ERÓTICA A LA NÁHUATL / 272 — ojarasca Ojarasca
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ERÓTICA A LA NÁHUATL / 272

JUSTINE MONTER CID

Un hallazgo exquisito en toda la literatura de los antiguos nahuas es la fibra de la poesía erótica. Estos cantos al placer, las pasiones y el deseo forman parte de la antología que el historiador Miguel León-Portilla dejó como su obra última: Erótica náhuatl. Los textos en donde la algarabía de la sexualidad se presenta con un tono peculiar ante la variedad de géneros en los cantos mexicas, son la culminación —personalmente hablando— de todas las facetas de esta cultura prehispánica. Dejemos de lado todo canto de guerra, todo himno sagrado y toda otra temática (no menos importante) para dar en la cumbre de los complejos humanos: la sexualidad. Para entender la narrativa nahua, erótica o no, se debe contemplar un esbozo mínimo del contexto social de esta cultura, pero no es momento de clases de historia. Basta saber que existía un conjunto normativo de conductas, que, siendo muy complejo, tenía que ser practicado en todos los ámbitos de la vida humana. Pero como es de saberse, desde el inicio de la historia, en tiempos muy muy lejanos, infringir las normas sexuales era parte de la naturaleza de los hombres y aún más de los mismos dioses, sus tutelares, así provocaran el desequilibrio del Universo y del orden en todos sus niveles: individual, social y cósmico: es de humanos y de dioses caer en la tentación. La antología muestra la sensualidad que los “forjadores de cantos”, los autores de estos textos, tenían por encima de cualquier emanación artística. Creaciones llenas de color, sabor, ruido e imágenes pintorescas: tenemos a dos ancianas medio calientes, a un joven forastero vendiendo chile del que pica y a las mujeres chalcas que hicieron erotismo en vez de guerra. Los textos exaltan el lenguaje popular de los nahuas y se ilustran con bellas —y hasta divertidas— metáforas, el recurso estético más usado por los “cantores”, disfrazando el cuerpo con la naturaleza. Qué mejor manera de llamarle “chilito” al miembro viril y encontrarle hasta sabores y picor. Así es como un joven huasteco, que si bien sabemos este pueblo era de cierta libertad sexual, y de actitudes más sensuales en comparación con los mexicas, va anunciando la venta de sus chiles verdes, desnudo, sin su maxtle, entre el mercado y el palacio, siendo símbolo andante de la lujuria. Es tal su encanto (o el de sus chiles) que la joven princesa, hija de Huémac, se calienta. Durante el relato del Tohuenyo se encuentran palabras que sugieren lo sexual, muy obvias, además de la palabra chile. Por ejemplo itotouh, que es forma de posesión de la palabra tótotl (pájaro) que, es de suponerse, se refiere al pene. Otra manifestación en el lenguaje no menos sexual, que esta vez se usa para referirse a la figura femenina es cenca qualli, que es más o menos como decir “está muy buena”, dando a entender la segura perfección en la anatomía de la princesa del relato. Hoy esta expresión aplica para todas las mujeres, pero se inclina más a ser una gravísima falta de respeto, pues los tiempos cambian.

En otro texto, de historia más pícara, dos ancianas hacen uso la elocuencia en su discurso —seguramente adquirida por los años— para hablar con Nezahualcóyotl en su juicio por cometer adulterio. Como historia de telenovela, ambas mujeres sedujeron a dos jóvenes y mantuvieron relaciones sexuales, importándoles muy poco sus esposos, a quienes culpan de lo cometido por ser viejos y ya no tener “potencia”, pareciendo casi justificable su defensa, atribuyendo a su oztolt (cueva) el oficio de recibir aún, sabrán ellas qué. Las dos lujuriosas persuaden al señor de Texcoco con la palabra, que si es dura en su acusación contra la figura masculina y su virilidad, es en todo caso verdadera. Ese vigor sexual, de cierta admiración —ya quisiera uno llegar a esos años con las mismas ganas— provoca una cosquilla en los lectores, que seguramente también sacudió al señor de Texcoco en su momento y lo dejó pensando.

