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CUANDO DECIDIMOS CERRAR LA ESCUELA

LAMBERTO ROQUE HERNÁNDEZ

TO BE OR NOT TO BE INDÍGENA EN CALIFORNIA

Yo digo pues que en estos días no es de escribir cuentos sino de contar realidades.

Cuando decidimos cerrar la escuela en marzo, pronosticamos que sería por tres semanas mientras la situación se reorganizaba, se tomaban las medidas adecuadas y se enfrentaba de manera propia al virus que migraba desde el Asia hasta América. Y no fue así, y lo que siguió está por demás decirlo.

Los maestros en el Área de la Bahía de San Francisco nos organizamos en corto. Echamos mano de todos los recursos disponibles. Diseñamos sistemas de enseñanza a distancia. Todo basado en los estándares estatales y nacionales. Nos quebramos la cabeza, colaboramos y nos atrincheramos armados con computadoras, libros de texto, plataformas digitales, teléfonos celulares y todo lo que pensamos que nos sería útil. Cerramos los salones de clase. Abandonamos los edificios, dejándolos a las buenas y malas de las inclemencias del tiempo. Dejamos las plantas de los jardines que los estudiantes cuidaban con tanto esmero. Todo relegado y con la esperanza de volver a verlo, o no. Nos resguardamos en nuestras casas y desde ahí iniciamos a enfrentar la otra realidad.

Me entró pavor al darme cuenta cómo el bicho se esparcía rápidamente por todos los continentes. Me sentí con pies de barro. Y me estremeció pensar en —sin excepción— la fragilidad de los humanos. Pero había que actuar rápido y pensar en cómo torear el peligro de contagiarse. Hasta hoy seguimos sobreviviendo y ni uno es más que otro si no nos cuidamos.

Los estudiantes fueron instruidos en cómo usar los recursos. Todo era distinto. Nuevo. Al vernos en línea y con caras melancólicas enmarcadas por la virtualidad de los nuevos tiempos era obvio que nos extrañábamos. Y aún. Hacíamos lo que podíamos para aguantar los golpes iniciales. Ausencias. Silencios sobrentendidos. Pantallas oscuras. La pobreza en la que muchos viven también se alineó. Los males que ésta ocasiona se digitalizaron e iniciaron los estragos. Los que no aparecían en la ventana de los chromes era porque carecían de lo necesario. Hubo que adaptarse a las pantallas de computadoras cerradas en su caso. Y había que insistir a que tuviéramos que vernos. Nos acostumbramos a los ruidos del otro lado mío y el de ellos. El silencio absoluto de mis audífonos me ensordecía.

Los maestros nos movimos. Proveímos equipo de cómputo y cajas móviles de internet —hot spots— a estudiantes sin recursos. Hubo pérdida de empleos en las familias y tuvimos más demanda de equipo. Y los administradores hicieron malabares para tratar de que nadie se quedara sin aprender. Y los maestros salimos de las madrigueras cubiertos de manos a cabeza a entregar equipo. Libros. Papel. Materiales escolares. Lápices. Se organizaron drive by’s para recoger comida en las escuelas. De vez en cuando entregábamos paquetes a domicilio. Decidimos que nuestros estudiantes de los barrios de donde sale la mano de obra que mueve al área, estado o país, tenían los mismos derechos que los de allá arriba. Porque ni en casos de pandemia éramos todos iguales. Estábamos y estamos expuestos todos, pero hay diferencias. Habíamos quedado de repente todos en fuera de lugar.

Al iniciar este año escolar, salieron a la luz los que en las escuelas pasan desapercibidos. Y un grupo que me llamó la atención fue el de los centroamericanos. Chicos recién llegados. Sin inglés o con escaso. Sin tanta educación académica debido a las broncas que infectan sus países. Indígenas guatemaltecos, por ejemplo, que tanto los padres como los hijos hablan su lengua madre y castellano como segundo idioma. Primero, aprendí a bajar la velocidad de mi español oaxaqueño con ellos. Es gente que sólo es visible en las esquinas, las mujeres vendiendo frutas y en los estacionamientos de la Home Depot, los hombres esperando a ser contratados para el trabajo más madreado.

Normalmente en las escuelas, en días antes de la pandemia, a estos estudiantes centroamericanos se les clasifica como latinos, hispanics o en automático llegan a formar parte de los mexican kids, y de ahí no se les saca del cajón. Había que cambiar la dinámica con ellos. Tomar en cuenta de dónde vienen y sus comportamientos a su nuevo entorno, y por ahí entrarle. Había que ponerlos filosos en el uso de la tecnología. En este caso, no era sólo trabajar con los hijos de emigrantes latinos nacidos en California. O como los estudiantes afroamericanos víctimas del racismo institucionalizado. Ellos como sea ya están enfrentando al sistema y llevan a cabo sus propias luchas.

Empecé a entender de alguna manera por qué los estudiantes mesoamericanos no hablaban, por qué los padres de ellos se intimidaban. Era hora de empezar a darles un lugar. Relevancia. Invitarlos con respeto a que no estuvieran escondidos detrás de la cámara. Cuando empezamos a estudiar las culturas antiguas, no inicié con Mesopotamia como dice el currículo. Le entré con los mayas. Con su grandeza. De lo cabrones que eran en la ciencia y en las matemáticas. En la agricultura. Los ubiqué en el pasado y en el presente porque no han desaparecido como sugieren muchos textos, y en su momento los estudiantes empezaron a hablar de ellos mismos. Del campo. De los animales. De sus tradiciones. Los padres empezaron a participar. Hablamos de las lenguas originales y de las que ellos hablan en casa. Y por un mes se volvió un ritual virtual rico de aprendizaje de los dos lados. Me metí hasta donde pude en la escuela de ellos. Hoy que estudiamos a los egipcios ya tienen un punto de referencia en su propia historia. Entienden con quién compararse.

Hubo que cambiar la historia un poquito. Los alumnos ya no son solamente blancos, asiáticos, negros o latinos. A los indígenas centroamericanos, cuando llegan por estos lugares, el sistema educativo influye para borrarles parte de la identidad. Están emigrando en dirección opuesta a como lo hicieron los antepasados. Y hay que hacer frente.

La pandemia sigue. Los estragos en todos los niveles/ rubros continúan. Y las escuelas están abandonadas. Los jardines de ellas, falleciendo. Y no hay para cuándo regresar a lo que antes fue normal. La esperanza vive, y las ganas de ver de cara completa y con la sonrisa grande a esos estudiantes que luchan a diario para aprender desde sus abolladas trincheras sobrevive.

Gentes a quienes los han forzado a ser invisibles en el país más rico del planeta.

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