BAÑO EN EL TEMAZCAL
Hacía muchísimo calor aquella tarde en que salí de la casa de Juan y era la primera vez que viajaría de Constitución Mexicana a El Duraznal. Después de recorrer una hora de camino, pasé por Jaltepec de Candayoc y ya casi llegando a María Lombardo tomé la desviación que me llevaría al pueblo de mi infancia y donde alguna vez mi tía Teresa intentó tocar el cielo con un palo cuando apenas era una niña. Conforme avanzaba la camioneta, pensaba en los múltiples viajes que habían realizado mis abuelos con huaraches pata de gallo o descalzos hacia la región el Bajo Mixe en busca de maíz. En la batea de la camioneta llevaba una reja de plátano manzano, cuatro calabazas de cáscara dura y dos gallinas. Antes de cruzar el río Puxmetacán, bajé a tomar agua y allí me di cuenta que una de las gallinas había muerto. Dos horas más tarde, llegué a Cotzocón y entré a una tienda para comprar unas copas de mezcal. Mientras saboreaba aquella bebida, le pregunté a la señora si había conocido a Matías Santiago y que le sobrevivían varios hijos en ese pueblo. También le comenté que era cuñado de Federico, a quien mi mamá le había vendido un rifle.
Mi intención durante ese viaje no era conocer a detalle respecto los amoríos que había tenido mi papá, tan sólo deseaba saber algo de mis otros hermanos. Cómo eran y qué hacían. Sin embargo, la señora respondió que no recordaba a Matías y menos a Federico. Así que, al término de la conversación, le regalé la gallina que el sol había matado hacías unas horas y traté de imaginar a mi papá cargando un montón de blusas de manta y exhausto por la caminata. Pero antes que brotaran más recuerdos, continué el viaje y de allí en adelante la subida era más empinada. Por doquier veía cerros y montañas. La planicie había quedado atrás y abajo. Luego, en el cielo se formaron montones de nubes grises y negras. Eran idénticos de los que yo veía cuando tenía seis años. Aquellas nubes me provocaban náusea y sentía que mi cabeza se partía en mil pedazos. Para que desaparecieran los síntomas era necesario que yo durmiera. Por ello, improvisaba una casita con sillas y ropas viejas dentro de la casa de mi mamá y enseguida me acostaba sobre un petate pequeño.
Algo extraño ocurría en mi sueño porque al día siguiente cuando despertaba mis cachetes tenían sangre, al igual que la palma de mi mano derecha y mis pies. Aquellas marcas o heridas sugerían que había peleado con alguien. Kilómetros más arriba comenzó a llover y el polvo de la brecha se convirtió en tierra mojada. Aquel olor me recordó cuando Cipriano terminaba de arar la pequeña parcela que teníamos en El Duraznal y enseguida caía un aguacero. Una hora después, apareció el sol y no tardaría en esconderse detrás del cerro la Mujer Dormida en Alotepec. Unos metros adelante, divisé la cúpula de una iglesia y el lugar del Pedimento. Ya en el centro contemplé de cerca el imponente cerro y allí vino a mi mente mi tío Gregorio, quien se había suicidado en aquel pueblo. Todavía había algo de claridad cuando pasé a Huayapam y al llegar a Cacalotepec estaba ya anocheciendo. Aún así intenté ver dónde estaba construida la casa del pueblo que tenía techo de zacate y que los naguales de mujeres de El Duraznal habían quemado. Justo en ese trayecto cambió el clima porque apareció la neblina y el frío.
Significaba que ya me encontraba cerca de las faldas del cerro de las Veinte Divinidades y al entrar a la desviación de Caballo Blanco, la noche se tornó más oscura por la espesura de la vegetación y la mezcla entre el humo de las fogatas que salían en varias casas y la densidad de la neblina. Alrededor de las diez llegué a la casa de mi tío Rogelio y le platiqué que horas antes había pensado en pernoctar en algún paraje. Él respondió que no era buena idea quedarse en lugares desconocidos porque de antaño una abuela de Tamazulápam Mixe había interpuesto una demanda a su esposo en Villa Alta y de regreso tomó la vereda que pasaba a Mixistlán. Sin embargo, ya era tarde y tuvo que pedir posada a la casa de una familia donde había muchos perros echados en el patio. Mientras éstos ladraban, salió una señora y le dijo a la abuela que entrara. Enseguida, llegó una hija de la señora cargando a un bebé en la espalda y ella fue a traer elotes a su parcela, mientras que su mamá puso sobre el fogón una olla de barro para calentar agua y a un lado estaba sentado un niño. Después, la señora comenzó a quitarle la ropa y ya desnudo lo metió a la olla de agua caliente.
El niño murió y la señora de la casa lo preparó en caldo e hizo tamales de elote. ¿Qué estoy haciendo y por qué llegué aquí? ¿Por qué no salí temprano de Villa Alta? ¿Será que me van a matar?, se preguntaba la abuela al ver aquella escena. Era ya de noche y se oía el canto de los grillos. Enseguida la señora también calentó el temazcal y sugirió a la abuela: “Tomarás un baño en el temazcal”. Pero minutos antes ella había visto que la hija había arrojado un cuchillo dentro del temazcal. Aun sabiendo lo que le ocurriría, entró y afuera la hija gritaba: “¡Dale! ¡Dale! ¡Dale!”.
La abuela escapó y se escondió al cruzar un arroyo. Los perros intentaron buscarla sin resultado y ella regresó a Villa Alta. Cuando mi tío terminó de contar esta historia, yo ya había tomado tres tazas de tepache y después bajamos al centro de El Duraznal para ver la quema de los juegos pirotécnicos y a escuchar los sones y jarabes mixes, porque era el mes de abril y había fiesta.