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PROTEGER DEL CRIMEN A LA GENTE

HERMANN BELLINGHAUSEN

SIN BALAZOS, PERO ES IMPERIOSO GARANTIZAR SEGURIDAD Y JUSTICIA

Sí, ya entendimos. Atrás quedó la guerra contra el narco que declarara irresponsablemente Felipe Calderón cuando llegó a la presidencia en 2007, creyéndose un Álvaro Uribe más, y que tanta violencia y sufrimiento significó para la población, sin resultados positivos en cuanto a su presunta intención de combatir al crimen. No saneó la corrupción, más bien sirvió de nuevo trampolín para la descomposición institucional, encumbrando a personajes como el súper fiscal Genaro García Luna, hoy preso en Estados Unidos, y prácticamente estableció un narco-Estado mal encubierto. En paráfrasis sangrienta de la rosa de Gertrude Stein, una guerra es una guerra es una guerra.

La estrategia militar y policiaca del calderonato fue continuada con algunos ajustes y nula atención a las prácticas corruptas y las complicidades institucionales durante el gobierno terminal priísta de Enrique Peña Nieto. Los resultados siguieron siendo desastrosos y la violencia no amainó. Las cifras del horror siguieron creciendo.

A su arribo a la presidencia en 2018, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) anunció una nueva estrategia, no de combate sino contención de las actividades criminales y un cierto reparto económico para los pobres. En principio pareció preferible, sobre todo si se lograba disminuir la violencia incontrolada de las partes enfrentadas: los criminales y las fuerzas armadas en las entidades más golpeadas por la descomposición. Sin embargo, con ello se consolidó el dominio territorial ganado por cárteles, pandillas y paramilitares.

En uno de sus tantos coloquialismos, AMLO anunció una política donde prevalecerían los abrazos sobre los balazos. Lo ilustró pronto yéndose a abrazar con la mamá del Chapo en la madriguera de Badiraguato, como si los programas sociales pudieran competir con la dolariza y el miedo. Ha transcurrido la mitad del sexenio, y aunque no disparen los helicópteros y sean menos frecuentes las víctimas del fuego cruzado, no se impiden ejecuciones dirigidas, enfrentamientos entre bandas rivales, masacres en velorios, fiestas y actos de resistencia. Los paramilitares disparan contra comunidades indígenas sin ningún obstáculo en Oaxaca, Guerrero, y sobre todo Chiapas contra los zapatistas y contra otros (Aldama, Nuevo San Gregorio). No cesan las ejecuciones de defensores del territorio, el medio ambiente y los derechos de los pueblos indígenas y campesinos. Los asesinatos de periodistas son constantes. Oficialmente disminuyeron los homicidios dolosos en entidades como la Ciudad de México. Pero la realidad y los efectos de la criminalidad (desapariciones, emboscadas, lluvia de balas en comunidades y colonias) no cambiaron en el país.

La inacción, la pasividad, la tardanza para actuar y aplicar la ley en graves hechos violentos por parte de la Guardia Nacional, el Ejército federal y las fuerzas judiciales permiten que, de la Sierra Tarahumara a los Altos de Chiapas, pandillas de taladores y motonetos aterroricen a la población sin detenidos ni consecuencias penales. No son muy diferentes los días de plomo para los tsotsiles y tseltales de Aldama, Pantelhó y Cancuc, los nahuas de Chilapa y la Montaña de Guerrero, o bien urbes: Acapulco, Chilpancingo, y ahora San Cristóbal de Las Casas. Continúan las atrocidades contra migrantes mexicanos y centroamericanos, las ejecuciones de defensores territoriales en Morelos, Oaxaca, Chihuahua, Veracruz.

Súmese la impunidad de criminales plenamente identificados y ubicados, contra quienes las autoridades no actúan para, presuntamente, evitar la violencia. El plausible intento de controlar la fuerza de fuego gubernamental no se tradujo en menor violencia, si acaso el fuego proviene de un solo lado, pero sin freno ni contrapesos. La aplicación de justicia y la recuperación de territorios usurpados está pospuesta, diferida a un impreciso futuro.

