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LAS LENGUAS SON TERRITORIOS / 280

Una lengua nace con cada persona que la aprende. Cuando la mente pueril se comienza a llenar de palabras, a configurarse en ellas (a “formatearse” diría el barbarismo tecnológico en uso), ocurre algo fascinante: la mente piensa, nombra, pronuncia cada parte del mundo que experimenta, de un modo preciso, exclusivo de la lengua que se trate. Nadie necesita leerla o escribirla para identificarla de inmediato y abrirse a la conversación, el canto, la plegaria. Da forma y contenido a la memoria.

Cada lengua es como una biblioteca. Un compendio de los seres, las cosas y sus interconexiones profundas. Si mueren sus hablantes y se extingue, es como si se incendiara la biblioteca de Alejandría nuevamente, decía Elías Canetti, y todo lo que hubo allí se disipa en cenizas y permanece en dos o tres vocablos heredados a otra lengua.

En el curso de su historia hablada, y a veces escrita, cada lengua es un portento colectivo que se renueva y se extiende cuando puede. Lo terrible es que en Babel, como en todas partes, existen idiomas sometidos, negados y prohibidos.

La riqueza de una lengua no está en el número de palabras y tiempos verbales, sino en sus combinaciones, como sucede con la poesía. Las invasiones, las conquistas, las hambrunas y las guerras merman las lenguas originarias alrededor del mundo, las asedian para exterminarlas. La historia del hemisferio americano abunda en ejemplos, desde hace cinco siglos la multitud de idiomas podía concentrarse en territorios compartidos, o coexistidos, vecinos y sin embargo ininteligibles para el otro. Dos casos idílicos en el continente precolombino son la costa pacífica de la actual California y las selvas amazónicas, ricas regiones consteladas de pueblos distintos, completamente entregados a la naturaleza, hablando idiomas propios a pocos kilómetros unos de los otros.

Y el mundo era un coro de pájaros. Sin embargo, cientos, quizás miles de lenguas y sus dialectos, sufren el destino de los taínos, cuya lengua se hablaba en las islas del mar Caribe a fines del siglo XV. La primera con la que tuvieron contacto Cristóbal Colón y los que lo acompañaban. Según diversas estimaciones, hacia 1492 había entre medio millón y cuatro millones de personas en las Antillas (taínos, macaríes, ciguyayos). Bartolomé de Las Casas los calculó en un millón en ese año. Para 1508, el cálculo lascasiano era 60 mil. El último registro taíno se pierde en 1570, menos de un siglo después, cuando quedaban 150 entre los 500 últimos indígenas originarios de las islas. Hasta ahí llegan los registros.

El efecto del “descubrimiento” de La Española fue demoledor, un holocausto o “solución final” que logró exterminar las lenguas, la identidad y los pueblos de un subcontinente. Pero el taíno era una lengua tan adánica y preciosa como otra cualquiera, llena de originalidad sonora y conceptual, que infiltró al castellano y otras lenguas imperiales europeas con palabras clave para entender que en este mundo siempre hay y siempre hubo otros mundos: maíz, canoa, barbacoa, cacique, hamaca, iguana, comején, huracán, cayuco, caribe, enagua, sabana, macana.

En más de un sentido, cada lengua es un territorio. Del mismo modo que la tierra, e incluso más versátil y móvil, la lengua de uno es donde mejor se está. También por eso el odio de los fuertes contra Babel es anterior al mito bíblico y se extiende hasta el presente. El idioma del “otro”, despreciable y amedrentador, debe ser erradicado.

En la actualidad se estima que existen mil lenguas originarias en el continente. Tan sólo en México se contabilizan 68 lenguas y unas 400 variantes dialectales, que en algunos casos son más que meras variantes, como en el tronco nahua o la heredad del imperio zapoteca. En América del Sur ocurre con el quechua, el aymara, el mapungundún.

Las lenguas coloniales son unas cuantas: castellano, inglés, portugués, francés. El espectro hispanoparlante y el anglófono son tan vastos como el chino. Históricamente su dominio ha significado el saqueo y la destrucción de las demás lenguas. Violencia, educación, adoctrinamiento, represión, racismo y miseria son las armas de exterminio contra las lenguas colonizadas. Los colonizadores de antes y de hoy así se adjudican los territorios.

No deja de resultar portentosa entonces la resistencia vital de centenares de pueblos desde el territorio de sus lenguas. Aún los despojados y expulsados, los arrinconados en las orillas de las ciudades conservan y enarbolan la flor de sus lenguas. Sea en México, Tehuacán, Oaxaca, Tijuana, Nueva York o Los Ángeles, siguen en pie las refinadas construcciones de un mundo único, específico y maravilloso, capaz de ser bilingüe y trilingüe en el vientre de la ballena. Noam Chomsky ha subrayado que las lenguas no necesitan escribirse para sobrevivir siglos y milenios. Esto es cierto para el inuktitut, el mazateco o el yanomani, como lo fue para el arameo bíblico. La “bibliotecas de Alejandría” que siguen en pie son la belleza y el tesoro oculto de pueblos amenazados y perseguidos sin reposo por la espada, la cruz, el signo de dólares y la voracidad “redentora” del progreso. De la duración de sus territorios dependen la pervivencia, la soberanía de los territorios físicos de los pueblos y el genio vivo del verbo humano.

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