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VIDAS CERCENADAS

ISAEL ROSALES SIERRA

La violencia desatada en Zitlala, Guerrero

Tlapa, Guerero

Su cuerpo yacía en un paraje entre Zitlala y Tlatelpanapa. Se recargó en una piedra verde sangrando de la nariz, aún se agarraba de la vida. Dicen quienes lo vieron que un lunes 14 de marzo del año 2016 cerca de medio día, se andaba arrastrando golpeado y quemado. Así le llegó la muerte, un poco inesperada para sus hijos, quizá por eso no quería ese viaje oscuro del cual nadie regresa. Un día antes de que empezara su gran travesía por el inframundo o por el Tlalocan habló con su hijo mayor de 12 años de edad diciéndole que si regresaba les iba a comprar un control de televisión: “Si yo regreso les voy a contar una gran historia y si no ni modos hijo, me despido de ti”. El niño le dijo a su papá que se regresara, que ya querían verlo, que por qué pensaba en no regresar; papá, papá fueron las últimas palabras tras el tic, tic del auricular colgado. Lucía, de origen nahua, esposa de Cirino —comerciante asesinado en 2016— relata que lo sacaron engañándolo. “Un día llegó una persona a la casa, compadre de mi suegra y amigo de mi esposo, llevaba unas cervezas megas y se las dio a mi marido. La pistola giró en una mesa intempestivamente y amenazante, quedó el silencio y el ruido existencial de los pensamientos. Todos sentimos miedo y de inmediato mi esposo le dijo a sus hijos que se metieran a la casa, quizá algo presentía, quizá no quería que pasara nada.

“El compadre llegó lleno de sangre y borracho diciéndole a mi esposo que sus hijas no sirven, déjalas pinches putas, viejas desgraciadas, ellas no sirven para nada, sólo debes querer a tus hijos porque ellos sí van a servir, pero a tus hijas mándalas a la chingada esas perras que se la pasan cogiendo donde quiera”, dijo. Don Cirino apretó los labios para contener su disgusto. Yo sentía miedo. Los dos salieron, mi esposo iba adelante y el señor atrás. Rápido salí. Papá regrésate, le decían mis hijos e hijas, pero él sólo regresó la mirada e hizo un adiós con sus manos; apenas pudo decir, regresaré. Lo sacaron un día jueves y hasta el domingo habló con su hijo que quería mucho, pero no desde su celular, que el lunes lo esperáramos antes de las seis. A esa hora ya lo habían matado A veces pienso que mi esposo por miedo aceptó esa cosa y quizá quiso salir. Así lo sacaron y nunca volvió.

“A mí me avisaron un día martes cuando habían levantado su cuerpo. Los del Ministerio Público (MP) dijeron que posiblemente era de mi familia y que estaba herido en Chilpancingo. Pero ya estaba muerto. La persona que cometió el asesinato mandó el aviso de que Cirino había muerto. El martes la gente ya llegaba cuando yo no sabía, sin embargo, ellos insistieron que les habían avisado de la tragedia. No lo podía creer.

“Una persona me dijo que lo encontraron con pantalón negro y llevaba una cicatriz en la cabeza, pero me resistía a creer que fuera él, yo sabía que no andaba mal. El MP me dijo que llevara su caja porque ya no estaba vivo. Yo estaba embarazada, y por eso me dijeron que no llorara, porque mi esposo lo habían matado. Me dijeron, cuando nosotros llegamos a recoger su cuerpo, que había unas piedras verdes y él se recargó ahí. Debes prepara el dinero para que lo vayas a traer. En ese momento no tenía apoyo, no conocía a nadie y fui a un centro de salud de Chilapa a pedir una ambulancia para que fueran a traerlo, pero me dijeron que fuera a Zitlala al DIF. Así fue como se pudo trasladar el cuerpo, yo no lo vi si era él.

“No tenía dinero para enterrarlo. La persona que le habían pagado para sacarlo que lo enterrara y me prometió mandar dinero, pero nunca lo hizo. Mientras estaba tendido el cuerpo de mi esposo llegó el muchacho, el compadre de mi suegra, entró con sus armas y a los lados llevaba dos mujeres, una niña de 12 años y la otra de 18 años de edad, ambas con faldas cortas y pistolas en las piernas, antes no me daba miedo, pero ahora sentí feo. Sentí que mi mundo se me fue, mi marido me protegía, yo no sentía miedo si uno de mis hijos se enfermaba, yo sentía que vivía para nosotros y siempre se preocupaba por nuestra felicidad. Este 14 de marzo cumplirá tres años que lo mataron. Siento como si no viviera”.

