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MUJER METATE

JUVENTINO SANTIAGO JIMÉNEZ

Mi mamá había cursado unos días el primer grado de primaria porque a mis abuelos les servía más en la cocina que en la escuela y dos décadas después procreó más de nueve hijos. Entonces, ella despertaba desde antes de las cuatro de la mañana y encendía el candil que estaba colgado en la pared de lodo y piedra. Luego, iba afuera a traer leña seca para hacer la lumbre y molía el nixtamal en el metate. Mientras el comal ya esperaba ansiosamente para que echase las tortillas y almorzábamos. Enseguida, caminábamos más de una hora para llegar a la parcela donde pizcábamos maíz y frijol. Era el mes de abril y hacía calor. Para hidratarnos, tomábamos unas dos jícaras de pozol cuando descansábamos bajo la sombra del árbol de roble y desde allí veía enfrente la boca de la montaña, y a un lado sobresalían Las Piedras Gemelas que señalaban la colindancia entre El Duraznal y Cacalotepec. Unos metros abajo se encontraba una choza recién construida por Cipriano Albino y allí vivía solo porque había dejado a su esposa al enterarse que ella mantenía una relación amorosa con su primo. Antes del atardecer, fuimos a decirle que nos ayudara a cargar mazorca y cuando llegamos, él estaba dentro de su casa en cuclillas y echaba trozos de caña en una olla de barro grande que estaba cerca del fogón. Al salir al patio, vi nuevamente a Las Piedras Gemelas.

Regresamos a la parcela y al pasar en un ojo de agua, recordé que había ocurrido un accidente en aquella zona limítrofe cuando yo estudiaba el segundo grado de primaria. Era la hora de recreo y lavaba mis manos en la llave que estaba cerca de la cancha porque había terminado de jugar a las canicas. La bolsa derecha de mi pantalón se había descosido por guardar tantas canicas que ganaba en el juego e incuso buscaba una lata vieja para esconderla en la casa de zacate. Pero cuando mi mamá las encontraba, iban a parar al monte. Creo que ella no me quería y “tengo centenares de recuerdos de este tipo, y a veces, de pronto, se despierta uno de ellos y me oprime la garganta”, decía Fedor Dostoiesvki en Memorias del subsuelo. Aún seguía allí echándome agua en mis cachetes cuando llegó mi tío Rogelio vestido como los soldados: camisa y pantalón verde y botas de hule. En el hombro derecho traía colgado un rifle viejo y éste se parecía a los dos que había dejado mi papá al morir. El primero, mi mamá lo había vendido a Federico que era de Cotzocón. El segundo, lo llevó mi tía Amalia con la promesa de que pagaría, pero jamás pagó.

Mi tío se veía exhausto y dentro de la boca tenía un pañuelo rojo porque había trotado cerca de una hora. Enseguida, buscó al comité de padres de familia para que anunciaran a través del aparato de sonido que la esposa del nuevo agente de policía municipal había volado en Las Piedras Gemelas. Imaginé que aquella mujer se había convertido en algún ave. Ellos llevaban una semana de haber asumido el cargo y por la mañana se habían trasladado a la colindancia para “cerrar el camino”, que era uno de tantos rituales que las nuevas autoridades tenían que realizar para protegerse de los enemigos humanos y no humanos. Le habían pedido a mi tío que los acompañara y mientras él estaba recostado vio cómo la esposa del agente engullía la comida. Parecía como si alguien le hubiese hablado al oído para que comiera aprisa porque minutos después, la señora fue alzada al aire y aventada hacia el barranco. Fue así como mi tío había salido trotando. Cerca de las tres de la tarde, la gente llegó al lugar de la tragedia y encontraron a la señora montada sobre la rama de un árbol. Todavía su cuerpo no enfriaba totalmente, pero ya estaba muerta. La sangre no paraba de escurrir entre sus piernas y pronto las hojas secas se tiñeron de rojo. Para cargarla, armaron algo así como una escalera y en la vereda continuó cayendo más sangre. Al día siguiente por la mañana bajamos a la agencia a dejar unas veladoras y ella estaba envuelta en un petate. A mi mamá le sirvieron una copa de mezcal y a mí café. Allí escuché varias hipótesis en torno al percance, pero no le presté mayor atención porque yo sólo pensaba en jugar a las canicas y que algún día me compraran una resortera para matar a los pájaros mientras comían las mazorcas.

Dejamos de pizcar justo cuando el sol nos hizo creer que estaba escondido detrás de los cerros y Cipriano no había llegado a ayudarnos para cargar los costales de mazorca. Así que tomamos la vereda rumbo a casa y cada quien llevaba una pequeña carga. Habíamos caminado poco, pero nuestra ropa ya estaba empapada de sudor. Entonces, al cruzar el segundo río, tomamos agua y descansamos. De pronto, vimos al otro lado de la vereda que venía corriendo un venado y nos escondimos. Mientras mi mamá esperó detrás de una piedra y cuando el venado se detuvo a tomar agua, ella le propinó un golpe certero en la cabeza. Sin embargo, no murió y huyó río abajo donde había cultivo de café y allí vivían Luis Gregorio y su esposa Camerina. Ellos mataron el venado con una coa y cuando llegamos, el animal yacía en el suelo. Era una hembra y Luis comenzó a quitarle la piel con un cuchillo. Allí nos atrapó la noche porque esperamos a que nos dieran un pedazo de carne. Almorzamos caldo de venado con hoja de aguacate y sabía riquísimo. Nuevamente bajamos a la parcela para seguir con la cosecha de maíz y frijol, pero el hecho de haber matado al animal con tanta facilidad sugería que no tardaría mucho tiempo en llegar la venganza del venado…

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Juventino Santiago Jiménez, escritor ajuuk (mixe).

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