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EL CIELO AZUL DE OCOTLÁN SÓLO QUERÍA DECIRME EL FUTURO / 274

LAMBERTO ROQUE HERNÁNDEZ

Mi mamá me despertó muy temprano para decirme que al otro día tendría que acompañar a mi papá al mercado de Ocotlán. Me puse a brincar de contenta. Contrario a mi felicidad, a mi mamá la noté preocupada. A mis diez años, Yo no podía entender muchas cosas. Ahora ya. Aunque sí sabía que mis papás no llevaban una vida digamos normal, como las demás gentes del pueblo. “Te fijas bien quiénes van y vienen en el camino. Te pones lista si miras que alguien se le queda mirando feo, o si alguien lo sigue en el mercado. No quiero que le pase nada a tu papá. Abres bien los ojos mija, bien, bien”, dijo mi madre sin que me diera tiempo preguntarle más. De lo emocionada que estaba, realmente no me importaba lo que en el fondo sus palabras querían decir.

Desde hacía ya tiempo Yo quería ir al mercado, pero por una u otra razón, no se había podido. Por eso, esa mañana no cabía de contenta. Me fui a la escuela pensando en cómo sería mi viaje a ese pueblo más grande que el mío, al que sólo había visto desde lejos. Me había conformado divisándolo hasta allá al fondo del valle, desde arriba del cerro de Los Mogotes cuando iba a ayudar a mi mamá a deshierbar la milpa. Desde ahí lo imaginaba, y mientras iba y venía en los surcos creaba imágenes en mi cabeza de acuerdo a lo que escuchaba de bocas de los que ya habían ido. Lo que más vislumbraba era pensar en su gran mercado. La gente de mi pueblo decía que al mediodía de los viernes, cuando todo está calladito, uno podía escuchar la algarabía de los mercaderes que llegaba hasta la cumbre del cerro de María Sánchez. Por fin, al día siguiente, tendría la oportunidad de darme cuenta cuánto había de cierto entre lo que pensaba que era, y de lo que realmente el mercado presentaba. Le conté a mi maestra cuando llegué a mi salón. Mi papá me levantó en vilo como si fuera de trapo.

En momentos como estos, aún siento sus fuertes manos en mis sobacos. Aún percibo su olor a tabaco. A tierra. Aromas que tienen los hombres del campo. Huelen a sudor, a humo de la cocina de sus mujeres. A petates de palma. Olores que por mucho tiempo busqué en otros. Me hubiera gustado que algún inventor hubiera creado la manera de recoger en frascos esos humores y venderlos para podérselos llevar cuando se marcha lejos.

Me montó en la burra justo en medio de las canastas. Me sentí como en un trono y con el mundo a mis pies. Me sentía grande. Me acuerdo que iba bien bañada y peinada. Me había puesto uno de mis mejores vestidos como si fuera día de fiesta. Bueno, para mí sí lo era. El sol empezaba a salir de su escondrijo nocturno y coloreaba de amarillo la cresta de los cerros cercanos. Antes de irnos, mi papá fue a la cocina a beber su acostumbrada jícara de atole. Mi mamá se me acerco y discretamente me dijo: “Cuídalo, quiero que cuando seas grande y como dices que escribirás la historia de nuestra familia, tu papá tiene que morirse de viejo en el libro. No quiero que lo maten.” Ahí, en ese preciso instante me estremecí de miedo. Me di cuenta que estaba yendo al mercado para proteger al viejo. Para cuidar que no lo mataran. ¿Pero cómo le iba yo a hacer? Yo era una niña en ese entonces. Yo no tenía nada que ver con el tipo de vida que mi papá llevaba. No me daba cuenta.

No sabía a cuántas almas ya las había encaminado al inframundo. Ya debía quién sabe cuántos. Sin embargo, años después, cuando ya estaba en la Universidad de Veracruz y regresé a visitar a la familia al pueblo, mi papá me dijo que entre los enemigos de sus tiempos tenían códigos para respetar a la familia. No era de hombres matarse entre ellos enfrente de las esposas y menos cuando estaban con sus hijos. Hoy ya no es así.

