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EL DÍA QUE ME CONVERTÍ EN OBRERO

LUIS ÁNGEL GANDARA OLAYA

UNA BEATITUD DENTRO DE LA MODERNIDAD

Voy caminando y observo, voy caminando y escucho. Voy caminando rumbo al oeste, buscando la estepa de la ciudad, hacia la única vida. He decidido abandonarlo todo. Contemplo, saboreo la belleza de las calles. Éstas mismas que seguro ayer o en años pasados ya me habían parecido tediosas: atestadas de personas con una sobrecarga de estrés e hipocresía, envidia y falsedad. Pero hoy se siente distinto, esta mañana la paciencia estimula mis sentidos. Palpita cada garganta, cada pico de las distintas aves que con su sublime silueta acarician el cielo y muestran el horizonte. Esta mañana existe la eternidad; existe el alma, lo reconozco. Hoy se siente distinto.

1998 es el año de mi nacimiento. El mismo año que anoche, con una falsa alegría, agregaba a esta hirsuta solicitud de empleo. Son vacaciones, me encantaría aprovechar el tiempo y en la hamaca poder estar leyendo todo el rato, pero no te pagan por leer y sin dinero no podría ir a la universidad. Me he visto a tener que entrar en el mundo de la jornada laboral, el trabajo, el salario, la competencia, el monopolio, el mercantilismo, la industria. En fin, la esclavitud sólo cambia de nombre. Aquí en el lugar donde vivo, un lugar al que le encanta la innovación tecnológica. Aquí en donde apenas a seis kilómetros de mi casa se encuentra un lugar grandísimo, un terreno enorme en el cual hace más de treinta años, antes de que naciera, comenzaron a ponerse los cimientos, a proyectar la estructura de una máquina enorme, con una boca hambrienta, capaz de tragarse a cien mil obreros. De hecho, esa es su capacidad. Creo que toda la ciudad trabaja ahí, o yo no entiendo por qué razón se llama “la ciudad industrial”. Hace cinco días que pasé por este mismo lugar, ni siquiera recuerdo en cuál de las tantas fábricas entré, sólo pregunté a un guardia si tenía una vacante, me dijo que esperara, estuve ahí paciente cuarenta minutos, mirando desde una ventana a tantas personas tan concentradas en lo suyo. Algunas de pie con las tijeras o con planchas, otros cargando bultos de acá para allá, y otros muchos sentados con una ligera joroba frente a unas máquinas que desconozco, en las que pasaban pantalones por debajo de unas agujas y al mismo tiempo aplastaban un pedal. Eso fue lo que vi en uno de los departamentos que aquella fábrica tiene. De los otros departamentos, sólo alcanzaba a escuchar ruidos de distintas máquinas. “Qué extraña anatomía de esta ciudad industrial”, pensaba. No me imaginé trabajando ahí, pero sentí una nostalgia. Poco después miré cómo se acercaba un hombre, me miró con indiferencia cuando pasó frente a mí y se dirigió al oficial. Luego vino hacia mí y me dijo que me presentara el próximo lunes para que iniciara la jornada, ese día era martes, también dijo que aprovechara estos días para cortarme el cabello, pues según él le gustaba la decencia y no quería llegar a confundirme con una niña. Se echó a reír, un tanto fingiendo que lo hacía, y se fue. No me disgusté, pero tampoco me dio risa.

El día de convertirme en obrero por fin llegó. Hoy se siente distinto. Desperté mucho más temprano que de costumbre por el molestoso ruido de una alarma. No me agrada poner alarmas, es como comprar un arma para detonarla en tu sueño. Hay veces en las cuales tengo que despertar muy temprano, pero me encuentro emocionado por ello y es la emoción la que hace que despierte, aunque no esté acostumbrado. Pero hoy no estaba emocionado, no estaba emocionado por ser un obrero más, y tuve que verme obligado a detonar en mi sueño a las 5:29 am. Su sonido no me causó tanto malestar, logré detenerlo lo más pronto y permanecí tendido con los ojos abiertos mirando al techo. Quería continuar ahí, no por pereza, no por el gusto que se sentía bajo las cálidas sabanas, sino por el más allá del tangible techo, el más allá del sublime ocaso. Deseaba permanecer ahí todo el tiempo, hasta el infinito. Me arrepentí de no despertarme a esas horas de la madrugada, alguna vez, sólo para pensar, para contemplar, pues los pensamientos se articulaban bastante bien y masturbaban mi equilibrio delirantemente: sentía la lucidez en mi tacto. Tuve que levantarme, muy forzado a interrumpir ese absoluto momento, darme un baño, peinarme y desayunar un poco, un café quizá. No tenía hambre, pero tenía que prepararme para 12 horas de trabajo, tenía que prepararme para ser un obrero, un obrero más. Salí de casa y tomé el bus; al abordar, no pude emitir las primeras palabras de la mañana, sólo dije “buenas”; no pude completar la frase “buenas tardes, días o noches”, sabía que era “buenos días” lo que debía decir, pero no pude hacerlo. Había dos lugares disponibles, yo ocupé uno con la cara agachada y la mirada hacia abajo, puse mi mochila sobre mis piernas y saqué mi libro. Cerca de 28 obreros se encontraban ocupando los demás lugares. Ellos respondieron “buenos días” y yo no quise mirarles el rostro, pues sus voces me transmitieron aquella nostalgia que sentí cinco días antes, cuando miraba a los trabajadores concentrados en la fábrica textil.

