LOS PUEBLOS, PUNTO Y SEGUIDO / 282 — ojarasca Ojarasca
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LOS PUEBLOS, PUNTO Y SEGUIDO / 282

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En la fase del mundo en que nos encontramos, las respuestas automáticas de los partidos, los nacionalismos, las fobias, las exasperaciones y los engaños no alcanzan a dar respuesta a la verdadera pregunta: ¿se puede, o no se puede, corregir el rumbo que nos lleva a gritos a la catástrofe anunciada? Los Estados hacen tiempo, y con eso se sostienen, pues al electorado le gusta que lo saquen a pasear, que le insistan con promesas y ofertas, que le den motivos para adorar y odiar. Las creencias religiosas en manos de quienes las administran están del lado del negocio, al servicio de sometimientos, exclusiones, controles, nacionalismos e irracionalidades. De entre las religiones centralizadas (cristianas, judaicas, musulmanas) y sus derivaciones, la que esté libre de culpa (histórica y hoy mismo) que arroje la primera piedra. Hasta el budismo pierde la partida, como sucede en Myanmar.

Aun en plena desaceleración económica global, la ganancia, el negocio, son lo primordial. Las empresas no quieren detener su avance extractivista, contaminador, monopólico y deteriorador. La estrepitosa decadencia de Estados Unidos se debe a esta obstinación de los poderosos. Los gobiernos prefieren perder el control de los daños a la Tierra y apostar al control del corto plazo cada día más corto y voraz. Todos improvisan. Los banqueros, los políticos y sus correas de transmisión. En contraste, crece en muchos países, incluyendo México, la reverencia a los generales, como si fueran la última esperanza de la sensatez en un mundo frívolo que niega lo que lo amenaza, ya no con bombas sino en la vida en su ambiente cotidiano: incendios y falta de agua, inundaciones, desgajamientos, tormentas, intoxicaciones, hambrunas, epidemias y sequías, ¿será el militarismo el fiel de la balanza ante los acontecimientos políticos, sociales, ambientales, económicos? La incertidumbre deliberada que causan Trump y Bolsonaro afecta a todo el continente americano. La Amazonía y la costa occidental de Estados Unidos arden sin cesar, y su principal combustible es la hipocresía para no hacer nada.

En pandemia galopante, crisis económica y descomunal aumento de la violencia en sus variantes partidaria, criminal, supremacista, doméstica, despojadora, fanática, discriminatoria y hasta gratuita, los gobiernos juegan al azar en Bolivia, Colombia, Ecuador, Guatemala, Nicaragua y Chile. Y se parapetan contra el pueblo a la voz de “ley y orden”, como los desquiciados que gobiernan en Washington y Brasilia, para proteger el libre mercado, la innovación destructiva (tecnológica, genética, bélica) y su libre mercado.

Incluso los gobiernos con aparente hegemonía republicana (a 2020) como México y Argentina enfrentan el mismo dilema: hacer algo radical para mitigar el desastre, o seguir haciendo tiempo, con similares resultados prácticos.

Algo hace tic-tac, tic-tac, desde hace rato.

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A contrapelo de ciertos avances en la legislación internacional, frecuentemente simbólica, los Estados de las Américas ignoran todo cuanto pueden las demandas de autonomía, soberanía local y derecho de decisión colectiva de los pueblos originarios. Ello implica el punto ciego de las buenas intenciones (cuando las hay), lo mismo en México que Canadá, ya no digamos los descarados depredadores de Estados Unidos, Chile, Brasil, Colombia o Bolivia.

La última barricada contra los páramos del desastre reside en los territorios físicos (y también sagrados y simbólicos) de los pueblos originarios en su lugar de origen. En Wallmapu la resistencia se erige por recuperar sus territorios; en la península de Yucatán, la costa de Oaxaca, Chiapas, los Chimalapas y la sierra Tarahumara luchan por no perderlos. Ante la escandalosa mortandad de líderes y defensores ambientales, uno no sabe qué es peor, si la violencia narco-madereraminera, o la presunta buenaondez oficial que ablanda las resistencias y aceita los despojos para el turismo, el transporte, la minería, la producción de energía, la industria agrícola y pecuaria que producen en masa alimentos castrados. El negocio, el negocio, el negocio.

Bien claro lo tenía un informe de la inteligencia estadunidense en tiempos de George W. Bush: la principal “amenaza” para la hegemonía de los Estados y el poder imperial radica en los pueblos originarios. Eran, y son, los únicos que pueden escapar de la lógica suicida y fatalista del capitalismo, infiltrada en la conciencia humana contemporánea a un grado que parece irresistible y que probablemente no se revierta a tiempo. Los pueblos originarios de América son el único no-poder propietario de territorios, para colmo ancestrales, y desafían a los otros propietarios: terratenientes, empresas, gobiernos.

Además, mientras conserven sus lenguas pueden librarse del control mental hegemónico. Poseen y exploran una identidad por la que luchan mirando a la vez hacia el pasado y el futuro. Conservan muchas virtudes prácticas que la realidad capitalista ya perdió en las urbes y los enclaves industriales. Entre otras, una fundamental: la personalidad colectiva reflejada en consensos y asambleas comunitarias al margen de los sistemas legales y religiosos que predominan en los diferentes países.

Las denominaciones cristianas son un aparato de deliberada desarticulación indígena. Resultan funcionales a la expansión de las empresas. O los transgénicos, que ya proliferan en el Cono Sur y Estados Unidos, justamente donde el exterminio y despojo de los pueblos originarios fueron casi absolutos. Mesoamérica, los Andes y parte de la Amazonía han logrado contenerlos por la fuerza del maíz, la papa, la quinoa, la yuca, el frijol y la sabiduría milenaria que encierran. La comunalidad y los ríos profundos de Abya Yala escapan lejos de los discursos políticos y las modas new age pues su principio es real.

Con sensatez intrínseca, aun si bañada de “primitivas” creencias mágicas, choca, y tiene con qué, contra la desbocada y absurda obstinación en la fe capitalista y su idea del “progreso” como ganancia económica que está acabando con el espacio físico del planeta. En consecuencia, los Samires Flores y las Berthas Cáceres les resultan intolerables.

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En este panorama y bajo estos climas extremos, Ojarasca cumple 31 años de publicarse casi sin interrupción, sobre todo desde que La Jornada nos acogió como suplemento a fines del siglo XX. Lo que acontece con pueblos y territorios, lo tradicional y lo moderno, lo que destruye sus culturas y lo que las fortalece, la cotidianidad, sus audaces saltos históricos y sus creaciones fueron, son y serán el punto nodal de nuestras páginas. Punto y seguido.

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