GOTAS QUE RESBALAN POR TU COLA TLACUACHE / 288 — ojarasca Ojarasca
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GOTAS QUE RESBALAN POR TU COLA TLACUACHE / 288

CLUB DE ESCRITURA CREATIVA

Sé que estoy de paso, eso no significa que iré al panteón, a mi antiguo hogar, o a visitar a mi Marce. Estoy de paso donde hace tiempo mis pies brincaban en los charcos, corrían desnudos sobre las piedras de esta hermosa tierra. Tierra que aún no conoce el chapopote y el cemento. Tierra donde los colibríes no están en jaulas. Ellos vuelan, bailan libremente como si las hojas de los árboles les masajearan el lomo cuando pasan entre ellas. No como en la ciudad, algo que nunca me hubiera gustado conocer y que hasta la fecha me sigue atemorizando, pero nunca se sabe lo que a uno le espera. Mi padre siempre me decía que en la ciudad encontraría un tesoro y no sería un campesino como mi abuelo. ¡Oh! mi abuelo, el hombre más honesto y puro del pueblo. Él que lloró una noche antes de mi partida y justo al otro día no pude despedirme de él, porque no estaba en el corral, no estaba con las vacas, ni en la milpa. Lo busqué por todos lados y estuve a punto de no irme. En realidad, no sé por qué me fui. Adoraba cuando me mandaban a pizcar y le chiflaba a Marce para que me acompañara. Recuerdo cuando desgranábamos juntos las mazorcas moradas y blancas o cuando llevábamos al monte a las vacas. Recuerdo que una vez cayó una pera en el lomo de una vaca y ella se espantó, y comenzó a correr. Jaló con tanta fuerza que solté la cuerda y al caer se enredó con mi pie. Me arrastró como tres metros. De no haber sido por Marce, la vaca me habría matado. Ella me salvó, junto con su espíritu tan armónico con el que se comunicaba con los animales. Adoraba hacer todo con ella. Cuando nací, fue a ti a quien vi primero, Marce, estabas mirándome de cabeza desde el xonocouitl, pero no te veía bien porque todavía tenía los ojos empapados de sangre y ni siquiera había teja para cortar el cordón umbilical.

A veces siento que me perdí, que hubo un momento en el que me despegué de mí, pero a nadie le cuento. Aquí no tengo a nadie que sepa escuchar como lo hace el arroyo o la brisa, o las barrancas que callan en lo más profundo para no perder detalle de lo que uno dice a gritos. Aquí no hay sabios como un abuelo, de esos que no tienen que preguntarte qué sientes, simplemente te agarran para curar lo que te hace mal. Ahora me pregunto, qué fue lo que me hizo abandonar esta hermosa tierra en donde lo tenía todo. Por eso estoy aquí, buscando la respuesta, buscando un significado. Quiero revitalizar la fuerza que sentía cuando mi abuelo me daba sus consejos o cuando con su flauta bailaba como un venado. Eso me hacía muy feliz, eso me hacía sentir. Quiero volver a escuchar el sonido del tambor. Quiero saber en qué momento dejé de sentir y solamente comencé a caminar como sonámbulo.

