Triple crisis: cambio climático, pérdida de biodiversidad y contaminación
Juan Mayorga
Los filósofos y lingüistas lo saben desde siempre: nada de este mundo existe en la mente humana ni en el imaginario social sin palabras que lo nombren y lo definan.
El problema es que las crisis ecológicas del planeta se agolpan vertiginosamente ante nuestros ojos mientras no acabamos de desarrollar un vocabulario que dimensione con justeza los problemas derivados y nos permita trabajar en su solución.
Sin hacer un recuento histórico exhaustivo, hay que partir por reconocer las limitantes de nuestras herramientas conceptuales.
Ambiente, la principal de ellas, es una palabra heredada del latín ambiens que literalmente significa (según la RAE) “lo que rodea a algo o alguien”. Es decir, el ambiente abarca absolutamente todo alrededor nuestro.
No discrimina entre lo vivo y lo no vivo, lo biológico y lo físico-químico, lo natural y lo antropogénico.
(La palabra inglesa environment, proveniente del francés antiguo, corre con la misma suerte: arrastra, acaso inadvertidamente, la idea de lo que está rodeado, cercado o encerrado, sin precisar nada fuera de esa condición).
El problema, entonces, es que las palabras que lo abarcan todo resultan inútiles a la hora de disectar las parcelas del conocimiento más estrechas.
Estas palabras tan abiertas se llenan fácilmente con la primera posibilidad de significado que se abre ante la necesidad de actuar. Como un embudo de mano tratando de canalizar una ola del mar.
Por ejemplo, el medio ambiente por mucho tiempo ha sido sobrerrepresentado por bosques templados, rebosantes de pinos y encinos, y por los mamíferos locales que cautivan nuestra atención: el conejo, el lobo, la zorra, el oso.
Por el contrario, ecosistemas como los desiertos quedan desplazados por su escasez de verdor y exhuberancia, igual que especies poco carismáticas o estigmatizadas como los hongos o los artrópodos. Por consecuencia, son ignorados, marginalizados y abandonados a su suerte en medio de la crisis por la vida.
Además del ambiente –medio ambiente constituye una redundancia, según nos insistía un profesor de ciencias políticas de la Universidad Nacional Autónoma de México–, el resto de nuestro vocabulario es vago y obtuso.
La palabra “naturaleza” es una invitación a la romantización de cualquier expresión del entorno vivo, construida sobre una mitología grecolatina poco menos que olvidada.
La palabra crisis (del griego krinein y krisis) es tan ambigua que ni siquiera prejuzga entre lo bueno y lo malo. Solo se refiere al punto decisivo, regularmente el transcurso de una enfermedad: el preámbulo para la vida o la muerte. (En su carrera frenética por cultivar esperanza como fuerza social, el maestro y amigo Gustavo Esteva solía destacar vehementemente la oportunidad implícita en las crisis).
Tal vez la palabra menos conflictiva sea planeta, una reminiscencia del griego que pasó de describir a los entes errabundos que giraban alrededor de la tierra en la teoría geocéntrica a ser la representación inequívoca de esferas cósmicas que, como la nuestra, integran esta y millones de galaxias según la astronomía moderna.
Con esta caja de herramientas conceptuales a la mano, empezamos a hablar de una crisis planetaria en las primeras dos décadas de este siglo XXI, pero aun teniendo como referencia el aumento de la temperatura promedio del planeta.
La palabra llegó como una evolución forzada ante la urgencia de este fenómeno, pasando de “calentamiento global” a “cambio climático”, “crisis climática” y “colapso climático”, este último del inglés climate breakdown popularizado por The Guardian y Extinction Rebellion.
Personalmente me aferro a “calentamiento global” porque creo que es la que mejor describe lo que está pasando: un cambio ocasionado por la acción deliberada del ser humano en la estabilidad geológica, que tiende como promedio al calentamiento. Cambio climático, creo, es un retrato descafeinado que regatea la agencia y la intencionalidad humana ante una dimensión tan general como el clima, que ciertamente ha cambiado espontáneamente muchas veces en la historia de este planeta.
