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LA SAGA DEL SON

RAMÓN VERA-HERRERA

En Ojarasca conocimos a Mary Farquharson gracias a un entrañable amigo mutuo que hoy nos falta, el fotógrafo Eniac Martínez, y de inmediato supimos que terminaríamos siendo no sólo amigos sino cómplices de innumerables aventuras musicales. Muy pronto Mary nos presentó a Eduardo Llerenas y desde entonces se nos abrió con ambos el entendimiento de algo que ya estaba ahí, creciendo, con la aparición de la Antología del Son de México en 1982. Seis discos resumían diversas vertientes mexicanas de ese modo de musicar que es cruce de caminos, impulsos, gestos, gustos y arrebatos. Antes de esa antología era común encajonar a lo etnográfico los torrentes de las músicas locales (y menospreciarlos sin más).

Cuando Eduardo y Mary llegaron a nuestras vidas, Eduardo era el legendario investigador que junto con Beno Liebermann y Enrique Ramírez de Arellano habían logrado estar en los lugares, encontrarse con la gente buscando entender lo que ocurría en las tocadas de los remotos rincones, de las lumbradas vaqueras, las cantinas y marisquerías, o en las calles y casas de disímiles ciudades donde ocurrían los florecimientos del son. Algo que resaltó esa colección fue que cada interpretación logra su trascendencia en el aquí y ahora de quienes tocan y cantan, sienten y vuelcan enlazando entre ellos la electricidad del instante —y del torrente de tantos años que vez tras vez regresa renovado pero claro en sus fuentes.

Se inauguraba un modo complejo de ubicar la música del son en México y el mundo. Hoy, han pasado treinta años (o por ahí), y Eduardo y Mary se hicieron compañeros de vida. Fundaron juntos Discos Corason, leyenda en el ámbito de la música surgida de variados enclaves. En Gran Bretaña Mary había recorrido un camino paralelo pero alterno a Eduardo por haber sido parte imaginante del advenimiento de la “world music” como posible reivindicación de la música surgida en lo local —de Malí y Senegal, Europa oriental, la India o Santiago de Cuba, “de los fandangos a la exaltación de los sufís, a los casettes con versos improvisados de una topada en Xichú”, el blues del desierto de Mali en París o los gitanos de Klejani.

Si como ellos mismos dicen fue “una impertinencia unir tanta tradición, tanta cultura y tanta creación en una misma etiqueta”, lo cierto es que por lo menos Mary y Eduardo nos han dejado atisbar los entrecruzamientos históricos que cada vertiente musical entraña.

Desde Discos Corason nos hacen recorrer ámbitos de lo más local y barrial hasta escenarios y estudios de grabación internacionales. Y hasta sus conexiones con otro famoso sello musical —World Circuit.

Sobre todo, constatamos vez tras vez la enorme y hermosa humanidad de Mary y Eduardo para tejer los hilos profundos que hermanan la recreación musical, las vertientes, las interpretaciones y las personas (instrumentistas, cantantes, compositores, arreglistas, ingenieros de sonido, productores y productoras de música, o gente que no para de historiar la saga musical de tantas rinconadas) como regalo que ambos han sabido compartirnos.

Hoy, Mary Farquharson y Eduardo Llerenas mantienen una columna —El Vocho Blanco—en ese nido colectivo que es desinformémonos.org desde donde con gran cariño y entendimiento comparten las historias de su encuentro con el mundo de la música tradicional, de las recreaciones locales y regionales de una infinidad de géneros y estilos, y el relato de ese advenimiento múltiple a las escenas internacionales o a nuestros cuartos más íntimos desde donde escuchamos, sentimos, nos imaginamos y vibramos con el goce y el pulso, con el rasgueo atravesado y la floritura, con el desmadejamiento del violín o la trompeta, o con las síncopas empatadas por la emoción y los sentires de las personas y sus comunidades.