Fue hace 28 años cuando mis ojos aún no conocían los edificios, el metro y las personas tan apuradas como si estuvieran siempre a cinco minutos de llegar tarde. Tenía seis años. Esa noche no estuvo Marce conmigo porque tuvo que irse. ¡Ay mi Marce!, yo no sé a quién te ibas a visitar por las noches, te desaparecías de repente. Muchas veces pensé que eras bruja y que por eso sabías mucho de plantas y podías reconocer el canto de las aves del pueblo. Otras veces, te seguía silencioso para que no te dieras cuenta, pero siempre te perdía cuando te metías en el cafetal, hasta tus huellas desaparecían y también tu aroma. Te volvías invisible como una ilusión, como un sueño. Recuerdo cuando nos íbamos al río y lo chistosa que te veías cuando el agua mojaba todo tu cuerpo o cuando te la tragabas. Te veías muy rara con tu cabello mojado y cuando dejábamos de jugar a ser peces, nos recostábamos en las piedras para que el sol iluminara con sus rayos nuestros oscuros pezones. También recuerdo las veces que te quedaste a mirar la luna conmigo y se te daba por aullar y agitar las sonajas, y yo ya no entendía lo que le decías a la luna. Me quedé solo esa noche, sentado sobre una increíble piedra, donde te di tu primer alcatraz, donde los colibríes volaron cuando te di tu primer beso, donde nos recostábamos desde que teníamos tres años. Tan especial esa piedra para nosotros, como el copal para mi abuelo. Yo ya sabía desde entonces Marce, los dioses no iban a aprobar nuestro extraño amor. Recuerdo que esa noche permanecí tan quieto como una estatua, hasta la una de la mañana contemplando la luna llena que se mantenía tan viva sobre el cerro. Como una hipnosis ardiente que se fusionaba con el parpadeo de las luciérnagas, aquel parpadeo que maravillaba los caminos en los montes. Adoraba esos días de luna llena, a decir verdad, los sigo adorando, aunque en la ciudad no se aprecien tan bien como aquí. Las noches en el pueblo tienen ese aroma a melodía de las huellas de mis ancestros que atravesaron todos los campos y las veredas de cabo a rabo. También esa noche sentía cómo el liviano viento recorría de mi cabeza a mis pies, creo que hasta los pálpitos de mi corazón sonaban como el viento. Me atemorizaba un poco volver a casa, pero sólo suspiraba y comenzaba a correr creyendo que los grillos corrían conmigo, pues su canto se escuchaba en todo el camino. Corría como un coyote persiguiendo a un conejo. Era un terror que por la mañana se convertía en risas, cuando les contaba a todos que mientras corría imaginaba que corría por debajo del suelo y que trepaba los árboles más altos, sin miedo, a pesar de que era tan pequeño como un zapote, y ellos decían que sólo los animales y sólo ellos treparían así. Entonces respondí: “Yo soy un animal”, y dale con las risas, que los hacía retorcerse. Fue muy divertida esa mañana y mejor aún con el café y las tortillas calientes en la mesa.

Y justo cuando ya faltaba poco para volver a casa, se podía escuchar la angustia de mamá en los ladridos del Chichi y el Manchas. A mí nunca me ladraban los perros, ellos preferían lengüetear mi cara y olfatear mis huaraches, a excepción de cuando entraba por el corral con miedo a pisar la caca de las gallinas, pero éste era el lugar más cerca de mi petate para que mi madre no me descubriera llegando a la una de la mañana y me diera unas nalgadas porque justo en esos días, en los días de luna llena, ella se enojaba bastante. Creo que eso era inútil, pues con el ruido de las cañas bastaba para que el Manchas y el Chichi vinieran con todo ladrando y despertando a todos, pero era más inútil porque mi madre ni siquiera podía recostarse, sino hasta que sus cuatro hombres que amaba estuvieran bien y en casa. Y yo no sabía cómo explicarle que adoraba estar en el monte, que casi quería ser un animal: una serpiente, un jaguar, un coyote y poder dormir ahí. A pesar de su enojo, ella sólo me abrazaba y me besaba la frente, mientras me decía que me tapara bien el resto de la madrugada. Creo que muy en el fondo ella me entendía. Estaba ahí mi viejita sentada en la cocina esperando a que hirviera el atole y los frijoles para que no se echaran a perder. Siempre me contaba que se reía de gusto porque nadie podía escuchar lo que su pensamiento decía cuando todos le rezaban a un pedazo de madera con corona de espinas. Me decía cantando que ella hablaba con los dioses Tlalocnana y Tlaloctata. También me decía que ellos tenían sed, que tenían ganas de llorar. Luego metía a una olla de barro amaranto, quelites, calabaza y copal. Me decía que hacía eso para que los pequeños dioses ocultos den vida y equilibrio a nuestro centro de la tierra. Una noche, mi madre no me dejó salir, me lo prohibió y advirtió a mi hermano que me vigilara. Me sentía tan mal porque seguro Marce me iba a estar buscando y yo quería estar con ella. La llamaba con mi pensamiento imaginando que de alguna manera me escucharía y vendría corriendo a mi casa. Pero nunca llegó y esa noche lloré al sonido del tambor que mi abuelo tocaba. Él me trataba de calmar y me decía que las huellas no se habían perdido, que seguro el viento se llevó la ceniza del fogón alrededor de la casa que él esparció. Yo no entendía nada de lo que me decía y mi mamá no me quiso decir nada sobre ello, sólo me enseñó un pedacito de carne y me dijo que éste nos conectaba a mí a ella y al todo. Yo le preguntaba quién era el todo y ella me decía que en la iglesia había varios que conformaban al todo, que había sangre como la tierra, que había lágrimas como el agua, que el olor a copal es el aire que sale de los árboles para mantener nuestra alma y que las veladoras tenían el fuego de los volcanes que emergían del interior del mundo donde estábamos parados. Hay tantos recuerdos que me han seguido de día y de noche. Todos los días. Algunos valen la pena contar y otros no tanto; algunos creo que tampoco son verdaderos porque me parecen pura fantasía, pero tenía 6 años, ¿cómo no van a ser fantasía? Ahora tengo 34, si mis papás vivieran tendrían 89 y si mi abuelo viviera tendría 104. Pienso que tal vez son esos los únicos recuerdos que valdría la pena guardar.

