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BASURA Y COLONIALISMO INTERNO

JAIME TORRES GUILLÉN

LECCIONES DESDE EL SALTO, JALISCO

A las Mujeres de Un Salto de Vida

El basurero Los Laureles, ubicado sobre la carretera estatal El Salto vía Agua Blanca, cerca del entronque con la carretera libre a Zapotlanejo, pronto cerrará sus puertas. Ya no se depositarán las 2 mil 700 toneladas diarias de basura del Área Metropolitana de Guadalajara, pero se quedan ahí alrededor de 21 millones de toneladas. CAABSA Eagle, empresa a la que el gobierno de Jalisco y los ayuntamientos de Guadalajara, Tonalá, Tlajomulco, Juanacatlán y El Salto concesionaron la recolección y disposición final de la basura metropolitana, deja una estela de destrucción en la zona: contaminación del agua, aire, tierra y un continuum de males para humanos y no humanos.1

La exigencia del cierre se debe en buena medida a los conocimientos, organización, prácticas, denuncias y lucha social desplegada por el colectivo Un Salto de Vida A. C. desde el año 2008 e intensificada en 2019. Con estas gramáticas de la justicia, no pocos habitantes de El Salto y comunidades aledañas como Juanacatlán, Puente Grande y Tololotlán se enfrentaron al poder económico y político de CAABSA Eagle y a los gobiernos en turno. De estas gramáticas se desprenden lecciones dignas de tomar en cuenta para el aprendizaje social, la resistencia e imaginación de los pueblos.

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Una primera lección radica en entender el uso “blanqueado” de los términos para evitar nombrar lo que nos daña. Por ejemplo, decir residuo en vez de basura. En realidad, los residuos son sobrantes de procesos metabólicos circulares. Cuando se excretan, cumplen funciones diferenciadas en los ecosistemas. Es verdad que a gran escala los residuos son peligrosos porque cuando se pudren liberan gas metano. Pero este riesgo se produce de la mala idea de depositarlos en los basureros, no del residuo en sí. El sentido común nos dice que, generalizando el compostaje, este riesgo disminuye significativamente.

La basura en cambio es un agente generado por un metabolismo lineal integrado a la dinámica del valor de cambio: la producción industrial y el crecimiento económico. Por supuesto, es más técnico y neutral decir “relleno sanitario”, “residuo”, “energía limpia” o Centro Integral de Economía Circular, que decir basurero. De esta manera se puede imponer la “gestión” de la basura sin preocuparse por los umbrales o límites ambientales o éticos que dicha gestión debe tener. Fue de suma importancia el que los habitantes de El Salto nombraran las cosas por lo que son.

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De lo anterior se desprende la segunda lección. Si nombramos la basura como residuo la desvinculamos de la producción industrial y su exceso lo convertimos en el moralismo de lo “sucio” o la “sociedad de consumo”. De esta manera se invisibiliza a quien la produce y se responsabiliza a quien la compra. Entonces aparecen campanas de “Mi ciudad limpia” o la cultura pop de las tres R.

Pero la basura no es suciedad. Lo sucio está implicado en el metabolismo de lo vivo, tiene la particularidad de reintegrarse a los ecosistemas como las excretas o los residuos orgánicos luego de algún consumo. Si las excretas humanas hoy son fuente de contaminación de todo tipo de aguas fue por la mala idea de combinar aquellas con una corriente de agua en un artefacto llamado WC. Pero otra vez, el sentido común nos dice que la generalización de los baños secos en gran medida disminuiría este efecto no deseado.

Por lo que respecta a la idea de sociedad de consumo, éste no es un término adecuado para las sociedades industriales porque éstas no consumen, más bien explotan, producen y compran cosas,2 que es muy distinto. El consumo es propio de las sociedades de la abundancia que han practicado el Potlatch y el Kula, esto es, festines cuya actividad se concentra en la capacidad de regalar bienes a los demás para su consumo total.3 Las sociedades capitalistas, más que festivas o consumistas, son ascéticas y acumulativas.