Mientras el sol despuntaba y yo esperaba a que el viejo saliera de la cocina, mi madre nuevamente me había recordado algo que yo con frecuencia mencionaba. Que me iría a estudiar lejos para ser como mi maestra Antonieta. Y que además escribiría libros como los que leía en la escuela. Y que los haría acerca de mi familia. Mi mama se reía y me decía que me apurara a estudiar si quería hacer eso, y que no le extrañaba que yo lo fuera a hacer, ya que antes, su bisabuelo había sido un músico chingón gracias a que unos frailes se lo habían llevado del pueblo y ayudado. Ella decía que la inteligencia corría en la sangre de la familia. “Aunque somos muy pobres, ya veremos de dónde sacamos para sostenerte, irás a la escuela”, decía mi madre con un gusto enorme saliéndole por los ojos. Se me quitó el miedo cuando vi a mi papá abrazar a mi mamá y darle un beso. Se querían mucho.

Eran otros tiempos, y mi mama había escogido estar con ese hombre que la quería tanto pero que era tan complicado, mujeriego y Valiente, como le llamaban en el pueblo y los alrededores. Así lo había conocido. Ella sabía que mi papa tenía otras mujeres, y que más de una de ellas tenían hijos de él. Ella siempre lo esperaba en la casa sin según ellapreguntarle lo que él hacía cuando se ausentaba. “Es parte de sus compromisos, y si no lo hace él ¿pues quien? Aquí en el pueblo abundan los habladores pero no los valientes como el viejo”, me decía cuando yo le preguntaba por qué mi papa se ausentaba. Así lo había aceptado enfrente de los misioneros que los casaron. El no la había engañado. Se amaban a su manera.

Le di un ligero varazo a la burra para iniciar la partida. Mi papá me siguió y al cruzar la puerta de carrizos hacia la calle, se levantó la camisa y le mostró su cuarenta y cinco a mi mamá. “Yo cuido a la Crispina, no le va a pasar nada, mira a quién llevo aquí,” dijo sonriéndose y acariciando el arma que para él era como una extensión de su mano, una vara para medir, y un traste que las circunstancias le habían concedido para hacer la justicia de los hombres. Y así, cuidar a la gente de su pueblo, las tierras y a su familia. Caminamos por más de dos horas.

Al acercarnos al pueblo de Ocotlán, mi corazón latía más de prisa. Estaba ansiosa por bajarme de la burra. Me dolían las sentaderas por el trotecito feo que tienen esos animales. Todo había sido tranquilidad durante el camino. Por los pueblos que pasábamos, la gente era muy amable con mi papá. En San Jacinto, una señora muy hermosa y quien de todo se reía nos invitó a pasar a tomar café. Nos atendió muy bien, y hablaba con mi papá en zapoteco. Yo ya no entendía. Me acuerdo que me enojé con él porque se reían muy contentos y parecía que platicaban así para que yo no me diera cuenta de algo. Cuando estábamos a punto de irnos, la señora se me acercó y me habló en español. Me dijo que tenía los mismísimos ojos de mi papá, hermosos y embrujadores. No entendí por qué me había dicho eso. De ahí nos seguimos.

En San Antonino, miré por primera vez cómo los de ese pueblo regaban sus terrenos plantados con hortalizas, flores y árboles frutales. Con cántaros, sacaban agua de los pozos y regaban surco por surco, planta por planta. “Esa gente por eso tiene dinero, porque son muy trabajadores” fueron las únicas palabras que escuché de mi papá en ese tramo del recorrido.

Entramos a Ocotlán por la estación vieja del tren. Mero había llegado esa máquina primitiva, así la imagino ahora que ya ni siquiera existe la estación. Hay una leyenda que cuenta que cuando el gobierno decidió que se cerraría esa ruta del ferrocarril, el maquinista condujo el último tren al puerto, y que ahí está esa bestia roída por las sales del mar, y que el maquinista se metió al mar y desapareció. Se fueron a morir ahí.

Me sorprendió ver el tren de cerca. Bufaba como un animal cansado. Humeaba. Tenía el mismo olor del molino de nixtamal que El Chango tenía en el pueblo. Hedía a aceite quemado. El tren tenía un solo foco grande en el mero frente que lo hacía ver como un animal tuerto. Nos detuvimos, parecía que mi papá quería que me grabara esa primera imagen que nos recibía a esas horas del día. La gente mero había empezado a bajar sus huacales. Bajaban de todo. Cajas llenas de tomates, de mangos, manillas de plátano. Pollos, guajolotes y marranos. Había personas que me llamaban mucho la atención por sus ropas y por la manera de hablar. Traían vestidos elegantes, muy largos, con holanes en el cuello y unas sombrillas de tela para taparse del sol. Las seguían unos hombres con sombreros de copas elevadas. “Catrines y damas como los de la lotería”, recuerdo que pensé en ese momento. Esa primera imagen la anduve cargando conmigo por muchos años. Fue la primera vez que salí del pueblo. Estaba embobada con todo lo que a mi alrededor orbitaba.