Las alarmas no han dejado de sonar. Muertes y desplazados por la violencia se acumulan, los feminicidios, las desapariciones, los reclutamientos forzosos (a veces auténtica leva de las bandas criminales). Necesita ocurrir algo de impacto mediático como el gratuito asesinato de dos misioneros jesuitas en la Sierra Tarahumara para que las alarmas reciban respuesta desde el Palacio Nacional y el mismísimo Vaticano. Y no siempre es sensible la respuesta. Para el presidente no son lo mismo los jesuitas que los curas del norte de Jalisco, decenas de ellos amenazados y extorsionados. Y si los retenes del narco le tocan al cardenal tapatío, pues que se aguante, es amigo de la derecha y los empresarios. Al endurecer sus críticas los jesuitas, el presidente les dio carpetazo “por no denunciar” a las autoridades locales las actividades del Chueco. Un argumento desarmante.

El perfil visible de las víctimas, y la extensión geográfica de la violencia unilateral e impune llevan a pensar en un cambio en la estrategia benigna y amorosa del Estado, hasta ahora inalterada. Se escuchan voces autorizadas que plantean la urgencia de impedir la impunidad y la normalización de la hegemonía criminal en Chiapas, Sinaloa, Guerrero, Chihuahua, Michoacán, Jalisco, etcétera. No se van a acabar solas.

Según reportó el 26 de junio el corresponsal de La Jornada en Chihuahua, Jesús Estrada, durante la misa decuerpo presente para los sacerdotes jesuitas Javier Campos y Joaquín César Mora, asesinados el 20 de junio en Cerocahui, hubo un reclamo político contra la estrategia de seguridad pública de López Obrador.

“Respetuosamente pido, señor presidente de la República, que revise su proyecto de seguridad pública, nuestro tono es pacífico, pero alto y claro, invitando a que las acciones de gobierno acaben con la impunidad; son miles los dolientes sin voz que claman justicia en nuestra nación. Los abrazos ya no nos alcanzan para cubrir los balazos”, expresó desde el púlpito el clérigo de Creel, Javier Ávila Aguirre.

La nota registra que estas palabras arrancaron “aplausos de los feligreses, adentro del templo y afuera, donde alrededor de 200 católicos escucharon la homilía, pues policías y edecanes restringieron el acceso con el argumento de cumplir protocolos de protección civil”.

Se vigilan pues misas y actos electorales, pero no la cotidianidad de la gente, ni siquiera de la oficialmente “buena”. Personajes como El Chueco, hoy célebre tras asesinar como si nada a dos jesuitas y un guía de turistas, son parte del paisaje y la vida social. Las armas en manos de estos delincuentes son abundantes, y ellos sí las usan cuando les apetece. Han disminuido las aprehensiones de capos mayores y sus cómplices “civiles”. La Guardia Nacional llega cuando los “malos” ya se replegaron, como ocurre constantemente en Chiapas. Nunca se desarma a los grupos paramilitares.

Parece necesaria la expedita presencia disuasoria de las fuerzas del orden en los lugares donde se sufren las acciones de los criminales. Y es indispensable desactivar efectivamente a los paramilitares de Santa Marta, Chenalhó, pues no es un simple conflicto intercomunitario. Zedillo no actuó antes de la masacre de Acteal pues el paramilitarismo era parte de su plan; lo que sucede hoy no es lo mismo, pero el laissez faire puede llevar a similares y lamentables resultados.

La justicia no alcanza a las víctimas. No se aplica a los agresores, ni a los cobradores, ni a los traficantes de drogas y personas, a menos que caigan in fraganti en aduanas y puestos de revisión. Donde los intereses mineros y turísticos están de fondo, criminales, facciones políticas descompuestas y paramilitares pueden actuar sin obstáculos.

Si no se frena a los criminales y se recuperan los territorios comunales usurpados, aunque se abrace a las víctimas, las cosas no cambiarán. El país ya está militarizado. Afortunadamente, las policías parecieran tener más tensas las riendas que controlan sus abusos. Pero la violencia, la descomposición y la impunidad siguen. Se requiere una revisión profunda en cuanto al uso de la fuerza legal y la acción eficaz de investigadores y tribunales.

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