Me pregunté si así se sienten las mañanas de los lunes, si todos ellos experimentaban la misma nostalgia que yo. Esa inquietud que parece un capricho de la libertad, que hace tambalear tus pies y no querer poner un pie adentro de esa fábrica, hace querer salir corriendo, querer escapar lejos de ese espantoso lugar, que lo único que lo diferencia de una cárcel es el salario, el salario mínimo. Estaba por comenzar el capítulo 13 de Claraboya, la prosa de Saramago siempre es exquisita. Leía mientras viajaba. Esperaba algo que me dejara inquieto, pensando en el qué pasara. Buscaba algo que me mantuviera entretenido durante la jornada de trabajo. Algo para que esas horas dentro de ese lugar no se convirtieran en una pesadilla, mirando por alguna claraboya cómo el sol se mueve, cómo el día pasa y posa casi desnudo para mí y para todos; imaginando cómo las personas se mueven y podrían estar bailando si quisieran. Tenía miedo, miedo a sentir ganas de vivir estando adentro y no poder hacerlo, no poder danzar. Porque los obreros no danzan, ellos trabajan para alguien y ese alguien les paga por trabajar para él. Para que el día viernes toda su energía, su esfuerzo, su tiempo y su libertad marchita se concentre en un sobre amarillo, el cual se les otorga para gastar o quizá malgastar. El miedo se apoderaba de mí, era el mismo miedo que toda la semana pasada había sentido, incluso ayer por la noche. Podía no asistir si quería, aún estaba a tiempo de huir. En ese momento el bus se detuvo, ésta era la parada, la inesperada parada donde tuve que bajarme con la quijada temblando. Caminé muy rápido 20 metros hacia abajo, crucé la calle, caminando por la banqueta miraba cómo todas las personas iban aprisa, algunas ya estaban en la puerta de su trabajo, puntuales obreros esperando las órdenes.

Atravesé otra calle, caminé cinco metros y me detuve. Me encontraba justo enfrente, sólo la calle en medio, de lo que en unos minutos podría ser mi lugar de trabajo. Volteé a la izquierda, ahí estaba. Se estacionó, bajó del auto, cerró la puerta y comenzó a caminar, ahí venía el hombre que muy pronto será mi jefe. Así que crucé la calle, suspiré y me dispuse a entrar. Mientras cruzaba la calle, mi mente colapsaba, pensaba: “¿por qué?, ¿por qué tengo que hacer esto?, ¿en verdad es necesario?, ¿de verdad vale la pena destrozar mi tiempo en esa prisión? Podría estar siendo libre, haciendo arte, tocando el piano o en el campo cortando peras, comiendo ciruelas. ¿Hay algo más allá del dinero? ¿Existe una alegría, existe una beatitud en la clase baja, en la prole? ¿Existe una beatitud dentro de la globalización?”. Saludé rápidamente al guardia, y traté de elevar la voz para gritarle al hombre de saco gris que estaba listo para trabajar. Me saludó y dijo que eso no era posible, que ya no tenía vacante porque una persona había ingresado el jueves. Pero que me llamaría por si acaso. Le di las gracias y me despedí, cuando me di cuenta me estaba alejando de ese lugar al que tanto temía. Quizá fue la raíz de la realidad, la potencia del universo, la paradoja del destino, la totalidad de la naturaleza. Quizá fue que estoy sintiendo la libertad ahora más que nunca. Y quizá es una pena que te ame y te descubra, soledad, cuando estoy a punto de ser un obrero.

Hoy se siente distinto. Las aves me pasan al costado de los hombros, los rayos del sol traspasan mis zapatos, el aire en este momento le hace el amor, como nunca, a mis poros. Todo es ahora paciente, como una taza de café se disfruta cada grano, el peso de cada gota… de una pasión infinita. En este momento creo en la libertad y en la soledad, creo en el amor y en la pasión, creo en la eternidad y en el alma. Y quiero sumergirme, quiero entregarme a ello. Quiero gritarles a todos los obreros que se tomen el día, que piensen en su espíritu y que lo fortalezcan. En este momento, la ciudad es una hoguera y yo danzo alrededor de ella con un collar de amapolas, y justo en el centro del opio, en el punto medio, se halla el tiempo. Convirtiéndose en mi aliado o quizá jugándome la peor de las bromas, qué importa. Mi alma y mi cuerpo saben lo que experimentan ahora: un rito sagrado en el cual están matando a la felicidad. Esa felicidad que el obrero pretende encontrar en su salario, al final de la jornada. Yo la estoy sacrificando ahora. La felicidad arde en una hoguera y la culpa no se hace presente, y el silencio estimula mis sentidos, y la pasión embriaga mi carne. La eternidad está frente a mí como un objeto, como cientos de objetos que a diario puedo ver. Yo te amo libertad, yo te amo soledad, y quizá sea una pena que lo haga cuando estoy a punto de ser un obrero.

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Luis Ángel Gandara Olaya , originario del Estado de Puebla, estudia en la Universidad Intercultural del Estado de Puebla, cursando la Licenciatura en Lengua y Cultura.

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