Pero en los últimos 15 años se ha vuelto evidente que los problemas que le causamos al planeta van mucho más allá del clima y los gases de efecto invernadero acumulados en la atmósfera. Entonces hemos echado en falta palabras más precisas.
Si estrictamente no tienen tanto que ver con el CO2, la curva de Keeling o el efecto Albedo, ¿cómo nos referimos a la contaminación por microplásticos que ya alcanzan nuestra sangre, tejidos y órganos internos? ¿Cómo dimensionamos a los gases que no calientan la atmósfera pero que sí nos pican la nariz y atizan las epidemias de asma o cáncer pulmonar? ¿Cómo regulamos las plantas y animales que, si bien nos gustan o nos rinden frutos, son a fin de cuentas especies invasoras que afectan nuestros ecosistemas?
De manera particular, lo apabullante del deterioro ambiental llevó a un renacimiento de la agenda de la biodiversidad, que durante décadas había quedado eclipsada por todo lo que sonara y pareciera a cambio climático.
Históricamente más vieja y desarrollada –al menos en aspectos concretos como pérdida de hábitat y extinción de especies–, la carrera por salvar la biodiversidad pasó a un segundo plano desde finales del siglo pasado, cuando los científicos sonaron la alarma de las nuevas heridas que infligíamos en el planeta, como el agujero en la capa de ozono y la acumulación de gases de efecto invernadero.
Tanto cambio climático como biodiversidad –además de su hermana menor, la desertificación de la tierra– recibieron toda la atención institucional de Naciones Unidas después de la Cumbre de Río de 1992.
En ese año se formaron convenciones ad hoc para cada una, dotadas de estructura, presupuesto y mandatos específicos para atender sendos problemas.
Pero la agenda gris del clima es también la de las grandes industrias energéticas y, por lo tanto, la que se mueve entre más dinero. Eso, entre otras razones, le mereció más presupuesto y más visibilidad.
De las tres convenciones de Río, la de cambio climático es la única que tiene Conferencias de las Partes (COP) cada año, mientras que biodiversidad y desertificación de la tierra se deben resignar a coincidir presencialmente cada dos años porque ni la flora, ni la fauna, ni los suelos que los sostienen son tan valiosos en la economía contemporánea como para pagar su discusión anual.
La emergencia y reemergencia de agendas ambientales llevó no solo a la confusión de parte de los gerentes de lo público y tomadores de decisiones alrededor del mundo.
También evidenció lo absurdo que es fragmentar la comprensión y el cuidado de la vida en nuestra única casa común. Ahí nació la idea de “la triple crisis planetaria”.
Esta expresión se refiere al cambio climático, la pérdida de biodiversidad y la contaminación en todas sus formas. Fenómenos que por sí solos han alcanzado niveles alarmantes de disrupción en la estabilidad planetaria, pero que combinados se potencian hasta amenazar la viabilidad de nuestra civilización.
Pero, ¿en qué momento apareció esta triple crisis? O mejor dicho, ¿en qué momento comenzamos a hablar de ella? Los antecedentes científicos tienen raíces muy profundas en el tiempo, pero el término no saltó al vocabulario público sino hasta 2021 con el lanzamiento del reporte Hacer las paces con la Naturaleza, comisionado por el Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA).
Antonio Guterres, el secretario general con la retórica más enérgica que haya tenido Naciones Unidas para condenar el colapso ambiental, aseguró en el lanzamiento de este reporte que las consecuencias de esta triple crisis son prueba de que “la humanidad está librando una guerra contra la naturaleza”. Ergo, la única vía posible es transformar nuestra relación con ella. En una frase, hacer la paz.
El lanzamiento oficial de la triple crisis planetaria se dio en medio de la pandemia por Covid19. La frase cayó en suelo fértil porque en ese momento era fácil visibilizar las consecuencias de nuestras acciones como especie en la salud global.
La comprensión colectiva abrevó del nervio sensibilizado por una emergencia capaz de confinarnos en casa y de arrebatarnos a nuestros seres queridos.
Si el calentamiento global, el cambio climático o la crisis civilizatoria aparecían todavía distantes y etéreas ante muchos, la pandemia nos puso en las narices cómo la intrusión humana en ecosistemas naturales puede activar una trampa viral con el potencial de poner en jaque al tejido humano que envuelve al globo.
