VOLVERÉ PARA ESTAR EN TUS SUEÑOS / 299
Los gallos ya habían cantado hasta el cansancio cuando me levanté y quité despacio el palo con el que atrancábamos la puerta. Salí y vi que el cielo mixe aún seguía iluminado por miles de estrellas. Agarré un montón de leña seca e hice lumbre. Enseguida, coloqué el comal sobre las tres piedras que siempre lo sostenían y hacía ya cinco décadas atrás que había obligado a mi hijo para que cargara una de las piedras con hojas de plantas de maíz hacia la casa de Lucina porque decían en el pueblo que así dejaría de orinar en su pantalón durante las noches. Quizás hubiera funcionado tal creencia si mi vecina no habría regresado la piedra. A esa hora de la madrugada hacía frío y para generar algo de calor en mi cuerpo comencé a moler un poco de nixtamal en el metate. Antes de echar la primera tortilla en el comal, busqué una escobilla para embarrarle cal y así no quedaría pegada al momento de voltearla. Pronto hubo bastante brasa y metí una olla de barro para preparar café. Mientras hacía todo esto, Matías y Merino aún estaban acostados en el petate y en cualquier momento despertarían porque esa mañana viajarían. Al levantarse, lo primero que hicieron fue pesar los granos de café que venderían a Tamazulápam y luego les serví café, memelas con semilla de calabaza molida y yerba mora.
Después del almuerzo, mi suegro me comentó: “Hija, dice tu esposo que no quiere llevar tortillas; si todavía estoy sano y me da hambre. Además, yo voy a cargarla. Envuelve en una servilleta varias tortillas embarradas de frijol y chiles asados”. Salieron e iban despacio en la vereda; no sé por qué seguí con la mirada a mi suegro y dejé de verlo hasta que se perdió entre la vegetación. Sentí como si fuera la última vez que lo veía y en ese instante me invadió muchísimo sueño. Decidí acostarme en el petate con mi hija Ernestina y quedé profundamente dormida. Soñé que alguien rezaba ante un muerto y también escuché el repicar de una campanita. Aquel sonido me despertó e intenté descifrar el sueño que acababa de tener sin resultado alguno. Solamente recordé que el plan de mi esposo consistía en ir a comprar carne de res y pan a Mitla con el dinero de la venta de café. En tanto su papá esperaría en el pueblo para cargar las cosas; a pesar de lo planeado no regresaron juntos porque Aurelio Pablo, quien era agente de El Duraznal, le pidió a Matías que llevara una canasta de pollos para festejar el Día del Árbol. Esa tarde, Merino también debió haber viajado; no lo hizo porque tomó un poco de mezcal y se emborrachó.
Viajó al día siguiente por la tarde y al llegar a Cuatro Palos pidió posada en la casa de una señora. El esposo de ella no se encontraba y cuando regresó vio a Merino acostado. Lo primero que imaginó fue que aquel señor era amante de su mujer y entonces decidió matarlo. Aún recuerdo el ladrido de los perros de aquella madrugada y la voz de un hombre: “Hermano mayor, Matías, ¿estás allí? Tu papá murió de frío e intenté revivirlo”, dijo desde el patio. Él se levantó rápido y se marcharon. Yo me quedé a hacer tortillas y a empacar la ropa del difunto. “¿Mamá, es cierto que falleció mi abuelo?”, preguntó Artemio. “¡Sí! Tu papá se fue desde la mañana a avisar a las autoridades de Tamazulápam y ustedes subirán solos a la casa de tu abuela Josefa. No podré llevarlos y al rato hablaré con ella”, respondí. Más tarde le grité a mi mamá para preguntarle si ya habían llegado sus nietos y dijo que no, porque desde temprano un gavilán había espantado a sus guajolotes y los había estado buscándolos en el monte. Luego, preguntó: “Qué ha pasado?”. “Ha muerto mi suegro”, contesté y caminé tan rápido hasta alcanzar a mis hijos a Cuatro Palos donde había ocurrido la tragedia e hice que regresaran.
Mi suegro yacía inmóvil en un petate y el pantalón de manta que alguna vez fue blanco era ya color tierra. Los topiles quisieron amarrar de las manos a Matías para llevárselo a la cárcel por ser un hijo irresponsable y en esa discusión nadie culpó a José Ignacio, quien era el autor material de la muerte de Merino. Por la tarde escapó y cinco días después regresamos a El Duraznal. En el trayecto encontramos a Fidencio y él nos contó que Artemio, al principio, había sentido dolor de cabeza y después entró en sus ojos un pedacito de zacate podrido que cayó del techado de la casa de su abuela. Creo que mi hijo se había enfermado por extrañar a su abuelo y también me sorprendió un poco que la tristeza haya entrado por sus ojos, puesto que la mayoría de las personas mixes el principal centro de las emociones es el estómago. Cuando llegamos él estaba aún despierto y frotaba sus ojos. Cerca de la media noche me pidió que le preparara atole y al tomar unos sorbos murió. Lo levanté y entre mis brazos quedó completamente frío. Al día siguiente lo enterramos y regresamos a la casa donde vivíamos desde hacía algunos años. Transcurrieron tan sólo un par de semanas cuando comenzamos a escuchar casi todas las noches que llegaban personas en el patio a platicar y otras veces movían o aventaban envases de vidrio que teníamos amontonados.
Aquellas voces y ruidos infundían bastante miedo y también provocaron que huyéramos de allí para buscar otro lugar donde vivir sin que nos espantaran. Al año siguiente murió Matías y tampoco tardó mucho tiempo en que él regresara a casa tal como habían hecho los dos difuntos anteriores, porque en una ocasión su compadre Rogelio estaba sentado en una silla y tomaba una taza de tepache. Repentinamente comenzó a discutir con Matías y mantenía la mirada fija hacia el techado de zacate. Decía que allí estaba trepado el difunto y luego salió corriendo hasta perderse entre la milpa. Me quedé en el patio porque ya era de noche y llovía. Desde allí escuchaba los golpes que intercambiaban y también oía que tumbaban las plantas de maíz. Pasaron unos días y bajó mi comadre Adelaida a la casa. Me contó que su esposo había llegado golpeado y su ropa estaba manchada de sangre y lodo. Ese día ella me regaló un montón de plátanos, pero no sabía por qué lo hacía, sino hasta que murió dos semanas después entendí que aquel regalo y aquella visita había sido una manera de despedirse. El tiempo siguió su curso y ella volvió para estar en los sueños de Rogelio, provocándole pesadillas y para conciliar el sueño tuvo que abandonar su casa.
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Juventino Santiago Jiménez, escritor ayuuk de Tamazulápam Mixe, Oaxaca.