LA VISITA / 283 — ojarasca Ojarasca
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LA VISITA / 283

JAIME SA’AKÄSMÄ

A Edgar Núñez Jiménez

¡¿Así vas a ir a ver a tu abuelita?! ¡Alistate ya!, gritó mamá recargada en el marco de la puerta de la cocina, mientras se limpiaba las manos en el mandil; estaba torteando. Yo jugaba con mi carrito, que era una botella de cloro, allá lejos, cerca del corral de las gallinas, debajo de un árbol de mango. Cuando la escuché, me puse muy contento, tanto que arrojé el carrito, nomás del puro gusto, contra una pila de piedras. Y la ceniza con la que había rellenado su panza y que era el material para la pavimentación de mis carreteras se desparramó en el aire. Me acerqué a mirarlo cuando la neblina desapareció. Seriamente le dije a la verde botella: he tenido carritos más aguantadores que tú. La pateé y corrí al estanque. Me lavé las manos y la cara. Bañate, cochino, dijo Abel. Se ciñó una toalla de Miky Maus. Olía a jabón y a champú. No quiero, dije. ¡Kupi!, gritó. Total, abuelita ni se va’ fijá; ella también es kupi. Ya no contestó. Le pregunté: ¿qué le vaj’ a llevá? No sé, y ¿vos? Te lo guá decí, pero no le digás a nadie, dije. ¿Qué? Un tabaco. ¿Ontá, ónde lo robaste? No lo robé, lo encontré por ahí. Argüendero, dijo a media voz. Callate. No me callo, gritó. ¡Mamá, tu hijo…! Callate rajón, le dije y me eché a correr de nuevo hacia el gallinero; esta vez con su toalla. ¡Mamá, mamá!, gritaba mientras cubría sus vergüenzas el muy menso.

Es usted muy cruel, dijo ella, ¿por qué hizo eso? Es que te ofendió, abuelita, y yo te quise defender. No, niñito, se vengó por usted mismo. ¡Te juro que no! Que sí, él lo agravió y, en respuesta, usted me usó nomás para humillarlo; luego, cuando lo delató con su madre, le arrebató la toalla por pura maldad. No es cierto, lo hice por ti, porque te quiero, abuelita. Se enterneció y, como quien no quiere la cosa, llevó sus manos a mis costillas marimberas. La abracé fuerte. Abuelita, ¿no te sentís sola?, pregunté. ¡Cómo vaj’te a creer! Tengo muchas comadres y muchos compadres; hay muy buenas gentes por aquí. ¿Pero no es feo estar tanto tiempo acostado? Ya me acostumbré, a mi edad no hay mucho por hacer. Hum, ¿y qué hacés, pué? Pues, mira, me entretengo de varias formas: a veces platico con los vecinos, de mi vida, de cosas de antes… O contamos cuentos, historias... ¡Qué bonito! A mí me gustan mucho los cuentos… ¿Puedo quedarme contigo, abuelita? Se quedó callada.

¡Dejen de jugar, ya es tarde! ¡Y vos, tarugo, vení pa’cá! Al escuchar a mamá, Abel corrió a cambiarse, yo me fui con ella. Me jaló de las orejas, dijo: estese quieto. No me dolió el jalón, bueno sí, pero nomás poquito. Como me pegaba seguido, creo que ya me estaba acostumbrando. Pero igual, me quedé quieto. Me quedé contemplando el fuego. Las llamas muy lindas estaban, así, con sus mejillas de muchachas: rojitas, rojitas. Crepitaban, contentas de cocer las tortillas del comal. Y éstas se esponjaban como senos redondos que suspiran. Daba harta hambre viéndolas nomás. Sólo las tortillas faltaban, ya todo estaba listo: allí, a un lado del fogón, miraban, coquetas, las cazuelas y las ollas atestadas de comida. Se mezclaban los olores del tamalito de chipilín con el caldo de gallina, de los ricos dulces de calabaza con el singular atol agrio. Movete jaragán, ponete a hacé algo; no sé qué me da verte sentadote nomás. Ve a llamar a tu papá pa’ que se lleve la comida. Vos también llevate algo. ¡Apurate!

No se puede sté quedar aquí, su madre se pondrá triste. No creo, abuelita, mi mamá no me quiere; ella nomás quiere a Abel, lo quiere porque es güerito, bonito y bien portado. Yo no quiero estar más en mi casa. No hablesté así, claro que su madre le quiere. No, no me quiere. ¡Que sí le quiere, le digo! Bueno, sí, pero, igual, no quiero estar más en mi casa. Le falta a usted el juicio, ¡tan jovencito y se le está secando el seso! Que es usted muy pequeño, dirá su madre; me va’ maldecí, si lo dejo quedarse. No, abuelita, te lo va’ agradecé; y si ella no, yo sí. Pero ¡qué chamaco tan testarudo, Dios mío!