Y en eso estaba cuando sentí que alguien me agarró con delicadeza una mano. La sentí grande y tibia. Suave. Dedos muy largos. “¿Te leo tu suerte, mija?”, me preguntó la mujer que me tenia ligeramente sujetada. Era muy alta, distinta a las mujeres de mi pueblo. Tenía los ojos grandes, bien abiertos y su mirada era color verde cantera. Traía colorete en las mejillas y los parpados pintados de azul. Unas pestañas muy largas le hacían sombra a sus ojos. Detrás de los labios cubiertos de rojo chillante se asomaban, cada que pronunciaba palabra, dos dientes de oro. Sus uñas eran largas y cuidadas, pintadas de negro. Traía un velo rosa en la cabeza, aretes relucientes muy grandes, un vestido amarillo lustroso y muchas pulseras. “No tengas miedo, sólo quiero decirte tu futuro para que sepas qué hacer si hay algo malo o bueno que te pasará,” me dijo mientras con su índice recorría la palma de mi mano.

Mi papá, que estaba parado un poco más adelante agarrando del mecate a la burra, se volvió y le habló por su nombre a la mujer diciéndole: “Déjala Rosario, es mi hija, no quiere saber su suerte, ella ya sabe lo que quiere ser de grande y no le va a pasar nada malo. Mejor dime si miras a alguno de esos cabrones que me traen ganas”.

Dejamos la montura en uno de los mesones y nos fuimos a hacer las compras. Los encargos de mi mamá. Caminando entre tanta gente me sentí aún más chiquita. Era difícil hacer lo que mi mamá me había pedido. No se podía. ¿Yo cómo iba a hacerle para cuidar a mi papá? Me entraron escalofríos al pensar que alguien le hiciera algo. Aunque de repente me di cuenta que a mi papá lo conocía mucha gente y que al parecer ellos se encargaban de cuidarlo mejor que yo. Le hablaban por su nombre. Escuchaba el “Buenos días, don Malaquías” por todas partes. Lo saludaban de mano. Un hombre quien hablaba con trabajos el español y que traía un sombrero panza de burro, se le acercó y escuché cuando le dio las gracias de parte de los de su pueblo “por lo de la otra noche”. Y en su medio español le dijo que se anduviera tranquilo porque su gente nos estaba cuidando. Mi papá le dio la mano y le dijo: “Mira Tomás, nadie se muere antes de tiempo. Y a mí me faltan unos cuántos todavía. De todos modos dile a tu gente que gracias y que se pongan chingones por si hay algo”. El hombre se rió como aprobando lo dicho para después perderse en el mar de gente.

Ahí estaba frente a mí. Lo que tanto había imaginado en mis días de calorones y trabajos ahí en el cerro de Los Mogotes. Mi nieve de leche con tuna. Fría en ese calorón del mercado. Blanca. Coronada con ese copete de nieve de tuna. Roja como la sangre. La saboreé ignorando el frio que molestaba a mis dientes. Despacio como debe saborearse un manjar. El sabor de la leche quemada se quedó conmigo hasta estos días que escribo estas memorias encerrada y con mis viejos huesos aguantando el invierno aquí en el norte de California.

Ahí mismo, se acercó una mujer con su canasto copado de rosquitas, polvorones, caballitos, empanadas de coco, lechecilla y mamones. Mi papá compró uno de cada uno de los postres y me los puso enfrente. “Ándale” fue lo único que me dijo señalándolos.

Hoy ya de grande me doy cuenta que fue en ese preciso momento cuando quede marcada por los sabores y olores de ese mercado mágico por el resto de mi vida. Cada que tengo oportunidad regreso. Obviamente, el mercado no es el mismo de mi niñez. Las imágenes son un poco diferentes. Son de estos tiempos. Aún lo gozo. Como si fuera la primera vez. Y busco entre ese mar de gente a alguien que se parezca al viejo. A sus amantes. A los hombres que lo cuidaban desde lejos. Busco al tren y sus catrines bajándose de él. Busco a las gitanas. Me busco a mí misma. Busco también a mi madre tomada de la mano de don Malaquías, mi padre, el matón de esos tiempos. Imagino sus almas flotando juntos en ese cielo azul de Ocotlán. Y frente a mi copa de nieve de leche quemada imagino que ahí están convertidos en nubes, cuidándome.

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