Lucía deja caer su cabeza. Las lágrimas inundan sus ojos, con la mirada fija a ese puente entre la vida y la muerte. Mira a sus hijos arreglando un televisor que hace un par de días compraron para distraer los pensamientos de la ola de violencia y del dolor. Los dos más pequeños, uno de cuatro años y el otro de dos, juegan a tirar las cosas sobre una hamaca. Moncho, el más grande de los hermanos, molido de trabajar y hambriento, muerde una tortilla seca. A doña Lucía le caen las lágrimas. “Después de enterrar a mi marido, mi suegra me corrió de la casa y como no tenía a dónde, me fui con mis papás. Ninguno de mis hermanos me aceptaba porque mis padres ya son mayores de edad y yo llevaba ocho hijos para mantener. Ahí me quedé dos años. Un año estuve sin el apoyo que da el Estado para víctimas de desaparecidos. Mi familia también me echaba a la calle, así me arrimé con ustedes (Centro Tlachinallan) porque son mi única familia. Moncho, mi hijo de 12 años, me daba fuerzas, mamá, yo voy a vender como mi papá, paletas y bolillos, aparte churros, para los pañales de mi hermanito”.

Continúa doña Lucía: “Mi mamá me dijo, éste es el último día que yo les doy de comer. Hablé con Doña Casi. A veces no comíamos por lo mismo que mi papá nos sacaba y sólo entrábamos a la casa cuando dormían. Cuando nació el más pequeño mi papá me dijo que lo matara porque no hay manera de mantenerlo. Entonces doña Casi me apoyó buscando la forma de desplazarme a otro lugar.

“Ahora estamos en un lugar seguro y comemos en ocasiones. En el pueblo teníamos miedo por mi hijo que ya estaba creciendo y luego los matan como a mi esposo. Al papá de mi marido lo mataron con cuchillo. La gente me decía que a mi hijo nada más unos años le esperan para que crezca y lo traigan embolsado, o desaparecido. Mi marido me decía vámonos a Sinaloa, que a todos los hombres los vienen matando de 20, 30, 45.

“Ojalá Dios veré a mi hijos e hijas crecer —quieren estudiar. Cuando hay escuela se levantan muy temprano, se arreglan y se van porque quieren ser maestras o maestros, doctoras o doctores. Ya no tengo miedo como allá. En la comunidad no dormíamos porque escuchábamos que andaban disparando, del miedo ya ni comíamos. Nos quedábamos callados en un rincón de la casa por si querían entrar. En las calles se pasean armados, dicen que son comunitarios. Al caminar uno siente que le puede atravesar con una bala por la espalda. “Donde estamos ahora no hay miedo, pero se nos complica vivir, muchas veces lloro porque no tenemos dinero, pero mi hijo me da valor diciendo: mamá yo sé que ahora sufrimos, pero algún día vamos encontrar la felicidad que queremos”.

Lucía concluye: “Quienes mataron a mi esposo quizá están bien con su familia, con sus hijos, mientras yo y mis hijos sufrimos. A mis hijos les quitó la felicidad que esperaban de su padre. En Navidad la pasamos bonito, íbamos a las posadas, nos daban aguinaldo y mis hijos iban a quebrar piñatas. Un día nos invitaron a Chilapa y fuimos a comer, mis hijos e hijas se sintieron bien aunque siempre dicen que quisieran pasar las vacaciones en el pueblo con su abuelita a pesar de los regaños, pero no podemos regresar. Este año nuevo salimos al Zócalo. Ahora mi hijo trabaja en una frutería. Ya que regresen los estudiantes a la escuela tendré trabajo vendiendo bonais por las calles. Gano 50 o hasta 70 pesos al día. Sin embargo, a casi tres años de la muerte de Cirino, los recuerdos llegan como latigazos”.

La familia de Lucía representa a cientos que padecen esa vida de violencia orquestada por los grupos delincuenciales en Guerrero. Ha padecido el hermetismo y las corruptelas de las autoridades. El Ministerio Público le pedía ocho mil pesos a Lucía para darle información sobre los perpetradores de la muerte de su esposo.

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Isael Rosales Sierra pertenece al equipo del Centro de Derechos Humanos de la Montaña de Guerrero Tlachinollan.

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