Por tanto, moralizar el consumo como consumismo ha sido una buena distracción de la mentalidad industrial. Supone trasladar la responsabilidad de la basura exclusivamente a quienes la compran y no a quienes la producen. Lo cierto es que la basura es un agente industrial. Esto lo aceptan ambientalistas convencionales como Annie Leonard o industriales autodenominados ladrones y destructores de la tierra como Ray Anderson.4

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Los basureros son siempre un negocio. Ésta es la tercera lección. En las últimas décadas los gobiernos de América Latina y el Caribe, sin ser explícitos, han incorporado a sus índices de desarrollo la llamada “gestión de residuos sólidos urbanos”. Instituciones como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) informan sobre los avances o límites de dicha gestión porque ello supone medir los logros de los gobiernos, no sólo por el PIB sino también por basura per cápita.

Por esto la llamada gestión de residuos de empresarios y gobiernos no supone su fin sino su administración económica. Están en la misma lógica que el mercado de emisiones o los permisos para contaminar.5 Ese mercado no tiene el mínimo interés en limitar el uso del carbón, petróleo y gas en los sistemas industriales. Al contrario, industrializa la agricultura, despoja los territorios de los pueblos y destruye la soberanía alimentaria precisamente porque ello implica un negocio.

De la misma manera la gestión de los residuos, aunque sea un asunto de gobiernos, en la mayoría de los casos es manejada por la industria de este ramo a través de procesos de licitación. Tratar la basura siempre implica un costo monetario alto. Luego es fácil entender por qué los industriales son los promotores de basureros. Como producen basura, saben que el negocio no termina en su producción, distribución o compra. También su “depósito final” puede ser un negocio bastante lucrativo, de ahí que sea más difícil cerrar un basurero que crearlo. Éste es un aprendizaje que nos ha dejado Un Salto de Vida A. C. en su lucha contra CAABSA Eagle.

IV

La cuarta lección se expresa así: el colonialismo interno es criterio para la elección del depósito final de la basura. Colonialismo interno es el concepto con que se develan relaciones “de dominio y explotación de una población (con sus distintas clases, propietarios, trabajadores) por otra población que también tiene distintas clases (propietarios y trabajadores)” 6 sin que ello se perciba como una cuestión colonial.

Se trata de fenómenos en los que un pueblo o comunidad se integra a la economía de la metrópoli de manera subordinada, con lo que se desencadenan distorsiones o patologías de todo tipo en quienes habitan los pueblos: destrucción de la subsistencia local, daños a la salud, explotación generalizada de territorios a través de concesiones y monopolio radical del saber profesional.

El criterio se generaliza en todo el mundo. Basta abrir una página de cualquier Atlas de la basura para darse cuenta de la ubicación de los basureros. El criterio del colonialismo interno de gobiernos y empresarios supone elegir lugares para la disposición final de la basura donde haya “pueblos sin historia” a los que se pueda transferir los costos sociales del negocio.

Con la “gestión de los residuos” se transfieren privilegios a los dueños de la producción industrial y externalidades negativas a inocentes, sean humanos, animales, ríos, bosques, tierras. No es casual que la expresión más perversa del colonialismo interno sea el desprecio y la humillación a quienes sufren dichos costos.

V

La quinta lección versa sobre el desvalor de los saberes vernáculos. No son pocos los ingenieros de residuos que sueñan con grandes sarcófagos o ataúdes rellenos de basura que una vez enterrados en el suelo podrían ser la envidia de colegas y gobiernos de otras regiones. Sus conocimientos sobre gestión de residuos tienen de base el higienismo moderno y la Cleaner Production. La limpieza es su especialidad. Lo cierto es que, en los hechos, hasta el momento sus conocimientos se han limitado, con poco éxito, en mantener a raya los lixiviados, incinerar residuos o extraer biogás.

