El mandar obedeciendo / 260 — ojarasca Ojarasca
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El mandar obedeciendo / 260

Hace 25 años comenzó una guerra que no ha terminado. Que era, y es, respuesta a otra, muda y lenta, que no se atreve a decir su nom­bre, desatada por el poder mexicano contra los pueblos originarios y campesinos, una guerra que fue llamada “de exterminio” por más de mil comunidades mayas y zoques de Chiapas. Los pueblos de las monta­ñas, los valles y las cañadas se organizaron clandestina­mente durante una década, hasta que con un ejército regular de insurgentes y milicianos, sus propios hijos e hijas, se levantaron legítimamente en armas contra el mal gobierno nacional. Sorpresivos, parecían salir de la nada (sólo tres o cuatro municipios desafectos, dijo el gobierno) los que a partir de la primera madrugada de 1994 serían universalmente conocidos como zapatistas. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional dijo “basta” tomando militarmente cuatro ciudades:

“Somos producto de 500 años de luchas: primero contra la esclavitud, en la guerra de Independencia con­tra España encabezada por los insurgentes, después por evitar ser absorbidos por el expansionismo nortea­mericano, luego por promulgar nuestra Constitución y expulsar al Imperio francés de nuestro suelo, después la dictadura porfirista nos negó la aplicación justa de leyes de Reforma y el pueblo se rebeló formando sus propios líderes. Surgieron Villa y Zapata, hombres po­bres como nosotros a los que se nos ha negado la pre­paración más elemental para así poder utilizarnos como carne de cañón y saquear las riquezas de nuestra patria sin importarles que estemos muriendo de hambre y en­fermedades curables, sin importarles que no tengamos nada, absolutamente nada, ni un techo digno, ni tierra, ni trabajo, ni salud, ni alimentación, ni educación, sin te­ner derecho a elegir libre y democráticamente a nues­tras autoridades, sin independencia de los extranjeros, sin paz ni justicia para nosotros y nuestros hijos.

“Pero nosotros HOY DECIMOS ¡BASTA!, somos los he­rederos de los verdaderos forjadores de nuestra naciona­lidad, los desposeídos somos millones y llamamos a todos nuestros hermanos a que se sumen a este llamado como el único camino para no morir de hambre ante la ambi­ción insaciable de una dictadura de más de 70 años enca­bezada por una camarilla de traidores que representan a los grupos más conservadores y vendepatrias”.

Son los mismos desde el principio, sostenía el EZLN. Desde las ejecuciones de Hidalgo, Morelos y Guerrero. Son los que “vendieron más de la mitad de nuestro sue­lo al extranjero invasor” y “masacraron a los trabajado­res ferrocarrileros en 1958 y a los estudiantes en 1968, son los mismos que hoy nos quitan todo, absolutamen­te todo” (Primera declaración de la selva Lacandona, in­vierno de 1993).

El neoliberalismo impuesto en México mediante el fraude electoral de 1988 alcanzaba su clímax con nuestro ingreso al mercado libre de América del Norte esa misma noche del alzamiento. Con su rebelión, los tsotsiles, tselta­les, ch’oles, tojolabales y zoques de ese país interior que son las montañas del sureste desnudaron al rey, a tal gra­do que apenas tuvo tiempo de volverse a vestir y retirarse de la presidencia con un estoicismo que lo llevaría a una histriónica huelga de hambre que movió a la carcajada nacional.

Súbita y dramáticamente, a la sociedad mayoritaria se le revelaron los pueblos indígenas de Chiapas, y por extensión de todo México. A la par de sus demandas, los insurrectos convocaron la atención y aportaron un testi­monio elocuente y cargado de sentido y de futuro. Ya no fue posible ignorar a estos mexicanos, la población origi­naria más numerosa y diversa de todo el continente.

La capacidad comunicativa y el apego estricto a la realidad cruda de las comunidades cogió por sorpresa al gobierno, las fuerzas armadas y los socios comerciales, azoró a la opinión pública y despertó a los pueblos. Cual pedrada en un estanque, sus ondas expansivas llegaron lejos y profundo. El impacto de la audacia, la claridad y la organización de los zapatistas fue una cátedra tras­cendente para comunidades, pueblos, tribus, barrios y migrantes mexicanos. Numerosos pueblos se acercaron y convirtieron los Diálogos de San Andrés (1995-1996) en un evento nacional que involucró a pueblos de todo país. Dicha influencia en lo profundo ha tenido una vida larga; las juventudes indígenas entendieron el mensaje como un poderoso “sí se puede” a escala colectiva e individual. Hubo una reivindicación inmediata de las mu­jeres, sus derechos a la igualdad en la vida y en la lucha. Esto caló y el efecto de las ondas no deja de crecer.

Lo han sabido muy bien los gobiernos idos y el que llega. Lo saben los movimientos de resistencia de pue­blos originarios a lo largo y ancho del país. En el cauce de las luchas viven los preceptos, conceptos, consignas y exigencias del zapatismo, desde el “ya basta” y “¿de qué nos van a perdonar?” al “nunca más un México sin nosotros”. La lección ética y política del desafío rebelde se resume en el “mandar obedeciendo”. Ese principio de democracia reverbera en los pueblos mexicanos que conservan memoria de quiénes son y viven en sus lenguas y en la tierra, y se declaran autogestionarios. Estos pueblos sobrevivieron medio milenio a pesar del Estado, los partidos y las iglesias. La derrota del siglo XVI no los disuadió de seguir gobernándose a contra­corriente, como servicio y como encargo, no negocio ni escalera social.

No es Andrés Manuel López Obrador el primer presi­dente de la región que se apropia del “mandar obede­ciendo” desde una postura incompatible con el precep­to. De manera similar lo han aprovechado Evo Morales y otros. No es vistiendo la realidad de folclor ni imponiendo el desarrollo depredador que se cumple el requisito de “mandar obedeciendo”. Los pueblos dan un gran valor a la palabra empeñada, ésa que no honró los Acuerdos de San Andrés.

Evo Morales llevó las escenificaciones oficiales por la Pachamama a escala turística y new age, algo muy criticado por los movimientos indígenas bolivianos. Aquí debemos precavernos de un indigenismo, caduco aun­que reciclado, ya superado (para bien) por los propios pueblos, que demandan ser reconocidos como entida­des de derecho público en un Estado plurinacional que admita las autonomías plenas y democráticas. Otra cosa sería propaganda, y como tal, mentira.

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