RAZÓN Y ACTUALIDAD DEL ZAPATISMO EN MORELOS Y EN EL MUNDO / 271 — ojarasca Ojarasca
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RAZÓN Y ACTUALIDAD DEL ZAPATISMO EN MORELOS Y EN EL MUNDO / 271

RAMÓN VERA-HERRERA

Francisco Pineda, La irrupción zapatista, 1911; La revolución del sur, 1912-1914; Ejército Libertador, 1915; La guerra Zapatista, 1916-1919; Ediciones Era, México, 1997-2019.

En los cuatro libros sobre la insurrección y la guerra revolucionaria zapatista que Francisco Pineda Gómez investigó y redactó entre 1997 y 2019, aflora la complejidad de procesos entreverados y no sólo la persona Emiliano.

Son los pueblos, hoy diríamos las comunidades. Como protagonistas centrales se levantaron cuando se volvió insostenible la pérdida de sentido que les impusieron años de devastación, despojo, desprecio y violentamiento. Fue urgente confrontar los procesos de reconfiguración de un capitalismo industrial surgido directamente de los terratenientes y que buscaba destruir el espacio para remodelarlo a su imagen y semejanza.

Gracias a la minuciosa tarea de investigación y recuperación de archivos, legajos y documentos de diferentes fuentes, hay un cordón de testimonios personales (gente que reflexiona sobre su condición) que le da peso a la experiencia insurreccional y sus motivos.

La columna vertebral de la investigación de Pancho Pineda sobre el proceso zapatista es la lucha entre esta clase terrateniente industrializada y la gente libre, de comunidad, de los pueblos, a la que volvieron jornaleros, peones, servidumbre en deuda, campesinos y campesinas despojados, deshabilitados y vomitados una y mil veces sin miramientos.

Desde el 11 de marzo de 1911 hasta el 10 de abril de 1919, lo que documenta con modestia y rigor Pancho Pineda es la complejidad de procesos con tiempos dispares, con sentidos evanescentes.

Las proclamas ¡abajo haciendas!, ¡arriba los pueblos! de los primeros rebeldes de Morelos nos sitúan (saltando en el tiempo) en la resistencia actual de los pueblos contra el Proyecto Integral Morelos y en la historia mexicana de tantas comunidades presionadas, empujadas a desaparecer para dejarle paso al universo industrial: ¡arriba los pueblos! significa ya basta de imposición, la gente sabe organizarse por ella misma en sus comunidades, e intenta entenderse en lo cotidiano de sus relaciones. En síntesis: la lucha por la autonomía. Su núcleo está en el maíz nativo, en milpa, desde donde defienden su breve espacio de las haciendas. Éstas significan explotación, despojo, devastación, deshabilitación y por supuesto imposiciones y persecución sin fin. El modo comunitario, suelto, de subsistencia y dedicado a los cuidados, tras casi 400 años de invasión, terminará confrontado con el extractivismo industrial que en ese momento en México tal vez por primera vez pujaba por el acaparamiento y el monopolio agrario, aparejando el empuje industrial: producción de caña y su azúcar, henequén y su fibra, algodón y sus géneros textiles. El relato directo, escueto y a la vez detallado, va desnudando el corazón de la insurrección zapatista, el sentido de un rompimiento con lo establecido, por eso afirma: “Cuando se dice ¡viva los pueblos!, ese grito no enunciaba una petición, manifestaba una voluntad y una estrategia”.

El campesinado nahua ejercía su subsistencia milenaria sembrando milpa con la certeza de una verdadera (aun si fuera breve) autonomía, sin pedirle permiso a nadie para ser quien se era, siempre y cuando la comunidad contara con tierra, montes y aguas (es decir, territorio).

Pero en Morelos, como en todo el país, nos relata Pancho Pineda, las haciendas extractivas se consolidaron desplazando el cultivo del maíz (y despojando de los bosques a las comunidades para volverlos carbón para la industria hacendaria y establecer su “feudo” de cultivos comerciales).

