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KEVING HERNÁN S.

LA VOZ Y EL GESTO: LITERATURA ORAL EN LENGUA ZOQUE

Lejos de una visión despolitizada de la literatura, presente en los discursos hegemónicos vigentes, hablar de literaturas en lenguas indígenas lleva a pensar en la profunda relación que mantienen con las formas de organización política de los pueblos originarios. Se observa que tales manifestaciones no sólo operan desde una dimensión estética o lingüística, sino que lo estético y lo lingüístico se encuentran compenetrados con lo político y con cada una de las dimensiones con las que nuestros pueblos organizan sus vidas. En este sentido, lo estético también se comprende como político en virtud de que estas dimensiones de la vida comunal, a diferencia de otras expresiones culturales, no se encuentran desvinculadas de sus resonancias mitológicas y es esta fuerte carga mitológica, presente en la vida cotidiana de los pueblos, la que permite vincularlas, diremos desde un ethos comunal.

Así se pone de manifiesto cuando en reiteradas ocasiones los miembros de una comunidad, hombres y mujeres, nos reunimos en espacios determinados para reafirmar nuestra serie de compromisos en reciprocidad —como dijera Bolívar Echeverría— con los cuales garantizamos nuestra existencia en comunidad. Por ello, Carlos Montemayor apuntó que la mayoría de las narraciones orales fortalecen estas relaciones ya que algunas de ellas promueven “el fortalecimiento de tradiciones, creencias o datos religiosos y geográficos”. Podríamos decir con esto que tales narraciones fortalecen nuestra vida en común puesto que, en el fondo, develan una realidad cultural donde confluyen elementos históricos, políticos, religiosos y geográficos.

Ejemplo de ello son los relatos y meta-relatos que hemos construido y reconfigurado los habitantes del territorio zoque en torno a nuestras identidades. Se trata de narraciones en las que se pone en juego una visión geopolítica de la vida, puesto que, cargadas de una historicidad y un fundamento ontológico, representan las impregnaciones que nuestros pueblos van dejando en su tránsito por el mundo. Impregnaciones que se vuelven palpables cuando son imaginadas, recreadas y transmitidas de una generación a otra a través de la palabra viva o escrita, el cuerpo danzado o el gesto encendido. Estrechamente ligadas al cuerpo y a las expresiones faciales, ya que en ellas la gestualidad es un factor importante, son narraciones que nos hablan de experiencias, “dicen esa intimidad de los cuerpos en su historia, pero, al contar esa experiencia, la restauran y la inscriben en el mundo simbólico de sus escuchas” (Raymundo Mier Garza). Volviéndose así ejercicios de enseñanza-aprendizaje, donde el narrador o narradora que algún día fue oyente de aquello que narra y “habiendo asumido la responsabilidad de aprenderlo y volverlo a contar, nos exige a sus oyentes que, igualmente, asumamos la responsabilidad de convertirnos en futuros narradores”.

Es necesario mencionar que, así como no todos los textos escritos se consideran una obra literaria, no todos los relatos orales forman parte de una tradición literaria oral. Los relatos que constituyen una tradición de este tipo lo son porque representan construcciones complejas del lenguaje que logran trascender su temporalidad, reactualizándose en el presente debido a que su contenido denota preocupaciones de una colectividad, marca las coordenadas de la vida de un pueblo y, en virtud de ello, el mensaje debe ser preservado, transmitido por los integrantes de dicho grupo hacia otras generaciones, que lo resignifican para garantizar las bases con las que organizan su existencia. Por tal motivo, estas narraciones no necesariamente se sirven de la escritura para ser preservadas ni transmitidas, pero sí de un hábil narrador conocedor de sus tradiciones que asegure su continuidad en sus sentidos profundos.

Desde un punto de vista formal, las narraciones que provienen de una cultura oral son propensas a presentar variaciones, algunas de ellas disímiles entre sí y con diversas funciones, vinculadas a lo que se ha denominado contextos culturales específicos. Entre ellas, encontramos piezas constituidas con niveles formales distintos que van desde la narración, el canto y el rezo hasta consejos, refranes y episodios de sueños (Montemayor, 1999: 18). En mucho de los casos, los temas se centran en diásporas y fundaciones, otras veces en animales, entidades sobrenaturales y seres de las más variadas manifestaciones que toman parte dentro de la vida comunitaria, puesto que son parte de nuestras asociaciones imaginativas. Algunas de ellas ayudan a explicar fenómenos de la naturaleza o legitiman determinadas prácticas vinculadas con la comunidad; otras refieren comportamientos éticos, ejemplos de concretización social que han permitido a los pueblos reclamar una continuidad en la historia. Hay que resaltar también que, en mucho de los casos, son el medio con que interpretamos el espacio, el medio que nos circunda y que permiten vincularnos. A este propósito, escribe Paul Claval (1999: 35):

El espacio, la naturaleza, la cultura o la sociedad son tanto realidades sociales, como individuales. Están construidas a partir de representaciones adquiridas de otros, a través de procesos de comunicación. Las categorías transmitidas tienen un sentido compartido, porque se apoyan en el empleo de los mismos términos y están ligadas al reparto de las mismas experiencias. La sociedad no es una entidad superior que existiese antes que los individuos y se impusiese a ellos como viniendo del exterior: nace al mismo tiempo que la cultura, de los procesos de comunicación y transmisión que aseguran las prácticas, las competencias y los conocimientos.