En los tres años que han seguido, la triple crisis civilizatoria ha ganado terreno en la agenda ambiental por su capacidad de quitar el monopolio de la atención al calentamiento global y de considerar otros factores que se incluyen en el colapso actual.
Sin embargo, el tiempo sigue su marcha y la capacidad de atención en tiempos de hiperconectividad y redes sociales es más limitada que nunca. A la pandemia siguió la inflación, la crisis económica, la disputa de la hegemonía global, las guerras y la crisis de los sistemas democráticos.
A medida que el mundo gira y la agenda ambiental se complejiza, revelando los siempre mayores daños que causamos a los sistemas vivos sin siquiera saberlo, la triple crisis planetaria también muestra sus limitaciones.
¿Por qué referirnos a tres dimensiones de la crisis si seguimos descubriendo nuevas? ¿Quién las clasifica y con qué criterios lo hace? ¿Esas crisis que se ven desde los paneles científicos de Naciones Unidas son las mismas que vemos desde los territorios de la periferia global donde la flora, la fauna y hasta la ciencia son distintas? ¿Cómo ordenamos este universo infinito de crisis con herramientas teóricas generales que luego nos permitan trabajar en la especificidad de nuestros ambientes y ecosistemas?
En el norte de Europa, un equipo de científicos dirigidos por el Dr. Johan Rockstrom propuso en 2009 un marco distinto basado en nueve categorías, a las que llamó “fronteras planetarias”.
Se trata de dimensiones de la Tierra en las que se propuso vigilar “un espacio seguro para el desarrollo humano”: cambio climático, acidificación de los océanos, agujero en la capa de ozono, flujos biogeoquímicos, cambios en el agua dulce, cambios en el uso del suelo, pérdida de biodiversidad, contaminación por partículas en la atmósfera y contaminación química.
En septiembre pasado, casi 15 años después, otra generación de investigadores logró cuantificar el estado de estos nueve semáforos del planeta.
La conclusión es que hemos cruzado seis de ellos, una noticia alarmante que debía ocupar los principales titulares del mundo si no le hubiéramos dado más importancia al melodrama político Biden-Trump, la invasión rusa a Ucrania o la masacre perpetrada por Israel en Gaza.
Pero tal vez el haber ignorado esta noticia de trascendencia planetaria se deba simplemente a que el paradigma de las fronteras planetarias es difícil de asimilar. A la gente de a pie le vale un pepino lo que son los cambios en los flujos biogeoquímicos o la acidificación de los océanos.
Mientras tanto, en mi limitada experiencia como periodista especializado en medio ambiente, las audiencias responden mejor a conceptos que conocen: cambio climático, pérdida de biodiversidad y contaminación. Tres dimensiones de la salud de la casa común con las que estamos bastante familiarizados y que es fácil aglutinar bajo el concepto de la “triple crisis planetaria”.
El momento público de la triple crisis planetaria pareciera haber pasado, pero no su validez científica ni su pertinencia política. Más aún, el concepto de la triple crisis pareciera brillar ahora por su simpleza y capacidad de transportar el mensaje con eficiencia.
Pese a los límites de este concepto, conviene aferrarnos a él para lograr un entendimiento colectivo común y un trabajo unificado.
Saber deconstruirlo conforme la coyuntura y el contexto: cambio climático al hablar de energía, pérdida de biodiversidad al hablar de crecimiento urbano y desertificación de la tierra ante la producción agroalimentaria, por ejemplo.
Saber hacer zoom in hasta el conflicto ambiental de nuestro barrio, ejido, ciudad, pueblo o país, y luego zoom out hasta situarnos en la mirada de la estratósfera donde se acumulan los gases que amenazan nuestra existencia.
Quedan poco menos de seis años para realizar algunas de las acciones clave para revertir la triple crisis planetaria. Entender el concepto, aprender a blandirlo y mantenerlo afilado como una de nuestras mejores herramientas es otra actividad clave si queremos cantar victoria en el 2030.
Juan Mayorga
Correo-e: jpmayorga.g@gmail.com