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EL BESO

HERMANN BELLINGHAUSEN

Bajo el túnel abandonado, las vías ociosas sirven de mitad a un pequeño mundo de parias melancólicos dados al vagabundeo. Tienen pocas reglas, pero una es nunca andar de méndigos. Tratarse bien. Con que sepan arreglárselas, irla pasando, no introducir armas ni drogas, respetar, cuando la hay, la mujer del prójimo. Claramente apañado el espacio, posee controles de entrada en ambos extremos, mediante unos viejos detectores electrónicos que fueron a pepenar a los tiraderos del viejo aeropuerto. De entre jets oxidados sin escotillas, en otro micromundo de parias, ese instalado en los deshuesaderos del aire, los del túnel se agenciaron sillones y algunos desechos electrónicos de la desvencijada torre de control, convertida en panóptico de un mundo inferior al pleistoceno.

La población fija del tunel no pasa de cincuenta, entre quienes está Ludvina. En realidad allí viven más, en ocasiones el doble, los flotantes sin derecho a parcela, sólo invitados o inquilinos de alguna parecela. Después de que todo se desmadró allá afuera, los primeros habitantes del túnel cuadricularon el suelo declarando parcelas iguales trazadas con cal y clavos. Los durmientes sirvieron para los primeros muebles. Los rieles paralelos de la doble vía permanecen en su sitio, cumpliendo diversas funciones, como ser el río que separa dos orillas y servir de calzada de ida y vuelta entre las dos bocas de la estructura. El ingeniero responsable, un siglo atrás, nunca imaginó que su túnel acabaría como vecindad posturbana.

Aunque visto de fuera está en penumbra, el túnel cuenta con un sistema básico de drenaje y suministro de agua, así como corriente eléctrica obtenida por una maraña caótica de diablitos y ladrones de cable colgados del distante alumbrado público, y de algunas fuentes de energía locales, que por artesanales fallan constantemente.

La gente del túnel tiene pasados, en ocasiones interesantes, pero siempre útiles. Algunos ya eran artistas, otros se hicieron artistas aquí. Alguno fue mecánico o camarógrafo. Valerio se prostituía en la Alameda. Ramona vestía maniquíes en Sears. Patricia, hoy una persona mayor que trabajó de doctora en un clínica del Seguro hasta que se acabaron los empleos y ya nadie fue nada, adiestraba enfermeros conforme se iba pudiendo para heredarles la salud del túnel, tan deficiente y frágil como la del mundo allá afuera, sucio, descocado, rutinariamente peligroso.

Ludvina pintó de niña, pero al llegar aquí dejó de hacerlo y sólo aprovecha los trozos de carbón en sus ratos de ocio. Llegó de la mano de Mauricio, un hombre mayor que ella, dueño de una parcela no lejos de la boca sur del túnel que algo lograba morder a la luz diurna y eso alcanzaba para cultivar plantas de resolana y hierbas de olor o curativas en viejos botes de aceite y leche en polvo. A Mauricio lo mataron por Popotla y la dejó en calidad de viuda, en posesión de una parcela, techo seguro, que también bajo el túnel hace falta, y un patio suficiente para sentarse a separar tornillos, clavos, tuercas, rondanas y pernos que traen acá a los fierreros y los truecan con los parceleros, que a su vez los depuran y organizan y sacan a reventa en los mercados al norte interminable de la ciudad en ruinas. Ludvina separa fierros y desecha los inservibles con la exactitud de una campesina separando granos de maíz o frijoles.

Un día salió por bastimento a la olla que se instala en la Plaza de los Sacrificios, no lejos de Nonoalco. Caminaba por un andador desierto, bajo los tóxicos rayos y el aire corrompido de la ciudad, cuando de un portón le salió al paso un joven de aspecto extraordinario y le dijo que se moría, que necesitaba un beso para siquiera saber qué se siente.

Ya llevaba semanas de que declararon el fin del último brote de sangre maligna. A fuerza de la costumbre, la gente había aprendido a no tocarse ni con conocidos, ya no digamos los extraños. El joven no le pareció un moribundo, aunque sus ojos desesperados guardaban una tristeza quizás demasiado suave en este mundo brutal. Desde la muerte de Mauricio, Ludvina no había besado a nadie; no en la boca al menos.

“¿Cómo te llamas?”, le preguntó con acento maternal, o así sonó por los mínimo diez años de edad que le llevaba al muchacho. “Jiko”, respondió él, para corregirse enseguida con un girón de sonrisa: “Xicoténcatl”. “¿No te parece una propuesta indecorosa?”, dijo Ludvina con tono ligero, todavía sorprendida de estar teniendo esa conversación. “Es que me muero”, replicó el joven. “¿De qué te mueres?”. “Eso no importa”. “¿Es contagioso?” “No, que yo sepa”.

Al intercambio siguió un minuto de silencio. Ludvina valoró los brazos flacos de Jiko, su rostro huesudo pero lampiño y limpio, sus labios secos, la camisa en garras y los pantalones con agujeros, las botas (¡botas!) sucias. “¿Eres soldado?”, preguntó. Jiko tosió una especie de risa. “¿Yo?”, y tosió de nuevo.

“Ni siquiera daba el peso, nunca toqué una pistola, nada más cuchillos”. “¿Mataste?” “Una vez, un perro”. “¿Para comértelo?” “Para salvar el pellejo”. A la pausa, Jiko agregó: “Esos sí eran soldados. De los que echan sus perros contra gente como yo”. Ludvina le vio entonces un tatuaje en la muñeca izquierda. “Andaban tras de mí”. “¿Qué habías hecho?”, dijo Ludvina. “¿Acaso importa? No hice nada, era cosa de ellos. Pero muerto el perro logré perderlos”.

Ludvina lo supuso hambriento. En el túnel tenía sopa fría. “¿Quieres comer?” “Ya es muy tarde. Quiero un beso. En la boca”. Jiko se rozó con un tremor los labios resecos. “Ven acá”, dijo ella algo jocunda, divertida, conmovida.

Total. El chico no sonrió ni nada. Grave, como quien cumple su deber, se aproximó al rostro de Ludvina, quien lo tomó de las mejillas y lo dirigió a sus labios sin cerrar los ojos. Él tampoco. El beso fue tan largo que Jiko se quedó dormido en brazos de Ludvina. Ella lo sostuvo y lo colocó contra un pedazo de muro en ruinas. Jiko sonreía como bebé. Antes de proseguir su camino a la plaza, Ludvina lo acomodó lo mejor que pudo, y mentalmente lo bendijo, o algo parecido.

Esa noche en el túnel trazó con carbones sobre un pliego doble de cartoncillo que usaba para envolver tuercas el rostro de Jiko dormido. Le puso los labios como los recordaba al final, gruesos y renacidos a mordidas. Al menos para ese dibujo el tierno beso había servido.

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