Podemos decir con ello, partiendo de las tesis monadalistas o relativistas del lenguaje1, que la interpretación del espacio es una producción social que forma parte de los imaginarios colectivos, cuyas dimensiones se construyen de acuerdo a nuestras maneras diversas de comunicarnos. De esta forma las voces proferidas, las palabras en sus diversas categorías, las historias, no sólo permiten entrelazarnos entre nosotros sino, de igual manera, con los territorios que vivimos y soñamos, transitamos y recreamos.

No obstante, gran parte de la lectura —las más de las veces imprecisa— que tenemos en la actualidad de las literaturas indígenas e incluso de los pueblos originarios, la debemos a la mirada exotista y vulgar que desde hace varios siglos ha imperado en diversas disciplinas del conocimiento. Es necesario recordar que la visión marginal de las literaturas indígenas se fragua en un momento particular, anterior a la mirada del romanticismo, periodo en el que se intensifica la actividad de recopilación de una literatura supuestamente de tradición oral y primitiva, en el que los europeos, en los procesos de colonización, tiene contacto con otras lenguas, la mayoría de ellas sin escritura (Abascal, 2004: 93). En muchos de los casos esta visión, aunada al ya por entonces consolidado prestigio de la escritura, coincide con el nacimiento de los nuevos estados nacionales, época en el que se acentúa una noción canónica de la literatura, siempre en relación con los discursos hegemónicos con los que intentan legitimarse. Esta nueva visión supuso, entre una multiplicidad de consecuencias, una idea esencialista de la literatura en la cual ninguna manifestación oral podía ser considerada propiamente literatura, no sólo porque carecía de escritura sino porque, a la luz de una conciencia histórica colonial y dominante, se consideraba que los indios estaban incapacitados para la producción estética (Espino Relucé, 1999: 8).

El hecho de que la escritura hoy se erija como una de las formas de transmisión cultural mayormente difundidas en el mundo y como medio predilecto para la producción literaria, no resulta fortuito. Obedece a estos procesos históricos con los que las sociedades dominantes difundieron su doctrina universalista. Entre las múltiples repercusiones, encontramos no sólo el desplazamiento gradual de otras formas de transmisión cultural, sino también, la disolución paulatina de otros flujos existenciales de vida. Pese a tales marginaciones, estas formas de transmisión cultural han permanecido y se erigen hoy como enclaves de resistencia cultural por el soporte esencial del idioma y por la función que desempeña en la ritualización de la vida civil, agrícola y religiosa (Montemayor, 1996: 9). Ejemplo de esa resistencia es la memoria depositada en las lenguas indígenas de América. Más allá de permitirnos acceder a un repertorio de signos lingüísticos de cada una de nuestras lenguas, nos ofrecen ese acto político que es nombrar el mundo. A través de ellas podemos vislumbrar un horizonte de sentidos que animan nuestras vidas tanto espiritual como físicamente.

Es importante seguir contándolas porque, en un momento de la historia en el que las retoricas nacionales parecen imponérsenos, negando así nuestras visiones particulares de la vida, narrar y perpetuar estas historias representa un acto político de resistencia que nos confiere la capacidad de narrarnos a nosotros mismos en y desde nuestra historia.

En verdad es mucho el trabajo por hacer en torno a las expresiones culturales de los pueblos originarios. Hace falta formular todavía una comprensión que sin caer en ambigüedades, como es el caso de muchas denominaciones vigentes (tradición oral, folklore), logre dimensionar sus amplitudes.

Para ir saldando esta deuda histórica, quizá valga retomar lo planteado por Giorgio Agamben al inicio de unos de sus ensayos de El fuego y el relato, sobre las maneras de comprender la literatura, puesto que al final muy probablemente el destino de la literatura depende del sentido de cómo se la entienda.

1. De acuerdo con estas tesis, existen dos posiciones básicas sobre el lenguaje: la monadalista o relativista, la cual supone que las diferencias entre las lenguas importan más que las similitudes; y la universalista, que plantea que la estructura subyacente de todos los idiomas es la misma y por tanto común a todas las personas. (Para una discusión más amplia, ver George Steiner, 2013: 208).

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Bibliografía

Carlos Montemayor, El cuento indígena tradición oral. Notas sobre sus fuentes y clasificaciones, CIESAS: México, 1996, p. 17. Giorgio Agamben, El fuego y el relato, traducción de Ernesto Kavi, Sexto Piso: España, 2016, p. 35.

Raymundo Mier Garza, “La multiplicidad de las voces: la narración como juego de vínculos”, en Isabel Contreras Islas y Anna Dolores García Collino (coord.), Escritos sobre oralidad, Universidad Iberoamericana: México, 2009, p. 38.

Rafael Beltrán y Marta Haro (coord.), El cuento folclórico en la literatura y en la tradición oral, Univesitat de València: España, 2006, p. 209.

Gonzalo Espino Relucé, La literatura oral o la literatura de tradición oral, Abya-Yala: Ecuador, 1999.

María Dolores Abascal, Teoría de la oralidad, Universidad de Málaga: España, 2004.

George Steiner, “Whorf, Chomsky y el estudiante de literatura”, en Sobre la dificultad y otros ensayos, México: FCE, 2013.

Keving Hernán S., escritor e investigador angpøn (zoque). Ha impartido charlas sobre literaturas en lenguas indígenas de México en la University of East Anglia, Inglaterra. Publicó De animales y fábulas: narrativa tradicional angpøn, una recopilación bilingüe de cuentos en lengua zoque.

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