Suspiro interminable / 260 — ojarasca Ojarasca
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Suspiro interminable / 260

Juventino Santiago Jiménez

Mi mamá me había contado que mi papá había muerto porque tenía varias mujeres e hijos y también decía que sus propios compa­dres lo habían matado por el problema de un pedazo de terreno. Pero una noche anterior al acciden­te, Matías había estado celebrando la llegada del año nuevo con unas copas de mezcal, y al día siguiente, pri­mero de enero de 1979, vería el cambio de autoridades en Tamazulápam mixe. De acuerdo a los usos y costum­bres, unos entregarían y otros recibirían los bastones de mando. Pero aquel día sería un día triste y doloroso. Ma­tías tampoco había imaginado que ya nunca más vería los amaneceres y atardeceres de un pueblo que está al pie del majestuoso cerro de veinte picos y cobijado por la densidad de la neblina. Aquella mañana, pues, Matías había caído a una altura de casi cuatro metros y se ha­bía roto la espalda. Al caerse, quedó sentado, envuelto en su gabán e intentando inútilmente no cerrar los ojos, porque en el fondo de su corazón amaba la vida. Los cu­randeros ya le habían sugerido que debía de ayudarse yendo a los lugares sagrados, pero él no les hizo caso. Entonces todo camino conducía al camino de la muerte. Era momento de partir y no habría manera de regresar, salvo en forma de animal, o si de pronto al muerto le ganaba la nostalgia y la melancolía, aparecería constan­temente en nuestros sueños.

Todo pasó tan rápido que las nuevas autoridades tuvieron que abandonar su convivencia para ir al lugar del accidente. El síndico y mis tíos decidieron que tras­ladarían a Matías al Hospital Molina de Oaxaca. Allá estu­vo internado durante dos semanas, y fue terrible para mi mamá; primero, ella jamás había estado en Oaxaca, y se­gundo, solamente hablaba mixe. Sin embargo, ella estuvo al cuidado de mi papá, con mi hermano mayor. Mientras a nosotros nos habían llevado a El Duraznal con mi abuela Josefa y allá esperaríamos hasta que sanara mi papá.

Todas las mañanas y las tardes me paraba en el patio y mi mirada se detenía fijamente en una de las veredas y esperaba que en cualquier momento podría aparecer mi papá. Así que una noche, mientras estába­mos sentados alrededor de la lumbre de leña que nos daba calor, mi abuela estaba haciendo tortillas, de pron­to nuestros perros comenzaron a ladrar. Salimos al patio para ver si eran mi papá y mi mamá quienes estaban llegando, pero no. Vimos que alguien venía en lo alto de un cerro desde donde se divisaba la vereda que bajaba a nuestra casa. Como era de noche, no logramos distin­guir bien si era hombre o mujer, pero lo que sí vimos es que traía una lámpara. Entre más se acercaba a nuestra casa, los perros ladraban más fuerte. Luego, apareció otra persona abajo de nuestra casa y venía subiendo muy rápido. Cuando se encontraron desaparecieron y dejaron de ladrar los perros. Entramos corriendo a nuestra casa. Después nos alcanzó el sueño. Todavía era de madrugada cuando mi abuela nos despertó y dijo que tendríamos que caminar rumbo a Tamazulápam porque había soñado a mi papá.

En el Hospital Molina, los médicos habían comenta­do a mis tíos que mi papá se quedaría en silla de rueda y cuando mi mamá se enteró, inmediatamente le comen­tó a mi papá y él respondió que prefería morirse que es­tar en silla de rueda. Pidió que lo trasladaran de regreso a Tamazulápam esa misma tarde. Mi tío Francisco cubrió los gastos generados en medicamentos en el Hospital Molina, el dinero que gastó allí lo tenía destinado para comprarse un vochito. Desde entonces, mi tío Francisco jamás nos dirigió una sola palabra cuando nos encon­traba en algún lugar.

Ya estábamos en Tamazulápam, en la casa de mis tíos, cuando regresó mi papá. Él yacía en un petate y después de la media noche un curandero hizo que se confesara y luego murió. De hecho, los curanderos decían que Matías ya estaba muerto desde el día en que había caído y lo que lo había mantenido vivo eran los medicamentos. Mis hermanos y yo estábamos dormi­dos. Al día siguiente comenzaron a llegar muchísimas personas, conocidos y desconocidos, para acompañar y velar al muerto. Mi papá yacía dentro de un cajón he­cho con madera de ocote. Empecé a llorar, fácilmente hubiera llenado una olla de lágrimas. Mi tristeza era tan grande que me acerqué al cajón, me coloqué sobre él y continué llorando. Después quedé profundamente dor­mido. Una de mis tías me abrazó y me quitó del cajón. Muerto mi papá, comencé a orinarme todas las noches en el pantalón.

En una ocasión, y para que yo dejara de orinar por las noches, mi mamá me dijo que llevara cargando una piedra del fogón y que lo amarrara con hojas de milpa y que así dejaría de orinar en mi pantalón. Llevé cargando la piedra del fogón a la casa de mi vecina. Cuando llegué a su patio boté mi carga y regresé co­rriendo. Pero ella me había reconocido, al día siguiente dejó la piedra del fogón a mitad del camino. Mi vecina también creía que si se quedaba la piedra en su casa, podría ocurrir que uno de sus hijos también se orinara en las noches como yo. Entonces ésta era la costumbre de mi pueblo, pero no tuvo éxito, yo seguí orinando en mi pantalón y el olor a orín continuó. Años después mi mamá decía que orinaba todas las noches en mi pantalón por la tristeza interminable que me generó la muerte de mi papá. Cómo me hubiese gustado que en aquella época también me hubieran enterrado con él para no seguir pensando en “recuerdos podridos de un pasado podrido”. Al final escapaste muriendo, “deján­dome con el presente podrido” diría Bukowski. Pero a pesar de este mundo caótico de tristezas eternas, sigo aferrado y enamorado de la vida.

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