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Comunicación interoceánica III

Carlos Manzo

Permanente pretensión del imperio

Los pueblos originarios del Istmo de Tehuantepec, desde Moloacán hasta San Mateo del Mar, es decir desde la costa nahua del Golfo de México hasta las marismas ikoots de la Mar del Sur, fueron casi siempre ignorados en términos agrarios por los nacientes gobiernos republicanos del siglo XIX. Mientras los primeros colonos de la alborada del imperio norteamericano legalizaban la guerra contra los yaquis, apaches, siux y otros pueblos originarios del Norte, aquí en el Istmo los primeros gobiernos liberales se preocupaban por afianzarse ellos mismos como latifundistas asociados con las compañías deslindadoras, en un proceso que rompía con la jurisprudencia agraria colonial novohispana y que no tenía sustento en este sentido hasta que se emitieron las denominadas “Leyes de desamortización” o de Reforma. Durante ese interregno, propio de una “nueva” sociedad política en transición, los cacicazgos regionales se afianzaron y el istmo no podía ser la excepción.

Los Maqueo Castellanos, por ejemplo, radicados en la verde Antequera, fungían después de la guerra de Independencia como administradores de las Haciendas Marquesanas, que alcanzaban a cubrir más de 118 mil hectáreas, casi el doble de la extensión que, un siglo después, el Estado mexicano con Gustavo Díaz Ordaz, reconocería en 1964 a la Comunidad Agraria binnizá de Juchitán, 68 mil hectáreas de bienes comunales, en una resolución presidencial cuya vigencia jurídica y fundo legal es violado flagrantemente por el actual Estado, al validar y reconocer los contratos de particulares con las empresas eólicas transnacionales.

La mayor parte de la extensión territorial del Istmo de Tehuantepec, incluidas las zonas del trazo y realización del ferrocarril transístmico, desde antes del porfiriato hasta nuestros días, son comunidades agrarias que durante el siglo XIX se defendían de la voracidad y el despojo de las compañías deslindadoras, argumentando la existencia de títulos primordiales que amparaban la propiedad comunal sobre vastas extensiones que las comunidades poseían desde “tiempo inmemorial”. Las tierras comunales afectadas y afectables del viejo y nuevo proyecto serían en el centro sur del Istmo: San Juan Guidxicobi, en la zona ayuuk o Mixe Baja; las del pueblo binnizá de Tehuantepec (Santa Cruz Tagolaba, San Blas Atempa, Comitancillo, Tlacotepec e Ixtepec); los Chimalapas, afectados directamente por la construcción del ferrocarril, debido a la devastación que implicó el saqueo de madera para “durmientes” en esta y otras redes ferroviarias. Hoy, el Estado mexicano tiene concesionadas más de siete mil hectáreas de tierras comunales zoques, específicamente de la comunidad agraria de San Miguel Chimalapa, paraje La Cristalina, a favor de la minera canadiense Minaurum Gold, sin que la Secretaría de Economía, que otorgó las concesiones, hiciera referencia al carácter agrario comunal de las mismas. Valgan estas referencias históricas para advertir la actitud racista e ignorante desde los primeros republicanos liberales decimonónicos y que, espero equivocarme, seguramente repetirán los segundos neoliberales de la IV República que ahora se pretende “restaurar”.

Entre 1846 y 1872, de la invasión estadunidense a la muerte de Juárez, se percibe en los políticos una preocupación por la defensa del territorio de la naciente república, tras la consabida perdida de los territorios al norte del río Bravo y ante la pretensión yanqui de posesionarse del Istmo de Tehuantepec para acortar la distancia entre sus costas construyendo un canal interoceánico. Dejaba en un tercer plano cualquier preocupación por las tierras de los pueblos; esta consideración no figuraba siquiera en el imaginario político de la rebelión antijuarista encabezada por Che Gorio Melendrez (1844-1853), cuya principal demanda era la autonomía regional territorial del istmo, y así erigirse como una entidad más de la nueva federación. En el contradictorio plano internacional de esa coyuntura se presenta la pugna de intereses entre Gran Bretaña y Estados Unidos, en donde destacados empresarios de ambas naciones buscaban monopolizar, en un naciente mercado de acciones bursátiles, todas las posibles utilidades que generaría la pretensión de construir un canal, que finalmente derivó en el ferrocarril transístmico realizado e inaugurado en el porfiriato.

