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DANZA DE LOS GRANOS DE MAÍZ

JUVENTINO SANTIAGO JIMÉNEZ

El sol ya se había escondido y pronto vendría la noche. Pero aun así fui a visitar a mi abuela al Cerro del Viento en Tamazulápam Mixe y cuando llegué me dijo: “Tomaré un baño en el temazcal, ¿podrías rociarme de agua en todo mi cuerpo con las hojas del palo del águila? Mi mano no puede tocar nada. Estoy enferma”. “Yo no sé cómo se bañan en el temazcal”, contesté. “Yo te diré cómo lo harás”, sugirió. Me quité la ropa al igual que ella y entramos desnudas por la puerta pequeña. Allí prensé un pedazo de tela para taparlo e indicó la abuela: “Echarás agua a las piedras para que salga vapor”. Al otro día me pidió que sobara su estómago con un pedazo de cebo de res; tenía el estómago caído y chillaba. La ayudé durante una semana y me regaló veinte pesos el día en que regresé a mi casa. Meses después, una joven llegó a verme y expuso: “Dicen que tú sabes sobar. No he podido comer porque me duele mucho mi estómago”. “Sí sé sobar”, respondí. Ella llevaba también un pedazo de cebo y con eso lo sobé.

Poco a poco fui aprendiendo cómo sobar el estómago y otras lesiones de las personas. Pasó el tiempo y otra mujer me dijo: “Mi hija tendrá a su bebé y tal vez tú podrías ayudarla. Ya ves que sí puedes sobar el estómago”. Así fue como comencé a ser partera, pero no era fácil porque si me equivocaba en algún momento del parto, probablemente moriría la mamá o el bebé. Por eso lo hacía con todo mi corazón y mis manos sentían cuando el bebé ya había tomado su camino. “Tienes que esforzarte; el bebé ya giró y está de cabeza. Ya llegó debajo de tu estómago; debes de entregarte en cuerpo y alma de que sí lo lograrás”, le decía a la mamá. El bebé bajaba rapidísimo, seguido de la placenta, y con una tijera cortaba el cordón umbilical y lo amarraba con cuidado para que cicatrizara bien el ombligo. Enseguida, le daba de tomar una copa de mezcal a la mamá para mantener caliente su cuerpo y la sentaba sobre un costal. Mientras descansaba, yo bañaba al recién nacido porque estaba cubierto de sangre y finalmente lavaba los senos de ella para que amamantara a su hijo.

Años más tarde y a petición de la gente, me dediqué a leer los granos de maíz. En aquel tiempo mi nieta vivía en Linda Vista y su esposo era músico. De manera repentina, él se enfermó y buscaron a un curandero para saber qué es lo que tenía. Sin embargo, aquella persona no encontró ni vio nada en la lectura de maíz y entonces la mamá bajó a mi casa. Subí con mi hija mayor y cuando llegué le sugerí a mi nieto: “¡Levanta tu mirada! ¡Mírame a mí!”. El color de sus ojos había cambiado a verde e indicaba que lo habían asustado en algún lugar. Andaba sin alma y por sus mejillas escurría un mar de lágrimas. Entré a la cocina y extendí un rebozo de mil colores sobre una mesa pequeña para leer los once granos de maíz que llevaba dentro de mi ceñidor de palma. Al soltarlos de mi puño derecho, parecía que ejecutaban una danza milenaria y por la posición del maíz morado comprobé que mi nieto sí estaba enfermo de susto. Los demás granos indicaban los lugares sagrados que habría que acudir para rescatar el alma de mi nieto y le comenté a su mamá: “Lo primero que harás es recordar a los abuelos”. Recordar a los abuelos significaba ofrendar a los muertos.

Ya había caído la noche y el camposanto quedaba lejos. Así que dejamos la comida de los abuelos a un lado de la vereda. Mientras regresábamos, le advertí a la mamá: “Si no haces el siguiente ritual, morirá tu hijo”. “No quiero que él se muera. Mañana mismo iremos a recorrer los lugares sagrados”, respondió. “El recorrido será largo porque no has ayudado a tu hijo y anda sin la protección de los dioses. Él vive como si fuera un animal del monte. Por lo tanto, recorreremos todos los lugares sagrados para implorar a los dioses que suelten y liberen su alma”, añadí. Bajé el nixtamal del fogón y comenzamos a hacer los alimentos sagrados. Cerca de la media noche llegó un amigo de mi nieto y confirmó lo que yo había visto dentro de los ojos y en la danza de los granos de maíz. “Abuela, un amigo se desmayó y cayó sobre nosotros cuando tocábamos en una fiesta en Cuatro Palos. En ese instante, su nieto comenzó a sentirse mal”, contó el muchacho y mi nieto volvió a llorar. “No estés triste. No morirás”, le comenté. Al día siguiente, metí una playera de él en un morral y bajé al Rincón del Sauna, donde comencé a hacer el ritual para el rescate de su alma.

Horas después, llegué al lugar del Demonio y pasé a la Laguna. De allí fui a la Punta de Olote y al Árbol de Madroño. Más tarde, bajamos a la casa de la Diosa del Pueblo y sacrifiqué una gallina para ofrendar a Konk Ënaa y Konk Tëjëë. Estos dioses permanecían inmóviles dentro de un baúl de madera. Enseguida, entregué los alimentos sagrados a la Diosa y lloré y grité en cuatro ocasiones. Justo en aquel momento sentí unos soplos de aire tibio en mi rostro que presagiaba que mi nieto sanaría. Para completar el ritual, bajamos a Agua Subida, a El Rayo y a Nueve Gotas. Después, fuimos a la Casa de los Abuelos y como a las cinco de la tarde llegamos a Cuatro Palos, donde mi nieto había perdido su alma. Allí también lloré y grité. En Piedra Tirada nos atrapó la noche y descansé un ratito en la vereda principal porque sentía que me desmayaba. Finalmente, bajamos a la casa de mi nieto. “Ya llegamos”, le dije. “¿Ya fueron a hacer el ritual, abuela?”, contestó. Ya se sentía bien y hablaba fuerte. Había sanado.

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