Dice Pineda: “El régimen agrario colonial no había desaparecido. Por el contrario, continuamente potenció sus efectos destructores sobre la economía de los pueblos”. Ese desplazamiento de la milpa por el auge del azúcar y el henequén, con modos de sumisión y cañaverales de sangre, no había podido ser total. El despojo del agua para la generación de energía, que ha sido en Morelos una afrenta grave desde tiempos de Zapata, tampoco pudo desmantelar del todo la economía de subsistencia de los pueblos, lo que les permitió remontar, en la resistencia, en la sublevación y guerra revolucionaria, varios de los cercos que les tendieron.

La investigación de Pineda nos arroja un sistema agrario- industrial que al momento de la Revolución contaba con “16.6 millones de hectáreas acaparadas y el control de los principales productos agrícolas a excepción del maíz. Cuarenta y seis por ciento del territorio eran haciendas y 79 hombres de cada 100 entre los 11 y los 60 años eran peones”.

Francisco Pineda logra mostrarnos cómo, desde entonces, se iba gestando eso que hoy le llamamos sistema agroalimentario industrial —responsable de la devastación del mundo (del acaparamiento de la tierra a la distribución de alimentos procesados), dejando tras de sí deforestación, desertificación, contaminación y el exilio masivo campesino.

En el Morelos de principios del siglo XX se concretó un monopolio de la tierra aunado al “exacerbamiento de la centralización de la fase industrial de producción”. Las haciendas lograban ganancias de la “renta absoluta de la tierra derivada del monopolio agrario y la apropiación de plusvalía por la explotación del trabajo agrícola” y del trabajo obrero en los ingenios y factorías de la propia hacienda.

Los hacendados, sus capataces y operadores detestaban al campesinado libre, lo preferían acasillado, jornalero, por lo que combatieron la siembra de la milpa, los sistemas comunitarios y todo lo que les abriera un margen de maniobra.

Cuando la gente decidió sublevarse y emprender una guerra de amplio espectro para liberarse del yugo tan total que se les tendía, la respuesta fue una política de tierra arrasada que derivó en un genocidio en vastas zonas de Morelos y Puebla: un genocidio poco documentado y extensamente negado por la historia oficial. “En el peor caso, el caso de Morelos, la pérdida total excedió 60 por ciento para varones y mujeres nacidos antes de 1910”. Pese a ese arrasamiento, la relación humanos-milpa perduró. “En la historia de larga duración”, dice Pineda, “el cultivo del maíz operó como eje de la autoorganización en la comunidad campesina de México y, desde una perspectiva mayor, fue soporte de uno de los procesos cilvilizatorios de la humanidad”.

A cien años de la muerte de Zapata, y con un gobierno que posa de juarista y maderista, más valdría hacerle caso a Pancho Pineda: el movimiento campesino indígena que desde sus enclaves territoriales defiende su vida en comunidad y siembras nativas hoy, es zapatista; si no por certidumbre o conocimiento, sí por sintonizar con los mismos agravios y exigencias de los campesinos nahuas morelenses de 1911-1919. Entre sus exigencias, antes y ahora, no está sólo la recuperación de sus parcelas, lo que podría hacernos calificar su revolución erróneamente como agrarista: lo que está en juego es la defensa de un modo de vida, y un cambio radical en las relaciones, de todo tipo, en todo México.

Las actuales políticas públicas y programas que promueven el abandono de las relaciones comunitarias, de la agricultura de montaña (cuyo núcleo es la memoria territorial), de las semillas nativas, ejercen una suerte de “política de tierra arrasada” y persecución, al buscar fragmentar y precarizar a las comunidades y enajenarlas de sus estrategias ancestrales.

Hoy ese sistema tiene la necedad de apoderarse de las semillas campesinas y privatizarlas, con el afán, cada vez más detallado, de despojar al campesinado de sus estrategias más centrales y lucrar en el camino.

Los funcionarios de este régimen se escandalizarán de que los acusemos de emprender un genocidio contra las comunidades originarias, y contra el maíz y la milpa, cuna civilizatoria. Pero eso están provocando.

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Este texto contempla la tetralogía, pero sus citas provienen del excelente resumen de su propia obra, “Emiliano Zapata: maíz, azúcar y petróleo”, publicado por Desinformémonos.

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