LA ATMÓSFERA DE LA LENGUA MADRE — ojarasca Ojarasca
Usted está aquí: Inicio / Artículo / LA ATMÓSFERA DE LA LENGUA MADRE

LA ATMÓSFERA DE LA LENGUA MADRE

RAMÓN VERA-HERRERA

No es ya una mirada innovadora dejar de entender el lenguaje como un “medio de comunicación”, para considerarlo algo vivo, cambiante donde estamos inmersos, inescapablemente. Algo que trasciende las palabras, habladas o escritas, para abarcar todas las relaciones que nos resultan o se van haciendo significativas.

A esta condición, con gran tino, Alfredo Zepeda le ha llamado una “atmósfera”. Es decir, que los pueblos en su lengua viven respirando dentro de esa atmósfera del ñuhú, o del nahua, del mapudungún o el kiliwa. Pero la atmósfera abarca, si seguimos con la idea de algo vivo, todos nuestros cuidados: la sincronía del “agua marrona”, o la sombra de la luna ciertos días, o el verde particular de ciertos brotes en muy precisos momentos. La calidad de los vientos que pueden tumbar la milpa o si en ciertos pozos existe el agua como se anunciaba hace cuatro o cinco semanas. Así, las relaciones significativas pueden ser tantas que trascienden el ámbito de los términos equivalentes o semejantes entre un pueblo y otro con su lenguaje, y si a esto le sumamos los modos, los ritos, las encomiendas, los agravios, las pérdidas, el sentimiento ante la injusticia, esa atmósfera se carga más de sentidos compartidos que riman o emparentan los lenguajes aunque sean diferentes y provengan de muchos torrentes históricos “dispares”. Consideremos lo que John Berger dice en “Páginas sobre la lengua madre, las historias sin palabras y la incesante traducción” (https://www.jornada.com.mx/2014/10/04/opinion/ a03a1cul):

Una lengua no puede reducirse a un diccionario o a un acumulado de palabras y frases. No podemos tampoco reducirla al depósito de obras escritas en ésta. Una lengua hablada es un cuerpo, una criatura viva, cuya fisonomía es verbal y cuyas funciones viscerales son lingüísticas. Y el hogar de esta criatura es lo inarticulado y también lo que nos es dable articular.

Consideremos el término lengua materna. En ruso el término es rodnoi-yazyk, que significa la lengua más amada o cercana. En un chispazo podríamos llamarla nuestra amante lengua.

La lengua materna es nuestra primera lengua, escuchada por vez primera cuando éramos infantes, de la boca de nuestra madre. De aquí la lógica del término. Y lo menciono ahora porque esa lengua (que es criatura e intento describir) es sin duda femenina. Me imagino su centro como un útero fonético.

Al interior de una lengua materna, están todas las lenguas maternas. O para ponerlo de otro modo: toda lengua materna es universal.

De un modo brillante Chomsky demostró que todos los lenguajes, no sólo los verbales, tienen ciertas estructuras y procedimientos en común. Y entonces una lengua materna está relacionada (rima) con las lenguas no verbales —como son los signos, la conducta o el despliegue espacial. Cuando dibujo, trato de desmadejar y transcribir unas apariencias que conforman un texto, que ya de por sí tiene, lo sé, su indescifrable pero seguro sitio en mi lengua materna. Habiendo ubicado lo dicho por John Berger, repensemos lo que a Iván Illich le preocupa respecto al término “lengua madre”.

