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Racismo ambiental en Chacahua-Pastoría

Nadia Alvarado Salas

Desde los años ochenta, la atención a la crisis ambiental toma fuerza en el mundo y surge el concepto de desarrollo sustentable. Se crean acuerdos para que los países incluyan en sus políticas y planes el enfoque ambiental y campañas invitándonos a cuidar el planeta, nuestra casa. Un argumento es que la crisis ambiental resulta de nuestras acciones, nos afecta a todos por igual y debemos involucrarnos. Pero en nuestro país, las políticas y proyectos de desarrollo del Estado priorizan los intereses del capital nacional y extranjero, sin importar los impactos y afectaciones que tales proyectos ocasionen al entorno y a la población.

La marcada desigualdad en que vivimos la mayoría en las diferentes regiones del país, resultado de proyectos de desarrollo excluyentes sexenio tras sexenio, muestran que las afectaciones al ambiente golpean con más fuerza a las poblaciones sin acceso a servicios básicos, empleo, salud, educación y otros derechos fundamentales. Hablamos de injusticia ambiental. Las afectaciones son peores cuando se trata de personas indígenas o afromexicanas que dependen de actividades agropecuarias en el territorio donde habitan.

El perfilamiento racial sigue operando en su desventaja. Sobre todo desde las instituciones, el racismo ambiental existe en México. Un ejemplo son las cinco comunidades afromexicanas e indígenas del sistema lagunar Chacahua-Pastoría, municipio de Villa de Tututepec en la costa de Oaxaca. Distinguimos dos maneras diferentes de percibir este territorio, decretado Área Natural Protegida en los años treinta del siglo XX.

La población, procedente de Guerrero y Oaxaca, llegó a fines de los cincuenta buscando mejores condiciones de vida. Sus principales actividades económicas son la pesca y los servicios turísticos. Para las familias que lo habitan, este territorio representa su hogar que heredarán a las siguientes generaciones. La laguna es su fuente de vida.

Para el Estado, la percepción de ese territorio es distinta y se ha transformado muchísimo desde que lo decretó Parque Nacional. Al paso del tiempo, las obras públicas han intervenido el equilibrio natural del sistema lagunar al desviar el agua dulce que proviene de los principales ríos a la laguna, para abastecer un distrito de riego creado en los setenta. En esa década se abrió artificialmente la bocabarra de Cerro Hermoso. Eso provocó el cierre de las dos bocabarras que permitían la afluencia de agua marina para una mayor diversidad de peces en la laguna. La bocabarra de Cerro Hermoso está cerrada desde 2008 pese al dragado y la construcción de escolleras realizadas entre 2002 y 2005 por Conapesca. El Estado ha permitido que la transnacional Ungerer (México), que extrae aceite de limón, vierta desechos sin tratamiento al sistema lagunar. En el Distrito de Riego 110, donde cultivan grandes extensiones de papaya, se emplean agrotóxicos que terminan también en la laguna.

Los efectos del desequilibrio ambiental ocasionado por el Estado son conocidos al menos desde 1995, cuando la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales ordenó a la Comisión Nacional del Agua restituir el volumen de agua dulce desviada al Distrito de Riego, orden que hasta la fecha no se ha cumplido. La concentración de contaminantes en la laguna disminuye la productividad y la diversidad de especies. En la última década se ha presentado mortalidad masiva de peces en tres ocasiones; aumentaron los focos de infección y enfermedades para la población; hubo pérdida de empleos y con ello incrementó la conflictividad social (competencia por áreas de pesca), las actividades ilícitas como alternativa de ingreso (saqueo de flora, fauna, leña y madera del Parque Nacional, pesca con artes ilegales) y la migración.

Nadie niega la huella ecológica de las más de 540 familias de estas cinco comunidades. Pese a su exclusión en la toma de decisiones y la desigualdad, han realizado acciones y buscado el diálogo con las autoridades. Existe una responsabilidad innegable del Estado en la violación de sus derechos fundamentales: al agua limpia, ambiente sano, empleo, salud, educación, seguridad y otros.

Los hechos demuestran que este territorio afroindio no representa para el Estado un problema digno de atender. Su omisión y negligencia revelan que la ve como una zona de desperdicio. El color de la piel y otros rasgos físicos conllevan una carga de significados negativos: ignorantes, flojos, violentos, alcohólicos, dispuestos a la fiesta. ¿Qué pasaría si la contaminación y la mortandad de peces se presentara en megaproyectos de desarrollo turístico como Huatulco, donde la población afromexicana e indígena también saldría afectada, pero sobre todo los grandes empresarios? El desarrollo depende del color de la piel.

Este caso se presentó ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos el pasado 4 de octubre ante la ausencia de reconocimiento constitucional a las comunidades afromexicanas y el racismo ambiental hacia ellas. Los representantes del gobierno admitieron conocer la problemática y haber firmado acuerdos internacionales sobre el acceso a la justicia ambiental. El Estado tiene la obligación de resarcir los daños causados a estas comunidades. El racismo no se limita a actitudes de odio que se combaten con manuales de buenas costumbres. De nada sirve reconocer la diversidad cultural si no son respetados los derechos a una vida digna.

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