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Para muertos

Iván Pérez Téllez

Mihkailwitl: la fiesta de los difuntos entre los masewales de la Sierra Norte de Puebla

En un país sembrado de cadáveres, la celebración de día de muertos resulta un hecho casi paradójico. ¿Realmente celebramos la muerte? En el imaginario nacional con frecuencia se recurre a ese cliché que muestra la cultura mexicana como proclive a desafiar la muerte. Aquí la vida no vale nada. Así, esta entelequia parece normalizar el horror y la violencia que afecta a la sociedad nacional pero que muestra su peor rostro en las distintas regiones indígenas del país, ahí donde los intereses económicos del narcotráfico, la trata de personas o los proyectos extractivistas mineros han hecho base.

A diferencia de la sociedad nacional no indígena, los pueblos originarios se relacionan con sus difuntos de manera muy distinta; por ejemplo, poseen formas ritualizadas que resultan efectivas para conjurar a los difuntos, sobre todo a esos que acaecieron debido a un hecho violento de sangre y que desde su perspectiva resultan ser los entes más virulentos y patógenos que propagan aún más enfermedades y muerte. De cierto modo, estas poblaciones parecen celebrar no tanto la muerte en sí — que es vista siempre como un hecho lamentable— sino por el contrario la existencia indiscutible de los difuntos. Con ello reconocen, suplementariamente, una sociabilidad que incluye a las almas de los difuntos al tiempo que se les concede la facultad de actuar sobre el mundo humano.

Desde la perspectiva nahua, las relaciones con los difuntos son cosa delicada, se trata de seres entrañables pero potencialmente dañinos y peligrosos, se les tiene sin duda estima pero se les demanda que se mantengan alejados, que permanezcan en su dominio, ese lugar conocido como Miktlan, y que acudan al mundo humano sólo en ocasión del mihkailwitl o fiesta de los difuntos. Así se corrobora cuando menos durante los rituales mortuorios en lo que se les dice al muerto: .Aquí te dejo tu café y tu pan, no regreses más. Esta relación de familiaridad y conveniente distancia es explicable debido a que se trata de seres que ya no son humanos, que si visitan a sus parientes fuera del periodo ritual pueden traen consigo la mortandad —mihkayotl— que marchita la vida vegetal y humana. Sin embargo, un tiempo ceremonial como el día de muertos, que se celebra el 1 y 2 de noviembre, permite que los muertos retornen año tras año a las casas de sus familiares sin, casi, ningún peligro. El mihkailwitl es básicamente un gran banquete en el que a las almas de los difuntos se les sirven las mejores comidas: mole de guajolote, aguardiente de caña, cervezas, café, frutas de temporadas, y todo aquello que les gustaba en vida, cigarros por ejemplo. Pero también se les proporciona ropa, servilletas, utensilios o chikiwitwes para que carguen literalmente con la ofrenda. No obstante, de no recibir ofrenda alguna, los difuntos arrebatarán la vida misma de los negligentes. Así se explican las grandes ofrendas alimenticias que disponen los nahuas de la sierra norte de Puebla; no se trata de una representación colocada para la contemplación, por el contrario, se trata de alimentos servidos para que los muertos los coman, para que consuman su “aroma” dado que son almas.

Hoy día, en nuestro país la celebración del día de muertos parece ser más un espectáculo que una conmemoración. Lejos de honrar la memoria de los difuntos, estas festividades devienen en mera diversión, se quieren ver altares descomunales, desfiles con seres grotescos o elegantes, gente muerta y feliz recorriendo las calles. A los muertos se les ha banalizado. Como ocurre con muchos otros aspectos de la vida indígena, la fiesta de los muertos se ha folclorizado también. Así, con la negación de las realidades indígenas se niega también la capacidad de actuar de nuestros propios muertos.

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