ECUADOR. LOS DÍAS DEL PARO / 272 — ojarasca Ojarasca
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ECUADOR. LOS DÍAS DEL PARO / 272

LEONOR BRAVO

La joven Tránsito Amaguaña, un guagua en brazos, otro de siete años a su lado, viene desde Cayambe a pie. Viene a Quito a reclamar tierra, a reclamar dignidad, salario por su trabajo. Así era antes, así es ahora. Fuertes como las montañas, tiemblan las ciudades a su paso.

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El parque, llamado del Arbolito, se vistió de trajes multicolores, de olor a montaña y a humo; de risas, a pesar del cansancio, de llantos de guaguas con ganas de mamá. Vinieron a preguntar por qué, a hablar de sus derechos, a decir no quiero. El parque es ahora aullidos de viento, veneno, patas de caballo en los costados, dolor. Junto al mar, los señores hablan de independencia ¿de quién? La sangre salpica sus trajes blancos.

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Las mujeres del páramo, las madres del agua, bajan a la ciudad. Traen en sus chalinas a los guaguas, la memoria de sus abuelos, doce mil años de historia y el sueño de mejor vida para sus hijos. Los hombres de la montaña, los que cultivan nuestro alimento, bajan a la ciudad. Caminan por ellos y por nosotros. En la ciudad los esperan banderas, saludos, sopa caliente; también golpes, insultos y desprecio.

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Hace años, cuando nadie hablaba de los derechos de los niños y los padres eran dueños absolutos de sus hijos y sus vidas, para muchos adultos cuando un niño lloraba por algo que ellos consideraban insustancial, le pegaban y decían: “toma para que llores por algo”, sólo entonces el niño tenía permiso de llorar, un poco más si era mujer y casi nada si era hombre. Y, en ocasiones, cuando el maltrato era evidente, luego de la paliza, decían: “y pobre de vos si lloras”, y a tragarse el dolor y la dignidad. Así los pueblos: “mato a los tuyos, o de hambre o de bala, y pobre de vos si te quejas o dejas ver las cicatrices a los demás”.

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De noche, casi a la hora del toque de queda, en las calles, junto al parque testigo del dolor, alrededor de las universidades donde se aloja la gente, muchas personas, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, sirven comida a los que vuelven de las manifestaciones. Chocolate caliente, grita alguien, sopita, arroz con pollo, agua, quién quiere agua. Corazón y manos alimentando a esos que luchan por todos. No les sobran recursos, pero sí solidaridad y amor del bueno. Y estudiantes que cuidan bebés, leen cuentos, juegan; profesionales que curan y salvan vidas; que escuchan la angustia, el miedo, la rabia frente a la traición. Día y noche, marchas de los que luchan y ponen el cuerpo y marchas de los que ayudan a sostenerla. Amo mi ciudad antigua, capital de un país diverso al que respeta, ciudad que se sabe casa de todos, por lo menos la mitad de ella, tal vez un poco más.

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Las mujeres se sentaron adelante con los niños y los ancianos para demostrar la intención pacífica que tenían. Cantaban, se reían, algunos hasta bailaban. Compartieron mandarinas con los policías, ingenua demostración de amistad, que los otros aceptaron. Estaban tranquilos porque el tirano les había pedido dialogar, reunirse con los dirigentes que ahora están presos. Los policías sacaron la bandera de la paz, mientras esperaban las municiones que venían en helicópteros. Entonces dispararon, cientos de bombas caducadas, por lo que más peligrosas, perdigones, granadas. El aire lloró con ellos, los árboles vomitaron el asco de la traición, las antiguas piedras se removieron en su tumba de olvido. A la noche el horror, mientras ellos dormían, cuatro horas de bombardeo que la ciudad escuchó entre el miedo y el llanto. Y a la mañana el silencio, aquí no ha pasado nada, dibujos animados en la televisión.

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Los acuerdos no cierran heridas, la limpieza de la ciudad no puede borrar la sangre, ni el canto hacer que huyan los insultos de la memoria, pero el cielo amaneció azul y las manos tienen escobas y estropajos, y esos a los que ayer les mataron al vecino, que fueron golpeados y pateados hasta que los otros, de a dos y tres siempre, vomitaran toda su furia, esos que vieron a sus niños ahogarse por los gases, ahora limpian, arrancan la mugre nueva y la antigua, recogen los papeles que hicieron de cobija, las piedras que se enfrentaron a las balas y brilla la ciudad bajo su paso. En la noche, frente al país, a los ojos de todos —primera vez en la historia— habían conversado los de plumas y ponchos con los de terno. Penacho de águila harpía frente a Pierre Cardin. La gente de la tierra y los burócratas. La palabra fuerte, precisa, propositiva, frente a los balbuceos desgastados, a las expresiones huecas, repetidas en discursos que ni el viento quiere llevar. El pueblo los oye, aplaude la presencia y el triunfo, no todos claro, algunos no quieren perder sus privilegios.

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Leonor Bravo Velásquez (Quito, Ecuador) ha publicado 54 libros, 44 de los cuales son de cuentos y novelas. Su obra la atesoran las bibliotecas especializadas en literatura para niños y jóvenes a nivel mundial. La biblioteca secreta de la Escondida y Dos cigüeñas, una bruja y un dragón, forman parte de la Lista de Honor del IBBY (International Board on Books for Young People).

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