La máxima muestra de fuerza erótica y belleza la encuentro (y la encontrarán) en el “Canto de las mujeres de Chalco” del poeta Aquiauhtzin. Con extrema sensualidad, las mujeres chalcas entre líneas retan al gobernante Axayácatl en una metamorfosis: de guerra a intenso asedio sexual, poniendo a prueba la virilidad, no sólo del tlatoani, sino de todo hombre.

Ni cihuatl!, “¡Soy mujer!”, es el grito de guerra de las chalcas, que por arma sólo llevan las ropas que visten y que además han de compararse —con justa razón— con las flores y el cacao batido. Con las primeras porque son bellas y frondosas, con lo segundo porque están mojadas, chorrean jugo fértil, además del sabor delicioso del fruto. ¿A quién no se le antoja? Es toda una lucha más intelectual, para que el “pequeñín” de Axayácatl se coloque (dejo aquí a su interpretación lo de “pequeñín”) y finalmente se logre el triunfo de las chalcas.

Fue de tal belleza aquel canto en voz de los guerreros de Chalco que el mismo Axayácatl se emocionó al ser protagonista de esas palabras, del ritmo y la danza de los intérpretes. Pronto la creación poética se volvió suya, de su propiedad y finalmente su herencia. Pregunto aquí, ¿existirá relación alguna entre la Afrodita helénica y Tlazoltéotl? Pone nuestro autor, casi a manera de obsequio, una hermosa comparación entre ambas figuras femeninas y diosas. Contraste importante entre ambas civilizaciones: en una, las expresiones naturales y fascinantes en el erotismo mitológico de su narrativa: todo es amor y sexo; en la otra, la mesoamericana, es apenas entendible, con infinidad de símbolos, y penosamente —siendo tan gustosa—, con la moralización en las conductas sexuales y las constantes actitudes de orden-desorden del cosmos, es la gran brecha que separa ambas culturas, pero no del todo.

Del griego Afros, “Espuma”, y Tlazolli, “basura”, derivan los nombres de las diosas, que no nos acercan casi a ninguna similitud entre ambas féminas, pero convergen —alegremente— en sus actitudes ante el erotismo.

“El nacimiento de Afrodita” y “Don de Tlazolteótl” desenvuelven la cualidad sensual de estas deidades alegres e invitadoras a los goces carnales y al privilegio del amor. Otras figuras míticas mexicas, no mencionadas en la antología, pero de la misma composición jugosa y sexual, son Mayahuel y Xochiquetzal, que, en la bipartición del cosmos, en esa dualidad, representa la categoría de oposición a la fuerza masculina, siendo estas deidades representación de la fetidez, de lo frío, de la muerte, de la embriaguez y en efecto, de la sexualidad y sus variantes. La figura femenina, biológicamente hablando, es en quien recaía toda la carga sexual en aquella cultura y, como nos gusta mantener vivas las tradiciones prehispánicas, hoy sigue siendo lo mismo.

León-Portilla enseña el poder que los cuecuechcuicatl, “cantos de cosquilleo” en su traducción, tuvieron en la sociedad nahua y hoy en la nuestra, donde nos sirven para su íntimo estudio. Toda esa energía sexual en el lenguaje, con esas analogías con elementos de la naturaleza, sabiéndose el cuerpo y ella una misma cosa, son apenas una rasgadura mínima en el erotismo náhuatl, de vasta complejidad pero maravilloso. Erótica Náhuatl es sólo una muestra de lo que se mira vivaz en las sociedades mesoamericanas. No hablemos de mayas, otomíes, huastecos, basta el recorrido por estos textos del náhuatl antiguo para que muchas y muchos en su lectura se estremezcan, se fundan unos con otros, busquen y encuentren sus deleites, sus sensualidades y el chile de su preferencia.

[Erótica náhuatl, Miguel León Portilla, grabados de Joel Rendón, Artes de México, México, 2019. 107 pp.

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