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De la identidad indígena

Martín Tonalmeyotl

Regresar a casa es como abrazar a la madre que te recibe desde la puerta. Esa madre que mar­có tus pasos, sembró en ti el pensamiento, las manos callosas, los ojos rasgados, los pies co­lor café que saben dialogar con las montañas, el alma lucero que se disuelve con los amaneceres. Regresar a casa es volver andar los caminos donde uno aprendió a mirar al otro, a soñarse al infinito, a escucharse de sí mismo desde la boca de otros. Regresar con el alma lle­na de mariposas es como no haberse ido nunca porque para llegar lejos uno necesita memoria, ese recuerdo que uno lleva atado hasta la muerte.

Mi primera formación la recibí en casa, bajo una to­ronja de 60 años. Ahí escuché los consejos de mi abue­la y de mis tíos. Bajo un techo de teja con paredes de carrizo tuve mi primer jalón de orejas para enderezar mi destino. Mi segunda casa tal vez sea la universidad, donde decidí tomar un camino distinto al campo. A los veintitrés tomé una vereda de letras y libros, de ideas cada vez más propias y concretas.

Dialogar con los hermanos de lenguas y pueblos dis­tintos, de pensamientos y manos de semilla que luchan por construir a sus pueblos, por construirse a sí mismos como ciudadanos ilustres, inyecta alegría y vida a mis andares. En el camino de la profesionalización muchos se darán cuenta de la importancia de sus culturas: la lengua, el pensamiento, las costumbres, la organización de justicia, las fiestas patronales, las comidas, los tra­jes, el respeto hacia uno, hacia el otro, hacia la natura­leza, los cuentos y los mitos, todo aquello que abona a nuestra identidad como seres únicos en esta tierra. Sin embargo, muchos de estos profesionistas comenzarán a olvidar a sus pueblos, y a olvidarse de sí mismos, pero su pueblo nunca los olvidará a porque los pueblos siem­pre confían en su gente, esperan lo mejor de ellos sin importar que estos lo traicionen.

Las culturas originarias defienden la parte más hu­mana de la naturaleza. Se seguirán construyendo como colectivo, levantado la bandera del respeto. He ahí la razón de nuestros rituales, todos vinculados a la natu­raleza. Por más que se les tache de profanos, seguirán por largos siglos. La gente tiene esperanza en los hijos del pueblo. Todo aquel que sale a prepararse fuera de las comunidades es hijo del pueblo. Por eso es necesa­rio regresar a nuestro lugar de origen, a esos pueblos que han sido golpeados, violentados, castigados, per­seguidos y alejados del desarrollo urbano. Es necesario reivindicar lo nuestro: simplemente ser personas de res­peto ante el mundo.

Para entendernos tenemos que regresar a nuestra historia, invisibilizada y no escrita en los libros de edu­cación básica. Eduardo Galeano nos lo recuerda en uno de sus textos, lo que existe es una historia de machos (blancos) para los machos donde la mujer está totalmen­te invisibilizada, cuando en América, durante la invasión europea, grandes movilizaciones de mujeres lucharon por sus pueblos, por sus hijos y por la vida. Sin embargo no fueron tomadas en cuenta en la historia oficial por ser mujeres y, peor aún, pertenecer a un pueblo origi­nario. Por ello es necesario entender nuestra historia, de quiénes proponen, de por qué debemos intervenir en decisiones para nuestro pueblos, nuestras lenguas.

Es necesario dialogar, preguntarnos quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Al encuentro de nuestra propia identidad, colectiva e individual, que cual se define como: “la concepción y expresión que tiene cada acerca de su individualidad y acerca de su pertenencia o no a ciertos grupos. El rasgo que se con­sidere decisivo para la formación de la identidad cambia según las culturas y periodos históricos”. José del Val define a la identidad como un atributo de la persona y de todo grupo humano dado que es “condición misma de su humanidad (por tanto), no existe individuo o gru­po sin identidad… la identidad es una resultante comple­ja de situaciones históricas y valoraciones subjetivas, no es un dato inequívoco y comprobable”.

A partir del siglo XIX, en España, Estados Unidos, Mé­xico, Argentina y demás países americanos se propuso conmemorar la llegada de los españoles a estas tierras en 1492. Algunos nombres de tal festejo son Descubri­miento de América, Día de la Raza, Encuentro de Dos Mundos, Día de la Hispanidad, Columbus Day. Estos con­ceptos y celebraciones fueron propuestos por los go­biernos e intelectuales mestizos sin tomar en cuentan la voz de los pueblos originarios ni las cicatrices aun vivas en millones de personas que viven desde el norte de México hasta el sur de Chile y Argentina. Decir descu­brimiento implica muchas cosas, nosotros nunca fuimos descubiertos, nuestros antepasados llevaban más de cinco mil años de civilización en estas tierras. Galeano lo vuelve a recordar:

En 1492, los nativos descubrieron que eran indios, descubrieron que vivían en América, descubrieron que estaban desnudos, des­cubrieron que existía el pecado, descubrieron que debían obe­diencia a un rey y a una reina de otro mundo y a un dios de otro cielo, y que ese dios había inventado la culpa y el vestido y había mandado que fuera quemado vivo quien adorara al sol y a la luna y a la tierra y a la lluvia que la moja.

