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DESPERTAR INDÍGENA EN CANADÁ / 269

HERMANN BELLINGHAUSEN

[John Ralston Saul The Comeback (El regreso) Penguin Canada Books, Toronto, 2014. 292 pp.]

También en Canadá hace aire. Desde 2012 hay un potente  regreso de los pueblos originarios, sometidos  como en todo el continente. Quizás menos violento que en  Estados Unidos, el genocidio de los pueblos alcanzó grandes  proporciones, y aun así los indígenas hoy se cuentan, según  el censo oficial de 2016, en un millón 670 mil 785. Se asume  que rebasan los dos millones. En la inmensa extensión de la  América boreal se hablan todavía 70 lenguas, lo cual representa  un fracaso de la Corona británica y el gobierno, que  se propusieron desaparecerlas todas. Para disminuir drásticamente  la población indígena operaron menos las guerras  y más la miseria del vencido, el despojo territorial por incesantes oledadas de colonos europeos y las enfermedades  nuevas que éstos trajeron. Las Primeras Naciones descendieron  de dos millones de personas a ciento cincuenta mil hacia  principios del siglo XX.

Un alto porcentaje de la población considerada “aborigen”  (para diferenciarla de los “nativo americanos” estadunidenses),  que representa el cinco por ciento de la población  canadiense, asume la identidad métis. Cerca del 40  por ciento. Son producto del indiscriminado desarraigo de  generaciones enteras de niños indígenas para llevarlos a lejanas  escuelas donde se les civilizaría a como diese lugar, y  entre más olvidaran de dónde venían o su lengua originaria,  mejor. Los desarraigados se entremezclaron además con  colonos de diversos orígenes europeos, creándose una casta  intermedia, a fin de cuentas plebeya e indígena, y como tal  fue tratada. O peor. Apenas en 2012, coincidiendo con las  grandes protestas indígenas de Idle No More, se reconoció  legalmente a los métis como aborígenes, con los mismos  derechos que las naciones originarias. Muchos de ellos viven  en ciudades.

Desde luego, están las decenas de pueblos originarios  existentes en la mitad sur de Canadá: las Primeras Naciones.  Además el gran Ártico, al norte, se encuentra poblado por  los diversos pueblos inuit, que ocupan hace siglos grandes  extensiones “vacías” que, como ocurre en las selvas tropicales,  los bosques y los desiertos, para el insaciable capitalismo  contemporáneo vuelven a ser sinónimo de “tierras de nadie”  que las mineras, petroleras y otras industrias pueden ocupar  a su aire. Como en Brasil, México, Chile, Estados Unidos  y Guatemala, en Canadá el Estado garantiza el avance de los  inversionistas sobre la suculenta wilderness.

Sirvan estos trazos gruesos para ubicar el fervoroso alegato  de John Ralston Saul que reivindica la historia verdadera  de la conquista del Canadá salvaje y de cómo fue civilizado y  ocupado por gente de razón, británica y francesa, que firmó  tratados, hizo promesas y olvidó, olvidó todo, estableciendo  una historia única, colonial, blanca. A dicha nación de 37 millones  de personas se dirige Saul. Su empleo del “nosotros”  vuelve a El regreso un “¡escucha, canadiense!” de intensa relevancia.

Así resume Saul su tesis: “En los pasados cien años, los  pueblos aborígenes han venido haciendo un retorno notable  después de haber tocado el punto más bajo de población,  respeto legal, estabilidad civilizatoria. ¿Regreso a qué? A una  posición de poder, influencia y creatividad civilizatoria”.

Lamenta que la mayoría de los canadienses no lo entiendan,  “porque estamos enfocados en el sufrimiento de los  indígenas, los problemas, los fracasos… Esto lleva a ciertos noaborígenes  a sentir culpa, otros simpatizan, mientras otros siguen  hablando de civilizaciones fracasadas. Básicamente las  mismas respuestas de hace un siglo”; aunque “los coeficientes  de culpa y simpatía son hoy más altos”, siguen sin hacerse responsables  de lo hecho a los pueblos originarios.