No volveré a la ciudad, subiré a la peña más alta a donde sólo llegan los venados. Recordar me hizo encontrar una respuesta y ahora sé que no estoy de paso, que no quiero estar de paso. Lo sé porque he visto en mis sueños que mi alma de animal está cansada y porque recuerdo que el abuelo siempre me dijo que cuando mi alma de animal estuviera cansada buscara cómo salir del cuerpo, no para irse sino para hacerse más fuerte, y también dijo que buscara el árbol más desramado y lo trepara hasta la cima. Él decía: Trépalo como una serpiente, como si fueras un chango hambriento por tocar el cielo. Trépalo como a una escalera hasta llegar a la punta y éste te haga volar. Trépalo con tu sangre caliente de tlacuache. Iré al panteón en busca de otra respuesta, a la tumba de mi abuelo, hasta la fecha no entiendo mucho de sus consejos, a pesar de que siempre hablaban de animales y yo que siempre he querido ser un animal. Me hace sentir confundido. Quisiera que su alma me diera a escuchar un poco de claridad. Si algo sé, es que el abuelo nunca se equivocaba. Primero iré a donde era su antigua casa, esperando encontrar algo allí. Ya en el camino todo era silencio, pero justo en la vereda que da a la casa del abuelo comenzaron a cantar los pájaros, después los perros, las mariposas, los tecolotes, las hormigas, los coyotes, las ardillas, los tejones, la jacaranda cantaba con su brillo al igual que el girasol y las gardenias, la ruda y la manzanilla. Todo el monte estaba aullando, un remolino de sonidos, podía sentirse como un toro enojado, como un cuervo devorando la carne, como los gatos en celo. Los sonidos graves con una sutil agudeza tan suave que hacía poner mis vellos de punta. Ya he llegado a la casa, puedo mirar que todo está muy ordenado y los perros bien alimentados. Hay también un caballo muy limpio y tiene su cabello cepillado como si alguien ya viviera aquí. Así que decido acercarme al caballo y comenzar a charlar con él. ¿Cómo estás bello caballo, puedo tocar tu frente? Estás muy suave y muy tranquilo. Dime, ¿en dónde está tu amo? Mientras acariciaba el pelaje del caballo, escuché una voz muy fuerte hablando tras de mí, decía: Se llama Poema y te estaba esperando, al igual que todo el monte, al igual que Marce, al igual que yo, tu abuelo. Tú eres la única razón por la cual no he muerto y desde que te fuiste Marce enfermó y cada vez empeoraba más. He cuidado de ella, pero ella espera con ansia por volver a ver la luna contigo. Mientras más te alejes de ella su corazón palpita más lento, pero si estás cerca ella mejora. Entra, ella ya sabe que estás aquí, y tú ya sabes qué hacer. Yo iré a descansar, no me despiertes. Besa mi frente cuando te vayas.

Fui corriendo a ver a Marce. Es verdad, tiene los ojos cerrados, también puedo ver sus extraños colmillos, su pequeña nariz, su lomo peludo, sus patitas y cola sin pelo. Se puede sentir una piel lisa y suave al tocarlas. Mi Marce, tus ojos, tu boca de pez y tu cola mariposa. Yo te amo Marce y te pido perdón, antes de que te encontrara me volví loco, pues pensé que nunca nos íbamos a ver, que nada más vivías cuando yo iba a los cielos por las noches. Encontrarte me hace mirar más allá de la luz que ofrecen las veladoras. La tragedia que sentí estos años no la puedo recordar por tener tu rostro frente a mí, por poder sostener tu pequeño cuerpo en mis manos. Adoraré por siempre esta noche, porque hoy es luna llena y te llevaré a la cascada, para contemplar la luna desde ahí y si no abres los ojos para verla, entonces nos arrojaremos de la cascada, para yo cerrarlos y adentrarnos en un vórtice, en un viaje eterno donde nuestras almas vuelen, corran y trepen como los animales que somos, como mi abuelo y su nahual Poema.

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Club de escritura creativa (Diana Contreras, Irene Mora, Luis Ángel Gándara Olaya y Sergio Diego), formado por estudiantes de lengua y cultura y desarrollo sustentable de la Universidad Intercultural del estado de Puebla.

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