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TERNURA

JIMENA CAMACHO

Presagiar la ternura como quien ve en el horizonte un barco. Allá, a lo lejos, tan diminuto parece una mota de polvo. Pero existe. Y viene.

Presagiar la ternura en los cantos inesperados y las sonrisas halladas sin querer, sin proponérselo, en un parque cualquiera, de una ciudad cualquiera, en medio del confinamiento.

Presagiar la ternura en la mirada de un perro a su amo, y viceversa.

O a un gato, o a un pez.

En el acto valeroso de decirle a alguien: ven... En la danza de una cortina ligera de una ventana abierta que da a la calle. En la cama mullida y tibia y el chocolate caliente. En las carcajadas de la amiga y su compañera de banca y de batallas y en la batalla misma de sostener la alegría contra toda cosa que desee aniquilarla.

Presagiar la ternura como un arma poderosa porque no cesa y nunca lo hará: mientras lata un corazón humano o animal sobre la Tierra, siempre será posible presagiar la ternura.

En la parvada que a las 6 pm en punto vuela hacia los árboles y en las madres que buscan a sus hijas e hijos en los montes, en los valles y en las cárceles. Presagiar la ternura a cada instante y con cada inhalación de aire. Presagiarla como un acto rebelde, casi guerrillero, contra todo pronóstico de lluvia o de muerte.

Presagiarla en el sonido recio del primer aleteo de un ave.

En la despedida de los amantes en el andén y la madre en cuclillas con sus brazos abiertos como garza que enseña a volar al crío que hacia ella corre torpemente.

En el abrazo por todos pospuesto, en la decisión del adicto por levantarse una vez más y en la boca que se abre al cacao como si fuera, de nuevo, la primera vez.

En el arrebato de la escritora y en la primera nota que el músico deposita en la partitura.

En el ansia de aire, vida y libertad de la mujer que abre su ventana por la mañana.

En la hamaca vacía y las huellas en la arena.

En los ojos del perro atento a su pelota y el instante exacto del primer meneo de rabo antes de emprender la carrera.

En el calor del sol, a cualquier hora, y en los ojos de insomnio del hombre anhelante que llama a su mujer en silencio en medio de las estrellas.

En la hormiga que detiene un segundo su diligencia y en la paloma de plaza que se echa a volar huyendo de un niño que la quiere atrapar.

En la libreta en blanco y la carretera vacía.

En el avión que está por aterrizar y el brincoteo en el estómago de quienes le esperan en tierra.

En la catarina que camina despacito en la penca del maguey, y en el vientre que está a punto de estallar en el eterno y primigenio big bang. En el gesto del padre que se acerca a limpiar el helado en una mejilla y en el espacio que nos rodea y nos da forma empujando los átomos sin hacerse notar. Ahí está la ternura.

En el fin de la pandemia y, ojalá, de cualquier crueldad.

En el cuervo que roba, divertido, trozos de pan y en la primera cita de los futuros novios, con sus sonrisas tímidas, nerviosas, sin importar su edad.

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