En pocos lugares el darwinismo social causó más daño  que en Canadá. El pensador umeek E. Richard Alteo ha discutido  cómo la teoría darwiniana de la evolución permitió a  los colonizadores pergeñar una visión diferenciada entre seres  superiores e inferiores. Saul recuerda que estas mismas ideas condujeron a las concepciones criminales de Hitler. A fin  de cuentras los imperios británico, francés y estadunidense “se  construyeron con esa ideología”. El récord de exterminio de los  “sirvientes” del blanco es histórico: “cien millones de muertos en  medio siglo a nombre de la superioridad de Occidente” (menciona  India, Nueva Zelanda, Argelia, Australia, las Américas).

Sucesivas legislaciones, basadas en la Carta India de  1876 que establecía el “registro de indios” y organizaba  las reservaciones donde se les confinaría como en campos  de concentración, fueron restringiendo lengua, vestimenta,  los derechos a la tierra, la vida familiar y comunitaria de los  aborígenes. Hemos visto a los recientes gobiernos de Stephen  Harper y Justin Trudeau pedir perdones y reconocer los  crímenes históricos en actos más protocolarios que efectivos.  Luego de usar la educación como arma de destrucción cultural  masiva, Canadá necesita aprender a respetar lo que los  pueblos quieren. El paternalismo cristiano del gobierno (y no  olvidemos el largo brazo de la corona británica en esta excolonia,  parte de su Commonwealth) sumió a los indígenas  en un largo periodo de oscuridad, degradación y muerte. Por  ello su retorno es tan espectacular.

“Debemos reelaborar la historia nacional, construirla con  base en la centralidad del pasado aborigen, su presente y su  futuro. Las políticas del país deberán reflejar conceptual y  legalmente dicha centralidad”. Saul espera hacerse oír. Influyente  intelectual que preside el PEN Club Internacional, no  sólo expone ampliamente el devenir de los pueblos aborígenes  y documenta su nuevo protagonismo cultural, ético y  político, sino que añade una esclarecedora selección de escritos,  algunos antiguos (1783 a 1977), la mayoría muy recientes,  de líderes, filósofos y polemistas indígenas de Canadá.

Una demanda central, casi la base de cualquier reparación,  consiste en restituir. Saul otorga una importancia definitiva  a las movilizaciones indígenas, y de otros sectores  sociales, conocidas como Idle No More, la principal reacción  contra las peligrosas reformas legislativas del gobierno neoliberal  y ultraderechista de Harper en 2012. El movimiento,  iniciado por tres mujeres aborígenes y una blanca, y seguido  por los jóvenes de las Primeras Naciones y los pueblos árticos,  produjeron en Canadá un efecto equivalente al levantamiento  indígena de Chiapas en 1994 para los mexicanos.  Los aborígenes se volvieron tema de conversación, llamada  de atención al humanismo nacional, y sobre todo pusieron el  primer dique real contra las reformas.

Los aborígenes pasaron a primer plano, en un país tranquilamente  satisfecho de sí mismo. Dieron fuerza a la protección  de los ríos, las reivindicaciones territoriales, la defensa  ambiental contra el extractivismo feroz, y desenmascaró las  aberraciones educativas, la discriminación y el abandono a  los pueblos. Idle No More puso contra la pared el determinismo  darwiniano en una sociedad opulenta de modélica  democracia parlamentaria. Canadá necesita la reconciliación  con sus pueblos.

Saul no ignora el lamentable papel internacional de las  mineras y petroleras canadienses, cómplices totales de su  gobierno y el sistema financiero: “Nuestra reputación nunca  ha sido más baja. En buena medida se debe a nuestro manejo  de las arenas bituminosas, la minería, los madereros, el  medio ambiente y el trato a los pueblos indígenas”. En su país  y en otros.

Entre consejos y juicios apabullantes sobre “el fracaso de  los líderes nacionales”, Saul destaca el efecto de las acciones  callejeras de 2012 y 2013 para la población general, que pasó  del rechazo o la indiferencia al interés. En la estela de Idle No  More, en 2015 se tuvo que ir el pésimo gobierno conservador  de Harper. En pocas palabras, celebra Saul, “el regreso aborigen  trajo consigo muchas nuevas ideas y propuestas que  representan una gran ventaja para todos los canadienses”.

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