En El trabajo fantasma, Illich da cuenta de una época en que de paraje en paraje las personas hablaban “la lengua de la casa”, pues las variantes eran tan diversas como las familias, y entre todas las versiones la gente conversaba en lenguas que mantuvieron el ejercicio común de una traducción permanente y viva, que se enriquecía más y más con el trato entre una familia y la gente de fuera. Y como cada persona ejercía estas facultades traductoras (había muy poca gente “monolingüe”), la diversidad se afianzaba al ser reconocible en el fondo común. Tal vez la variabilidad dependía de los días, de la emoción, la devoción o la empatía que una persona lograba con otra. Y aquellas palabras que no transmitían nada se fueron perdiendo, con lo que la lengua crecía en conciencia y sugerencias, hasta volverse ríos. (Ver Iván Illich, Obras reunidas II, Fondo de Cultura Económica, México, 2008, p. 166). Siendo caudales de una versión particular del mundo, mantienen o pueden mantener un fondo común pese a sus “diferencias”. Al internarnos en su tejido es que nos empapamos de sus sentidos y nos sorprenden los “lugares” temporales a donde nos permiten llegar.

Cuando Illich emprendió la reconstrucción histórica de la incidencia de la Iglesia en la configuración del mundo contemporáneo, pleno de instituciones con sus injerencias, disposiciones, voluntad de reglamentar y homologar, entendió que en el momento en que se homologaron esas lenguas de la casa para apegarse a las disposiciones de Carlomagno y la Iglesia en el siglo VIII, el término “lengua madre” comenzó a denotar esa homologación realizada por la Madre Iglesia y toda su cauda para imaginar instituciones y formas de organizar la sociedad que hoy nos siguen limitando de tantas maneras.

¿Están entonces contrapuestas las visiones de John Berger e Iván Illich? En realidad no. Lo que para John Berger es la lengua madre, es ese entorno protector que configura el ámbito donde respiramos, esa atmósfera del lenguaje de la que habla Alfredo Zepeda. Illich se queja del emparejamiento y la normatividad, impuestos por la Iglesia y el Imperio carolingio, que comenzaron a decretar idiomas nacionales (en aras de la “lengua madre” que en realidad sigue o rima la configuración de las fronteras, el surgimiento de naciones, imperios, fronteras y abismos de sentido).

Cuando uno piensa en las lenguas de la casa, donde todo mundo se entendía y desplegaba su imaginación para establecer puntos en común desde donde traducirse mutuamente hasta crecer en el entendimiento que permitía la convivencia, uno entiende el verdadero daño que la fábula de Babel nos intenta transmitir.

El problema no es que hubiera infinidad de lenguas, sino que dejaron de entenderse mutuamente. Alfredo Zepeda nos atisba el horizonte de lo que puede ser una región indígena diversa. Al hacerlo, va mucho más allá de la cuadrada idea de la “multiculturalidad”, o “pluriculturalidad”, para plantear justamente la noción de una convivencia que a las diversas comunidades de pueblos, en este caso ñuhúes, masapigní, nahuas o totonacas, les permite compartir una región, una relación con la naturaleza, una serie de nociones de justicia y mutualidad, y todos sus vínculos con lo sagrado. Y por supuesto sus luchas de resistencia. Todo esto es un lenguaje común, una lengua materna que contiene otras varias, y las “lenguas de la casa”, la relación entre la gente y su territorio.

En un documento colectivo de próxima aparición, nos asomaremos a lo que las comunidades de la región de la Sierra Norte de Puebla, Hidalgo y Veracruz van reconstruyendo de su historia común, su voluntad de convivencia y su labor de resistencia contra un gasoducto que les quieren imponer desde una lógica de integración geopolítica entre México, Estados Unidos y Canadá, mientras TransCanada y otras instancias privadas y gubernamentales acaparan las cañadas que configuran ese territorio de convivencia, con el afán de cruzar ductos de gas, pero también quedarse con el caudal de manantiales que pueblan la región, como fruto de cuidados humanos de muchos años.

Ese territorio es, hoy por hoy, una atmósfera donde lo que se respira es un lenguaje común, diverso y cambiante pero común, y el corazón de ese lenguaje es eso sagrado que no sólo es ritual en el sentido más antropológico del término, sino la cotidianidad y la relación tejida desde siempre entre la gente y su territorio, con el que se crían mutuamente, mientras se comparten entre sí, las responsabilidades y los agravios. No lo cuidan, como si fuera un objeto. Se acompañan y se abrazan.

comentarios de blog provistos por Disqus