¿Así vas a ir? Mirate, ¿no te da vergüenza?, dijo mamá. Bruto carajo, vos Juan, mirá tu hijo, decile que se vaya a bañá, yo no vuá salí con semejante animal. Ya es tarde, dejalo que vaya como quiera, respondió papá. Aprendé de tu hermano, miralo, qué limpio y arregladito va. ¡Y qué bien se ve con su ramo de flores!, continuó. Por lo menos cambiate esa playera, la gente va’ decí que ni te lavo la ropa. ¿Y no es cierto?, contesté. Callate mocoso, me abofeteó papá. Respetá a tu madre. Sí, papito; perdón, mamita. No estaba mohíno, pero no me podía quedar callado: no me aguantaba las ganas de rezongar, sentía siempre la necesidad de responder. Creo que por eso se enojaba mamá conmigo. La cachetada me calmó. Al poco, ya iba yo brincando y bailando con la cazuela de los tamales. De vez en vez, bajaba una mano a la bolsa de mi short: el tabaco seguía ahí.

Si se quiere quedar, va’ tener que casarse. Ya estoy grandote, abuelita, ya puedo tomar mujer. Su mamá no dirá lo mismo, me va’ odiá; no vendrá a visitarme más. No te preocupés, vamos a estar juntos, ¿qué no? De veras, piénselo usted seriamente; esto de quedarse aquí no es un juego. Quiero quedarme; no importa si me debo casar, total, casi tengo ocho: ya soy un hombrecito, ya puedo trabajar. Está usted muy chamaco, nadie va’ tolerá semejante barbaridad. ¡Ay, es descabellado! Dígame, ¿quiere cambiar sus carritos y canicas por historias de gente que no tiene nada más que hacer? Me quedé pensativo. Luego extendí el tabaco, sobornándola. Si está seguro, ponga atención, escuche: váyase a dar una vuelta por entre esas casas, aproveche ahora que su madre está distraída sirviendo la comida a la visita. Así como vea a una muchachita blanca, sígala. La muchacha es bonita y trabajadora, pero muy pálida. Se lo advierto pa’ que no piense que está enferma. ¡Qué va! ¡Está más sana que nadie! Váyase, sígale los pasos con tiento; va’ jugá un rato, es muy juguetona la cabrona. Usted no se desespere, sígala nomás. ¡Váyase, corra usted!

¿Dónde está tu hermano?, le preguntaron a Abel. Yo qué sé, respondió. ¿Dónde se habrá metido el jijo de la guayaba? Así como es de rebelde ya se habrá regresado a la casa, hace lo que se le viene en gana, mamá. Andá, llámalo, decile que si no viene pronto ya sabe cómo le va ir. No responde. Pos gritá más fuerte, mi amor, gritá, a ver si escucha. Sólo dolor de cabeza da ese tu chamaco, vos Juan. Ya mujer, sosegate, ya sabés cómo le gusta hacernos preocupar. ¿Yday? No responde. Vámonos. Vámonos, pues. La muchacha estaba detrás de una casa en ruinas. ¡Chula que se veía con su carita pálida! La miré, me miró con el inquietante fulgor de sus ojos. Me puse de colores: rojo o morado, no sé. Sonrió y se escondió entre los escombros de la casa. Me acerqué a buscarla tanteando la pared. Cuando ya la tenía cerca, volvió a huir. Toda la tarde estuvimos jugando, sin cansarnos nada. Dejamos de correr apenas comenzó a oscurecer. Se sentó sobre una de las casas más pequeñas, cogió el ramillete de cempasúchil que la gente había dejado ahí. Mientras descabezaba las flores, dijo cantando, ¿qué quiere usted? Matarile-rile-ron, canté. Yo quiero un paje, cantó. Matarile-rile-ron, completé. Nos quedamos callados. Me acerqué y puse mi cabeza entre sus piernas. Me acarició con las cabezas de las flores. ¿Qué rico huele, verdá?, dijo por decir algo. Luego apartó mi cabeza y dejó otra vez las flores sobre la tumba. Tomó una veladora y se echó a andar de nuevo. Separado por unos cuantos pasos, la seguí. Se detuvo delante del tronco de una ceiba. Dejó la veladora en el suelo y se subió. Me estaba esperando en lo alto. Al poco rato, el sol desapareció tras los cerros y un viento helado apagó la vela. La abracé. Espérate, dejá vos, dijo quitando mi brazo de su cintura, estás todavía muy chamaquito. Mala, dije yo.

¿Qué se cree el vago de tu hijo?, mirá, ya es media noche y todavía no viene. Le faltan sus buenos chicotazos pa’ que agarre juicio. Tranquilizate, mujer, creo que lo hemos zarandeado ya tanto que hasta sonso se está quedando. Pues ni tanto, ¿no escuchaste cómo me contestó hoy, el malcriado? Últimamente se ha vuelto muy contestón. Y cómo no, si lo tratás más como tu criado que como tu hijo. ¿A poco yo tengo la culpa de que haya salido con cara de indio? ¿Yday qué, que no tu madre, a la que fuimos a visitar al camposanto, no era india también? Sí, ¿pero me lo tenés que echar en cara, siempre? No me dijiste que no ibas a hablar de eso y que... Dejá de rumiar ya mujer, dormite. Mañana tengo que madrugar para ir a Poajtec a limpiar el cafetal; mirá que la cosecha ya se nos viene encima.

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Jaime Saakäsmä (Copainalá, Chiapas, 1988) estudió Lengua y literaturas hispánicas en la Universidad Nacional Autónoma de México y El Colegio de México. Es miembro del Ore’is tyäjk (Centro de Lengua y Cultura Zoque A.C.).

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