En El Vocho Blanco, nos sumergen en su propia experiencia y en su maravillamiento: la vida tejida de encuentros, giras, grabaciones, conciertos, presentaciones y la promoción de los milagros.

Desde su primera entrega reivindicaron de un modo contundente su postura ante la experiencia y encuentro con la gente creadora de música: “Adelantamos que no hablaremos de la pérdida de tradiciones durante los últimos 50 años, sino de las ocurrencias de cada comunidad que recrea tradiciones, según los gustos y las necesidades de su gente. La cultura es resistente, respira profunda y exhala, cambia cuando así lo siente, nunca es estática”.

Esta actitud que nos comparten es un puente a otro lugar: uno donde el encantamiento del encuentro y los cruces de caminos se impone siempre a la pérdida, fluyendo en la respiración permanente que es recreación en sus eternos caminos de fugacidad.

El Vocho Blanco nos traza mapas para ubicar las diversas sagas del son —mexicano, caribeño, en particular el cubano y todas sus variantes—, pero también los guiños y encuentros entre África y América, entre lo europeo y lo indígena, entre las tradiciones ancestrales del oriente islámico y las de cazadores y curanderos internados en lo profundo del matorral armados de sus encantamientos musicales y sus voces de conjuro, entre los griots y los jhelis, de la India heredada por Europa con los gitanos a la infinidad de trayectos musicales, sus raptos de canto o instrumentos, pero siempre el cuerpo, el gesto musical pleno en la mutualidad: confluyendo para después estallar en recreaciones locales.

En los recuentos tejidos mes a mes, queda claro que su postura no apuesta por lo institucional o por la centralización de la cultura o la música, sino por atestiguar y celebrar el surgimiento, experimento a experimento, proyecto a proyecto, de experiencias personales o colectivas encarnadas en cada intérprete o grupo, llevando como talismán su trasfondo histórico libre pero referencial que es su cauce.

Sea en la calle o los mercados, en las fondas y antros, en las bodas y festejos, los aniversarios o el ámbito ritual comunitario, sus escenarios son infinitos. Su columna es entonces el relato de sus encuentros de total placer con “músicos que creaban, recreaban y gozaban la música en su entorno natal; que tenían el don o el destino de tocar y de encantar a la gente”.

Tal vez algunos “no quieren sonar fuera de la comunidad que es su inspiración y su referencia”, mas como dicen Mary y Eduardo, pero “si los músicos aceptan, poder compartirlo con otros”. Grabarlos, organizar su presentación pública.

Es también la recuperación de los atisbos, las anécdotas y la experiencia. “También queda lo efímero, la memoria viva de los encuentros, gestos, conversaciones y convivios”.

En sus textos se recupera por igual su lucha para lograr que los gerentes de las tiendas de discos y los promotores culturales reconocieran todas estas manifestaciones y trocaran su desdén en entendimiento. Desfilan el son arribeño y el huasteco, el jarocho y el calentano, el istmeño o el del Balsas, el meringue haitiano o la rumba cubana, el changüí o el bolero. Fluyen las discusiones sobre el violín huasteco, las diferencias de aproximación de los huapangueros antiguos y los jóvenes de las nuevas tradiciones procedentes de Hidalgo, que abrevan mediante los tendidos en los mercados a grabaciones en casette de los maestros del son. Y nos narran su encuentro con la Negra Graciana, esa arpista “a la antigua” que detonó el son jarocho en modos “nuevos”, casi nunca oídos.

Cuentan que un día, en el jardín de la casa de Mary y Eduardo, el increíble griot Salif Keita se hincó escuchando a “nueve mariachis” cantar Bésame mucho. Y comentó: “La música encuentra su casa”. Así es. Discos Corason ha sido un hogar para tanta música, y los escritos de Mary y Eduardo son una guía para recorrer los vericuetos de esa enorme casa.

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El Vocho Blanco. Columna mensual de Mary Farquharson y Eduardo Llerenas en desinformemonos.org

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