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LOS MOVIMIENTOS SOCIALES Y EL NUEVO GOBIERNO

Daniel Montañez Pico

La sorpresa y la alegría fue mayúscula. Después de décadas de fraudes electorales y guerra sucia, Andrés Manuel López Obrador, líder del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), arrasó en las elecciones mexicanas del pasado 1 de julio con una amplia mayoría que se celebró por todo lo alto porque significaba, ante todo, retomar la dignidad institucional del país. Desde entonces, los motivos de su victoria se han debatido intensamente en todo el mundo. Se mencionan aspectos tácticos, como su conquista de los estados norteños, donde prometió que acabaría con el narco a través del diálogo pacífico y la legalización de las drogas, o su pacto con las élites conservadoras del homófobo y antiabortista Partido Encuentro Social (PES). También se discuten dimensiones ideológicas, como su desmarque de los gobiernos progresistas, en especial de Venezuela, aparcando la discusión sobre la nacionalización de recursos o el imperialismo (no hay más que ver lo bien que se lleva con Trump) y elaborando un discurso sobre la necesidad de una política nacional contra la corrupción, la violencia estructural y la recuperación de la confianza de sectores sociales abandonados que recuerda a las tendencias de gobiernos latinoamericanos de izquierda moderada como el de Lula en Brasil o los Kirchner en Argentina.

Lo más comentado fue su construcción de un relato basado en presentarse como el único líder capaz de regenerar la terrible situación del país regresando al espíritu guadalupano de las clases populares, en la línea de los más notables políticos de la historia de México, llegando a compararse con Miguel Hidalgo, Benito Juárez, reformista y modernizador del país en el siglo XIX, y Lázaro Cárdenas, nacionalista que terminó de implementar reclamos de la revolución de 1910 como la reforma agraria. Este último punto es considerado de forma amplia como el que principalmente ha devuelto la esperanza a una mayoría de ciudadanos que ven en AMLO al único líder capaz de revertir una situación política y social que se ha vuelto insostenible en los últimos 30 años.

En toda esta historia falta un componente fundamental, bastante opacado ante la apabullante figura mesiánica del líder: los movimientos y fuerzas sociales. Desde el decaimiento del régimen del PRI, que comienza simbólicamente en la plaza de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968, los movimientos sociales no dejaron de surgir en todos los sectores demandando dignidad frente a la terrible situación social creada por las políticas neoliberales y el autoritarismo del gobierno. Antiguos sectores fundidos en el PRI —que se había convertido en un partido-Estado corporativo desde los años 40 gracias en parte a la bonanza económica momentánea que tuvo la región después de la Segunda Guerra Mundial— como los maestros y electricistas, fueron abandonando el antiguo pacto corporativo ante las sucesivas traiciones de las élites y pasaron a formar parte de las fuerzas sociales enfrentadas al sistema. Así comenzaron a surgir sindicatos autónomos y organizaciones sociales que presionaban al Gobierno mientras este agudizaba la crisis afianzándose en su giro neoliberal.

Un epítome de este proceso fue el alzamiento del EZLN en Chiapas el 1 de enero de 1994, mismo día que México entraba como socio en el Acuerdo de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá. Este movimiento luchaba por recuperar la dignidad de la población indígena, una de las más afectados por las reformas neoliberales. Pero el gobierno no cedió ni un ápice y siguió reprimiéndoles, traicionando cualquier conato de negociación, como fue el caso de los Acuerdos de San Andrés firmados con el EZLN en 1996.

En esta coyuntura tan larga de movilización en donde no se conseguía forzar cambios en el gobierno, los movimientos, lejos de venirse abajo, se reforzaron mediante el giro hacia un horizonte político comunitario y popular basado en la autogestión y en la recuperación de saberes locales ancestrales, negados y reprimidos por siglos de colonialismo y racismo estructural. Fue el caso de la evolución del EZLN hacia la incorporación de filosofías y cosmovisiones de los pueblos mesoamericanos en su proyecto político. Mientras AMLO y sus seguidores peleaban la escala nacional y electoral, estos sectores comunitarios y populares fueron creando un andamiaje de organizaciones sociales autónomas que incluían desde proyectos de autogestión alimentaria y artesanal hasta sus propios sistemas de educación, seguridad y administración de justicia. John Holloway concibió estos esfuerzos como una fuerza que “cambiaba el mundo sin tomar el poder”, aunque más bien creaban sus propios poderes con lógicas diferentes al poder del Estado y a todo el horizonte civilizatorio capitalista, colonial, racista y patriarcal de la modernidad impuesto desde hace más de 500 años. Y a la par de la construcción de este proyecto alternativo siguieron minando y desnudando el poder autoritario, corrupto y neoliberal del gobierno del PRI, sosteniendo dignas demandas como la aparición con vida de miles de desaparecidos, incluidos los 43 estudiantes de Ayotzinapa, y creando toda una cultura nacional de rebeldía. En definitiva, estos movimientos y fuerzas sociales fueron determinantes para que López Obrador pudiera conseguir su objetivo de ganar las elecciones, sin su presencia y sus prácticas de lucha que desnudaron el mal gobierno imperante ninguna táctica, ideología o estrategia, por buena que fuera, hubiera podido vencer rotundamente en las urnas.

Entonces surge una pregunta necesaria: ¿cómo será la relación del nuevo gobierno con estos movimientos sociales que han creado gran parte de las condiciones de posibilidad de su triunfo? La respuesta no es fácil. Por un lado, el nuevo gobierno tratará de ir cumpliendo algunas demandas de cada movimiento y cooptando, como ya ha empezado a hacer, a todos los líderes, lideresas y organizaciones sociales que pueda, reeditando el antiguo pacto corporativo. Y muchos no resistirán a ello, pues llevan décadas luchando y sufriendo, y cualquier atisbo de mejora puede ser bien recibido, lo cual es comprensible. Por otro lado, los movimientos que ya no confían en ninguna vía institucional, sea del signo ideológico que sea, optan por continuar la confrontación. Y en medio de estos dos polos, cooptación y confrontación, surgen posiciones intermedias, como las de quienes sostienen que se pueden ocupar espacios institucionales de forma crítica sin ser cooptados y que es necesario hacerlo porque si no los ocuparán fuerzas de derecha camufladas de movimientos ciudadanos, o los que siguen insistiendo en la idea de una candidatura propia, como la del Congreso Nacional Indígena (CNI), con la idea de comunalizar, descolonizar y despatriarcalizar el poder del Estado. En cualquier caso, a nadie conviene la disolución de los movimientos, pues son la semilla de un nuevo mundo y uno de los grandes frenos a la voracidad del capitalismo, el racismo y el patriarcado, esté quien esté en el Gobierno. Ante este nuevo panorama parece que los movimientos tendrán que repensar sus horizontes, agendas y prácticas de lucha, como han tenido que hacer movimientos de otros países de la región frente a la llegada de gobiernos progresistas, donde se han visto situaciones similares en donde aparece la posibilidad de avanzar demandas colaborando de forma crítica pero a la vez siempre bajo el peligro de la cooptación. Atender a la experiencia reciente de países como Bolivia, donde con el Movimiento al Socialismo (MAS) de Evo Morales sucedió algo similar, puede resultar un buen comienzo.

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Publicado originalmente en Gara.

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