En el fondo está su fe en la ficción del progreso industrial infinito. Por eso se esfuerzan en vender la idea de que la tecnología lo resuelve todo. Esto los vuelve ciegos a las distopías que impone el urbanismo industrial, esto es, a “los sueños malsanos de grupos políticos y profesionales que monopolizan los instrumentos sociales y manipulan la imaginación popular con el fin de imponer a todos el costo del orgullo de los ricos”.7

Aunque su intención sea noble, al seguir la lógica de los servicios profesionales, de las soluciones tecnológicas y en la eficiencia, no caen en la cuenta de que ejercen un monopolio radical sobre los saberes vernáculos, esto es, sobre lo que la gente común piensa y dice en su contexto de la vida diaria. Desvalor es el término que usaba Iván Illich para nombrar cómo los saberes profesionales destruyen los ámbitos de comunidad, esto es, la autonomía de las personas para engendrar la subsistencia.

Además, los profesionales benévolos carecen de instrumentos intelectuales y emocionales para dar cuenta del sufrimiento humano y no humano. Sus estadísticas no contabilizan el mal del que habla y padece la gente común cuya esperanza no pocas veces es sofocada por la distopía tecnocrática. La lección aprendida es que, sin quererlo tal vez, con sus iniciativas no sólo degradan el ambiente, también la imaginación y la esperanza.

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La autonomía y subsistencia de la gente común es un recurso potente para pensar y actuar en torno al problema de la basura. Es la lección sexta. Por gente común entiendo personas que establecen una disputa activa y discursiva contra aquello que consideran injusto e incorrecto y promueven formas de socialización que contrastan con las patologías derivadas del capitalismo y su violencia estatal.

La gente común no es la vencida de la economía o dependiente de los sistemas de empobrecimiento organizados desde las grandes firmas empresariales y gobiernos poderosos. Son personas capaces de crear, no sin contradicciones y dificultades, formas de vida autónomas y con porvenir. La potencia de la gente común está en sus prácticas y saberes vernáculos. Al ponerlos en operación surgen los medios de contención contra los promotores del desarraigo y el colonialismo interno.

Su base no es económica, sino convivencial; no es la ganancia la que motiva sino la prosperidad derivada del poder autónomo de elegir. Esta potencia autónoma decide, “en el entorno, los recursos que permiten vivir, acompañado de la inventiva técnica capaz de transformarlos en valores de uso: alimento, vestido, adornos o viviendas”.8 En los hechos se convierte en una capacidad social para ponerle límites a lo que nos dana. En Jalisco, en El Salto, en Tala, Santa Cruz de las Flores, Poncitlán, Ixcatán, Huaxtla, San Lorenzo y otros pueblos agraviados puede uno encontrar todos los días gente común.

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Todas estas lecciones son sólo eso, lecciones para el aprendizaje social. No pretendo presentarlas como explicaciones o teorías científicas. Su contenido lo recojo de la lucha social de Un Salto de Vida A. C., pero estoy seguro que también se encuentran en otras comunidades agraviadas por el negocio de la gestión de residuos. Pienso que su valor radica en que difícilmente podría haberlas encontrado en alguna universidad o centro de investigación. Decir que la basura es un índice de crecimiento económico y por tanto tiene su raíz en la producción es una grosería para burócratas y expertos. Para la gente común un basurero es eso y más: es un lugar sin ley.

Esta es la razón por la cual uno entiende por qué los pueblos pueden ser nobles, pero no pacifistas. Se defienden y determinan quiénes son sus enemigos públicos luego de descubrir a quien los agravia. Estas gramáticas de la justicia de la gente común son muy diferentes al discurso pacifista de ecologistas, conservacionistas y ambientalistas cuyas prácticas apolíticas son susceptibles de emplearse en cualquier “empresa socialmente responsable”. En esos discursos no hay mucha novedad.

