsis

En los últimos escritos de la novelista, y de modo acentuado en sus diarios, es notoria su aprensión y su estupor ante la época socialmente turbulenta de la entreguerra. En La señora Dalloway, su novela más emblemática, el personaje Septimus Warren era un sobreviviente de la guerra, dolorosamente encaminado a la locura. Virginia Woolf padeció también en 1940 el traumatismo de ver señalado a su esposo como judío indeseable, figurar ella misma en una lista negra de los fascistas alemanes, y advertir la segunda guerra como un colapso inminente. Cada día su desasosiego se vuelve más punzante ante la posibilidad real de que Hitler consiga invadir Inglaterra. Ella y Leonard consideran incluso cometer un suicidio doble en el garage de su casa. Las depresiones se vuelven ahora más recurrentes, su ciudad aparece ya devastada, y aquel triste destino de Septimus se parece cada vez más al propio. El 28 de marzo de 1941, luego de escribir dos cartas, una a su hermana, otra a su marido, la escritora toma la decisión de quitarse la vida colocando piedras pesadas en su abrigo y lanzándose a un río.

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