¿Necesitábamos ser descubiertos para después ser saqueados, asesinados, esclaviza­dos, quemados en la hoguera, contagiados de enfermedades? Para los gobiernos mestizos, todo fue necesario para llegar a donde estamos. Y la pregunta es entonces: ¿en dónde estamos? En una “civilización” que ha alcanzado cosas in­teresantes en cuanto a desarrollo tecnológico, científico, biológico, educativo y artístico. Pero también sociedades llenas de racismo, machis­mo, discriminación, corrupción, narcoviolencia, feminicidios, despojo de tierras y más. Donde nuestro medio ambiente está en decadencia y, por feo que se escuche, es en los pueblos origi­narios en donde hay más salud ambiental: ríos y aire limpios, aves, mariposas, valores de respeto. Sin olvidar altos índice de analfabetismo, pobre­za extrema y muertes infantiles. Del colonialismo nacen las palabras indio e indígena, para clasi­ficar a los que no eran blancos ni católicos. La palabra “indio” se ha usado para minorizar a la gente por su condición de pobre, con malos mo­dales, incivilizado, idiota, tonto, bueno para nada, pendejo y así una lista de significados clasicistas, despectivos y racistas. Sin embargo, de acuerdo con Elena Yasnaya Aguilar Gil, el término “indio” viene:

del sánscrito “sindhu”, la palabra pasó al persa como “hindush”, al griego como “indós”, y de ahí al latín “in­dus”, y luego al castellano ya convertida en “indo”. El nombre de este río se relaciona también con la región que conocemos como India y después, mediante una historia de confusiones geográficas escuchada ya de­masiadas veces, el gentilicio “indio” terminó siendo utilizado para nombrar a los integrantes de un conjun­to de pueblos que habitaban el continente americano a la llegada de los colonizadores europeos.

De ese término nació la palabra indígena, que significa originario de. En su aplicación y significado en la vida cotidiana está relaciona­da con algo peyorativo y sólo se aplica para la gente que habla alguna lengua originaria. Tal vez sea el caso de los aztecas; se habla de Cuauhtémoc, Nezahuacóyotl, Tlacaelel y otros personajes que se ubican en la historia prehis­pánica. Entendiéndose prehispánica como an­terior a la llegada de los europeos, la invasión y el saqueo a estas tierras. Me acuerdo ahora de Xun Betan, escritor tsotsil quien desde sus primeros años de estudio amó a la historia y el glorioso pasado de los mayas. Después de estudiarlos, descubrió que él era maya. Que los tsotsiles, tseltales, tojolabales, mames y ch’oles con los que convivía eran mayas.

A mí me pasó algo similar, desde mis prime­ras lecturas amé el pasado azteca, la labor de Nezahualcóyotl como arquitecto, poeta y sobre todo, político. Tiempo después supe que habla­ba náhuatl. Yo también, pero no entendía esta relación entre los aztecas y nosotros los nahua­hablantes, porque fuera de nuestras comunida­des se nos conocía como indígenas, o en todo caso mexicaneros. Tiempo después entendí que esa semilla y ese pensamiento sembrados en nosotros venían de nuestros abuelos, nues­tros tatarabuelos, quienes huyeron de las bayo­netas, las espadas, las botas y los caballos para no ser exterminados y salvar esa identidad que ahora somos nosotros. Entonces entendí que el caso de los aztecas es el mismo de los tuun savi (mixtecos), totonacos (tutunakús), huicho­les (wixaritari), zapotecos (binii’za), amuzgos (ñonmda), tlapenecos (me’phaa). Antes de la llegada de los españoles éramos más de cien culturas originarias en el país hoy llamado Mé­xico, de las cuales solo quedan 68, 69 con el español. Según datos del INALI representamos un 13 por ciento de la población total. Otros estimamos ser 25.5 millones de personas. De los idiomas nacionales muchos se siguen con­siderando como dialectos. En el estado de Guerrero se hablaron 22 idiomas, cada uno re­presentaba cultura propia. Con el tiempo que­daron 11 pueblos. Actualmente, sólo cuatro: me’phaa, tuun savi, ñonmda y nahua. En Gue­rrero somos cerca de 600 mil hablantes: 230 mil nahuas, 167 mil tuun savi, 130 mil me’phaa y 57 mil ñonmda. Esta historia, estas lenguas, los pueblos rebeldes, triunfadores o aniquila­dos, toda esa filosofía, las creencias, formas de vida y vestimenta, así como la tierra, y sobre todo el idioma, son lo que nos hace distintos ante el mundo, nos da identidad como seres de respeto.

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