Por el contrario, es en la gente común donde he encontrado la conciencia de que los basureros han rebasado todos los umbrales de las instituciones estatales y que la tarea está no en las tres R sino en rehabilitar la subsistencia: la soberanía alimentaria, política, espacial y energética. Con ellos uno entiende que el negocio de la basura como “Reintegración de materiales al sector productivo; Transferencia, tratamiento y disposición adecuada de los residuos no valorizables” es una amenaza para la vida humana y no humana.

Quienes decidiéramos ser parte de esa tarea tendríamos que tener claro que la alianza entre expertos de los residuos y los negociantes de basureros debe ser contenida porque su comportamiento genera matanzas administrativas. Desde luego, como el término no existe en el sistema jurídico, no hay delito, luego no hay justicia que reclamar. Pero podríamos clasificar el hecho como banalidad del mal, término con el que Hannah Arendt nombró el comportamiento del nazi Adolf Eichmann en su juicio por su responsabilidad en “la Solución Final del problema judío”. Esta banalidad entendida como irreflexión y estupidez predispone a los sujetos a convertirse en criminales. Como lo pensó Arendt, esta irreflexión e indiferencia causa “más daño que todos los malos instintos inherentes, quizá, a la naturaleza humana”.9

Termino. El basurero Los Laureles es un mal que es indiferente a toda ley y un horror del que seguimos ignorando todo. Si continua como una realidad indescifrable, se situará por encima de nuestra imaginación y bloqueará toda forma nueva de pensar. Entonces, si queremos aprender más de ese horror para exigir un Nunca Más, debemos conversar no con científicos o burócratas, sino con la gente común que ha padecido los horrores.

Lamentablemente están por todos lados, no sólo en Los Laureles, también en el basurero de Cateura en Asunción, Paraguay, en Duquesa en República Dominicana, en Ghazipur, en Nueva Delhi, en Zaldibar en el País Vasco, en Lixao da Estrutural, en Brasilia, en Dandora en Nairobi, Kenya, en La Chureca en Managua, en Vinča en Belgrado, Serbia o en el hoy cerrado Fresh Kills en Staten Island, New York. En esas conversaciones, seguro encontraremos que, a pesar de todo, en la conciencia de la gente común, en su lucha por seguir en la tierra, esto es, por habitar los lugares que necesitaremos para existir con justicia y dignidad, rendirse nunca será una opción. Ésa es la séptima lección.

Notas:

1. Cfr. Jade Ramírez. “En el ocaso de su vida útil, el vertedero Los Laureles llena de jugos de basura al Río Santiago”. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=--VOG2ygZ7U

2. El término stuff que usa Annie Leonard tiene un sentido más preciso que la palabra en español cosa porque designa objeto manufacturado, pertenencia o algo que he adquirido no necesariamente para consumirlo, sino para “tenerlo”. Cfr. Annie Leonard, La historia de las cosas, México: FCE, 2010, pp. 18 y 43.

3. Cfr. Ruth Benedict, El hombre y la cultura, Barcelona: Edhasa, 1971. Bronislaw Malinowski, Los argonautas del Pacífico occidental (2 tomos), Barcelona: Editorial Planeta-De Agostini, S. A., 1986. Marshall Sahlins, Economía de la edad de piedra, Madrid: Akal, 1983.

4. Amy Cortese. “Ray Anderson: el ejecutivo arrepentido”.

Disponible en: https://www.sinpermiso.info/textos/rayanderson-el-ejecutivo-arrepentido

5. Tamra Gilbertson y Oscar Reyes, El mercado de las emisiones. Cómo funciona y por qué fracasa (trad. Beatriz Martínez Ruiz, Joanna Cabello Labarthe, María Arce Moreira y Bea Sánchez), Bolivia: Cerro Azul Artes y Letras, 2006.

6. Pablo González Casanova, Sociología de la explotación, México: Siglo XXI, 1969, p. 241.

7. Jean Robert, Los cronófagos. La era de los transportes devoradores de tiempo, México: Ítaca, 2021, p. 125.

8. Ibid., p. 186.

9. Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, México: Penguin Random House, 2019, p. 418.

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