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NO TE VI EN MI SUEÑO

JUVENTINO SANTIAGO JIMÉNEZ

Mi tío Gregorio era el hijo mayor de los nueve que procreó la abuela Josefa y él había estado encarcelado por más de tres años en el reclusorio de Zacatepec por haber golpeado a su primera esposa cuando se enteró de que ella tenía aventuras con el dueño de la parcela en Jaltepec de Candayoc donde trabajaban en el corte de café en los años ochenta. El día que recobró la libertad, su hermano Rogelio estaba esperándolo y enseguida tomaron la vereda rumbo a San Pedrito. Al atardecer, ya habían atravesado Atitlán y estaban a la entrada principal en El Duraznal. Mientras subían, pasaron justo enfrente de la casa de Adelaida y Gregorio le comentó a su hermano que pretendía vivir con ella. Una vez que llegaron donde la mamá de Epifanio vendía pulque, pidieron unas cuantas jícaras del néctar de maguey para ahuyentar el cansancio e intentar olvidar un momento los años de encierro. Después, retomaron el camino y el día se apagaba lentamente. El sol reposaba ya detrás del cerro de Las Veinte Divinidades y cuando oscureció, Rogelio vio una sombra que parecía la de un perro y le disparó. La sombra desapareció y luego se percató que brotaba mucha sangre en la pierna derecha de Gregorio. Él intentó sostenerse de pie, pero finalmente su hermano tuvo que cargarlo hasta llegar a casa de la abuela.

Al día siguiente, Rogelio viajó a Tamazulápam para comprar medicamento y de regreso había decidido que Adelaida sería su esposa e irían a pedirla. Pero todos sabían en el pueblo que ella había tenido varios amoríos con profesores bilingües y, a pesar de los rumores, ellos estuvieron casados alrededor de siete años hasta que la muerte los separó. Semanas previas a lo inevitable, todavía ella realizó una visita a nuestra casa para regalarnos papas y chayotes. “Algún día nos encontraremos”, dijo al despedirse. Gregorio se marchó a Alotepec después de que había sanado del balazo y allá se casó con una mujer que le faltaba un brazo. Sin embargo, ella misma molía el nixtamal en el metate porque no tuvieron hijos ni hijas durante el tiempo que duró el matrimonio. Las pocas veces que subieron a visitar a la abuela en El Duraznal llevaban plátano y varios kilos de café. Años más tarde, murió la esposa de Gregorio y él quedó solo. Pero no soportaría por mucho tiempo la soledad porque una mañana se colgó con un mecapal en una de las ramas de los naranjales en su parcela. La autoridad de Alotepec se encargó de los gastos del funeral porque sus familiares no quisieron ayudar.

Una década después, en casa de la abuela Josefa comenzaron a entrar mariposas negras y murciélagos. Probablemente la visita de estos animales era una advertencia para que ella fuera a la tumba de su hijo y le llevara de comer. Pero nunca fue. Pasaron algunos días y la abuela se enfermó. Tenía una enfermedad rara porque en diversas ocasiones intentó trepar en las paredes de adobe e incluso escapaba. Andaba desnuda en alguna vereda o por la carretera llevando la falda y el ceñidor en el hombro. Sólo faltó que le hubiese ocurrido “un deseo loco de correr desnuda por las calles”, como Alice en Aventura de Sherwood Anderson. Pronto los hijos se cansaron de cuidarla y pusieron una malla frente a la puerta de la cocina para que ella dejara de deambular. A finales de septiembre mi mamá acudió a una curandera para saber cuánto tiempo le quedaba de vida y después de leer las posiciones de los granos de maíz sobre una manta blanca, la curandera mencionó que la abuela seguiría sufriendo si no confesaba.

Eran cerca de las dos de la mañana del día miércoles cuando mi mamá despertó porque hacía muchísimo frío en la casa de adobe y techado de lámina donde dormía desde que comenzó a cuidar a la abuela. Luego, escuchó a alguien que hablaba. Se levantó y al abrir la puerta, vio a la abuela sentada desnuda en el patio. “Qué quieren que confiese si ya confesé todo. Nunca conocí a mi mamá y aborté dos veces”, decía. La hija intentó levantarla, pero no pudo. Entonces, fue caminando a casa de mi tía Teresa para decirle que la ayudara y cuando regresaron, la abuela abría la boca como queriendo decir algo más. La levantaron para acostarla nuevamente en la cama de tablas. Yo estaba en Oaxaca y justamente en aquella madrugada soñé que estaba parado en el patio de la casa donde la abuela había estado encerrada por más de un año. Había visto a mi tía que subía en una vereda para salir a la carretera que va al centro de El Duraznal. Mientras mi tío Rogelio bajaba y llevaba puesto un gabán adornado de mil colores e idéntico al rebozo de las mujeres mixes. Él pasó a mi lado sin dirigirme palabra alguna; ambos caminaban en senderos opuestos. Pero no vi a la abuela.

En el sueño estaba el mensaje de lo que ocurriría después. Más tarde recordaría que la abuela nos había cuidado en nuestra tierna infancia porque en aquel tiempo mi mamá y hermano mayor trabajaban en parcelas de otras personas. Mi hermano menor y yo nos quedábamos en casa. Entre tantas tareas que realizábamos durante el día era ir a traer leña verde. Así que una tarde estábamos cortando leña a unos cien metros arriba de nuestra casa de lodo y zacate. Después tendríamos que hacer varios viajes, pero para no cargarlo se me ocurrió aventar la leña. De hecho, ya habíamos bajado un buen montón y con las últimas piezas le pegué a un comal y una olla grande. Solamente esperaría a que llegara mi mamá para después moverme como un gusano de tierra porque ella nos castigaba de noche y con una vara mágica llamada en mixe xumye’etsy. Era un palo delgado y flexible. Algunas veces quise escapar de la paliza, pero adónde iría y a esas horas de la noche salían los animales que cantaban y lloraban. Jueves por la mañana mi mamá habló para decirme que la abuela había muerto; mientras hacían los preparativos para el entierro, el viento arrancó la lona. Después, llegaron dos víboras…

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