El racismo aparece como común denominador del debate entre liberales y conservadores, que denostaban por igual contra las múltiples rebeliones indias y amotinamientos que se dieron de manera simultánea en diversas regiones de la entonces mutilada e indefinida Nación mexicana y más allá de sus aún imperceptibles fronteras antes, durante y después de las intervenciones. En este contexto se inscriben los amotinamientos y ataques de “los bárbaros” en Sonora, Arizona, California, Durango, Jalisco, Nayarit, así como la “guerra de castas” en la península de Yucatán, el supuesto “control” de la rebelión de Tehuantepec después de la quema de Juchitán, en mayo de 1850 (lo documentó entonces el periódico El Universal).

El 14 de septiembre de 1847, cuando las tropas gringas se encontraban posesionadas de la Ciudad de México, su presidente Santiago K. Polk propone un armisticio y negociar la paz como sigue: “El gobierno de los Estados Unidos Mexicanos por este concede y garantiza para siempre al gobierno y ciudadanos de los Estados Unidos el derecho de transportar a través del istmo de Tehuantepec, de mar a mar, por cualesquiera de los medios de comunicación que existan actualmente, ya sea por tierra o por agua, libre de todo pago o gravamen, todos o cualquier artículo, ya sea de producto natural o productos o manufacturas de los Estados Unidos o de cualesquiera otro país estrangero, pertenecientes al dicho gobierno o ciudadanos”.

La concesión se encontraba previamente otorgada a José Garay, y ratificada por el legislativo de 1846. Este prestanombres, como los actuales, la ofertó a los ingleses en Londres, donde se transformó en acciones y dinero. Así, el territorio del istmo y la mera posibilidad del control de la comunicación interoceánica se inscribían en un capitalismo financiero global cuyas acciones se cotizaban simultáneamente en Londres y Nueva York. Extrañamente, la mayoría de acciones quedaron en manos de los yanquis. De acuerdo con fuentes de época, “Santa Anna concedió a Garay los privilegios de construcción y colonización del istmo mexicano. Éste sin éxito traspasó sus privilegios a la casa inglesa de Manning, Mackintosh y Schneider, la cual a su vez la cedió a los hermanos Hangous de Nueva York” (Duval Hernández, 2000). Este pasaje ilustra un proceso histórico económico del imperio y sus permanentes pretensiones monopolistas, en donde lo que no se pudo por la fuerza de las armas, se impuso por la fuerza del capital.

Las invasiones de 1846 y 1914, enmarcan las pugnas entre un imperio decadente, el inglés, y la naciente hegemonía gringa obedeciendo a la doctrina Monroe: “America para los americanos”, y orientada por su máxima ideológica expresada en el “destino manifiesto” (Gastón García Cantú). Desde entonces las leyes se confeccionaban a la medida de las necesidades del capital. Así, en 1857 la guerra contra los indios tenía rango constitucional al establecer en el Artículo 111: “Los estados no pueden en ningún caso celebrar alianzas, tratado o coalición con otro Estado ni con potencias extranjeras, exceptuase la coalición que puedan celebrar los estados fronterizos para la guerra ofensiva o defensiva contra los bárbaros”. Referíase en este caso a los pueblos originarios de los estados norteños, aunque se aplicaba prácticamente en todo el territorio de la naciente República mexicana. En esta inagotable y multifacética coyuntura, la cesión del Istmo de Tehuantepec a los gringos era ya parte de un debate público nacional en lo que respecta a la sociedad ilustrada de la época, y a nivel popular, alimentando los primeros recursos espirituales que darían fortaleza a la defensa de la “soberanía nacional” juarista e implicaría, en aras de dicho sentimiento, el reclutamiento de miles de indígenas como carne de cañón en las masacres de Puebla y Tuxtepec, entre otras.

Finalmente, en abril de 1859, en medio de pugnas diplomáticas entre liberales y conservadores, subrayada por los poderes marcados por la invasión yanqui, emerge el tratado McLane–Ocampo, en donde llama la atención sus artículos 3, 4 y 6, donde se confiere el libre tránsito por el Istmo a los gringos, sin ningún tipo de gravamen o impuesto para sus productos, tropas y acciones comerciales. Fernández Mac Gregor apunta: “¿No era esa política la del lobo que trata de convencer al cordero de las ventajas que sacaría de ser devorado?”.

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