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CIUDAD TOMADA. SAN CRISTÓBAL DE LAS CASAS “HUELE A INDIO”

HERMANN BELLINGHAUSEN

Con toda su fama y atractivo colonial, folclórico y “mágico”, San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, es una ciudad tomada. La orgullosa y colonial Ciudad Real tiene su contraparte en otra, no menos real, que crea palpablemente esa dualidad dialéctica de estirpe dickensiana: Buda y Pest, Oakland y San Francisco, y en una comparación más cercana, El Alto y La Paz. En la excelente novela noir de China Mieville, La ciudad & la ciudad (2009), Bezel se desmorona frente y dentro de la próspera Ul Qoma; ambas inevitables, suceden en planos distintos (“calles dobles, calles döppelganger, mendaces y elusivas”, diría Bruno Schultz), algo distorsionadas en el tiempo y el espacio, con un cierto eco de La invención de Morel. Dos ciudades vecinas y paralelas, se contienen y repelen, compiten, serpientes que se muerden la cola mutuamente.

El casco central de la también llamada Jovel en bats´i’kop o tsotsil (la segunda lengua dominante en ese valle donde abundaba la paja) es de fama histórica y turística. Sede política de una remota región de la corona española, más vecina de Nueva Granada que de Nueva España, la población hispana, con un añadido de mano de obra tlaxcalteca (los mexicanos) que determina la fisonomía mestiza de muchos sancristobalenses, quienes a pesar de haber vivido siempre rodeados de pueblos mayas, nunca cruzaron sus estirpes, el mestizaje con los naturales de Los Altos fue la excepción, no la regla. Causa y efecto de ello es el tradicional racismo, muy arraigado en el imaginario coleto (siendo este el gentilicio preferente de los “auténticos” fundadores y todavía terratenientes de la Ciudad Real). Capital decimonónica de Chiapas, perdió el sitio en el porfiriato ante el empuje “liberal” de Tuxtla Gutiérrez, fuera del área maya.

Bien narrada, desnudada por Rosario Castellanos en sus cuentos y novelas, la sociedad sancristobalense experimentaría dos conmociones indígenas mayores en las últimas dos décadas del siglo XX. Una, la persecución religiosa y política desatada en el vecino San Juan Chamula en la década de 1980 y el exilio obligado, con apoyo estatal, de al menos 30 mil indígenas a los alrededores de la ciudad y en otras localidades rurales del municipio de San Cristóbal, pobladas ancestralmente por tsotsiles que no son chamulas (La Candelaria, Mitzitón, San José Yashintinín, San Antonio del Monte, Zacualpa Ecatepec y casi un centenar de poblados). Así nacieron el pueblo (hoy casi ciudad) de Betania al sur, fuera del valle, y el barrio La Hormiga, asentamiento chamula en las laderas al norte del casco urbano original. Lugar aguerrido, inicialmente precario y casi prototipo de la “miseria” indígena, pasó a convertirse en una casbah de calles sinuosas y empinadas, de historias incontables (es decir, que no se pueden narrar). El mito urbano y la realidad hablan de tráfico de armas, fayuca, drogas, prostitución, pornografía, enmascara una cotidiana y proliferante zona habitacional para familias tsotsiles que perdieron el campo, cayeron en la ciudad del patrón y ahora la van conquistando, la mayoría con un esfuerzo y una dignidad fuera de la leyenda negra del Chamula Power.

A estas alturas del siglo XXI, la vieja Ciudad Real, escenario turístico un tanto maquillado, está literalmente rodeada de asentamientos, colonias, barrios y caseríos exclusiva o primordialmente indígenas, de manera más diluida al sur, entre migrantes de origen diverso (del resto de Chiapas y el país, y ahora también de Honduras). El otro evento indígena mayor fue el alzamiento zapatista de 1994 y sus secuelas, que como las de la diáspora chamula, no cesan, aunque su impacto demográfico sea pequeño. Como sea, los exilios de la guerra contrainsurgente también cuentan; los expulsados tsotsiles de Chenalhó son numerosos aunque imperceptibles, y no son los únicos. El viento zapatista influyó demográficamente en el casco histórico con mexicanos y extranjeros de diversos orígenes, y transformó la imagen y la fama de la ciudad. Una honda huella fue la iglesia católica “de liberación”, impulsada por el obispo Samuel Ruiz García, recordado con el título indígena de Tatic. Se dice que los zapatistas y el Tatic “pusieron en el mapa” a San Cristóbal de Las Casas.

Pocas ciudades del país han crecido a una tasa mayor. En 25 años la población prácticamente se duplicó en San Cristóbal de Las Casas. En 1995 rondaba los 116 mil habitantes; hoy la pueblan más de 210 mil personas, además de unos 40 mil habitantes rurales. Para desmayo de los “auténticos” coletos, la otrora Ciudad Real es, junto con Tehuacán, Juchitán y otras menores como Ixmiquilpan, una ciudad indígena, pues al menos la mitad es tsotsil, y en menor medida tseltal.

La ciudad real otra, indígena, tiene vida propia, imbricada con la de los “auténticos”, burguesía y clase media que a fines del siglo pasado se quejaban: “la ciudad huele a indio”. Y sí, hoy huele más a maíz y menos a pan dulce. La otra ciudad, la tsotsil, recibió el 2020 con la explosión ininterrumpida de millares de cohetes, palomas y juegos pirotécnicos de fabricación china, que trajeron un aire a pólvora y guerra florida. Un anillo de humo y fuego circundó durante horas a San Cristóbal de Las Casas.

En los barrios ya incontables de la periferia, colgados caprichosamente de las laderas del norte y el oriente, las familias indígenas ocuparon las calles frente a sus casas, encendieron cientos, tal vez miles de hogueras, comieron, bebieron, velaron y celebraron el cambio de año mientras niños y jóvenes tronaban sin descanso cohetones y palomazos en medio de un ¡pum pum! absoluto. Una nube de humo rodeó la urbe como demostración, como recordatorio, como señal festiva que los sanos aires de Jovel disiparon pronto y la maña del primero de enero amaneció tan azul e inocente como siempre que hace bueno.

 

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