Las principales conclusiones: limitaciones y pendientes
Aunque se cubrieron una gran diversidad de temas, es clara una dispersión analítica en los estudios sociales. Esto muestra una ausencia de marco conceptual que integre toda esta serie de estudios. Este marco base lo podrían proporcionar los estudios de gestión del desastre (Díaz-Caravantes et al., 2021a).
La ciencia, la cual debió arrojar con prontitud evidencias del daño ambiental y social en la toma de decisiones, tuvo una reacción limitada ante el derrame. Si bien se conformaron y financiaron tempranamente equipos científicos para la investigación, fueron liderados desde el centro del país por el Instituto de Ecología y el Instituto de Geología de la UNAM, lo cual resultó en un significativo desconocimiento de los procesos locales (Luque et al., 2019).
Además, los reportes de estos estudios no salieron a la luz sino de manera intermitente o años después del derrame. Y ello por haber firmado un convenio de confidencialidad, impidiendo alguna posible incidencia (Luque y Murphy, 2020).
Tampoco existió una política científica interdisciplinaria, pues los integrantes de estos equipos eran expertos en temas biofísicos y no en los sociales. Estos últimos tuvieron que abordar el tema gradualmente, desde sus propios recursos, con pequeños proyectos o por medio de las direcciones de tesis.
Para cuando se difundieron las primeras conclusiones del impacto social en las comunidades, ya el gobierno había terminado la fase de emergencia. Peor aún: para cuando difundieron el grueso de las publicaciones de 2017 en adelante, el gobierno había dado por extinto el Fideicomiso Río Sonora, aludiendo a que ya no había problemas derivados del derrame.
Estos dos aspectos, la dispersión temática y la tardía reacción temporal, deja ver un hecho importante: así como los habitantes del río Sonora no estaban preparados para enfrentar el peor desastre ambiental de la minería, tampoco lo estaban los encargados de las directrices de la ciencia en México. Para Luque y Murphy (2020), la falta de protocolos ante este tipo de emergencia exhibió los problemas de una política centralizada y discrecional de ciencia y tecnología.
Las limitaciones abren a su vez líneas de investigación que necesitan ser cubiertas en un corto plazo. Una falla que resulta inaudita para este tipo de situaciones es la ausencia de integración de un equipo de científicos de la salud que haya monitoreado y analizado la evolución de los pobladores en todos estos años. Fuera de los primeros estudios realizados por Cofepris en 2014 y los de Cenaprece en 2022, no se encontró algún estudio epidemiológico sobre la salud de los pobladores. Por lo sensible del tema, resulta hasta ominosa esta ausencia.
Otra gran deuda que queda para el estudio y atención del caso, es que nunca se integraron equipos de expertos en derecho ambiental. Como se expone en el libro, a casi una década de ocurrido el evento, no ha habido ni una rápida ni adecuada reparación de daños. Y ello se debe en parte por la falta de especialistas en el tema que brinden solución expedita a los damnificados.
Por eso es necesario un sistema judicial y un conjunto de expertos formados en el principio precautorio. En efecto, mientras no se tome en cuenta con seriedad este principio y los juicios estén sujetos a la realización de estudios altamente costosos fuera del alcance de las personas afectadas, las empresas siempre tendrán ventaja, al tener los recursos económicos para gestionar las cosas a su favor.
Hasta el momento, tampoco ha habido un análisis de la caótica transición de responsabilidades durante estos diez años; ya han pasado varios gobiernos federales y estatales y también municipales, y el desempeño institucional es insuficiente. No hay un documento que analice a profundidad qué se hizo bien y qué faltó dentro de lo que se consideraría una gestión integral del desastre.
Si no ha habido un documento de tal naturaleza, mucho menos existe un plan de contingencia ante este tipo de eventos desastrosos que no solo prepare a la población, sino que reduzca el peligro de fuentes de contaminación como presas de jales, plantas de lixiviados, etcétera.
El otro desastre
De acuerdo con la Estrategia Internacional para la Reducción de Desastres de las Naciones Unidas, un desastre se define como: “una interrupción grave del funcionamiento de una comunidad o sociedad que implica pérdidas e impactos humanos, materiales, económicos o ambientales generalizados, que excede la capacidad de la comunidad o sociedad afectada para hacer frente con sus propios recursos”.
Para los estudiosos del caso del río Sonora, el derrame de 2014 puede considerarse un desastre debido a las pérdidas económicas, culturales y, por supuesto, de salud (Díaz-Caravantes et al., 2021a; Luque y Murphy, 2020; Toscana y Hemández, 2017).
Dada la limitada e ineficaz atención de este primer desastre por las dependencias gubernamentales, podemos concluir, sin dudar, que en el caso del río Sonora hubo un segundo desastre: el desastre institucional. Afirmamos lo anterior partiendo de que en el caso del río Sonora se identifica una incapacidad gubernamental grave que no pudo, o no quiso, hacer frente a lo que es el peor desastre ambiental de la industria minera del país.
Una inequitativa y conflictiva indemnización; una limitada, casi nula, atención a la salud; un menosprecio informativo hacia las poblaciones; incumplimientos en lo planeado, como las plantas potabilizadoras, y una justicia que no ha llegado son evidencia de la incapacidad institucional ante un desastre de esta magnitud.
Cabe preguntarse para quién es conveniente el desastre institucional en la atención del desastre físico. El gran ganador sin duda alguna es Grupo México, el cual continúa extrayendo minerales como si nada hubiera ocurrido. Lo que pudo ser un ejemplo de gestión del desastre y justicia socioambiental se ha convertido en una serie de menosprecios por la población.
Es importante recordar que lo que está en juego no es el futuro de las políticas económicas ni la competencia entre países por avanzar en el ajedrez de las potencias. Lo que verdaderamente está en juego es la salud y tranquilidad de las poblaciones que viven en riesgo. Un riesgo que no pidieron ni merecen. Al ser entrevistadas sobre cómo percibían el futuro, algunas personas lo veían con temor por la emergencia de enfermedades y la posibilidad de otro derrame debido a la nueva presa de jales y a las operaciones de las minas en la región.
Hasta hoy, el Plan de Justicia de Cananea-Río Sonora no se ha traducido en una atención expedita y contundente como se prometió. Parece más bien otra simulación, como lo fue el fideicomiso, para aparentar que se trabaja por resolver el problema. Pero en realidad se apuesta al olvido, al desgaste social y a mantener la situación previa al derrame. Esta publicación busca que esto no ocurra.