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UN REGALO DE LOS DIOSES

JUVENTINO SANTIAGO JIMÉNEZ

Casi todo el año las nubes mantenían escondido bajo su regazo al sol, pero cada vez que el viento soltaba unos llantos ensordecedores ellas corrían alborotadas de susto hacia los cerros y en un abrir y cerrar de ojos desaparecían por completo en El Duraznal. Una vez desvanecidas, el sol recobraba la libertad para volver a brillar y este fenómeno le fascinaba a Teresa porque veía tan cerca a esta estrella e incluso pensaba que alguien lo había colgado sobre su cabeza. Sin embargo, lo que verdaderamente le sorprendía era la inmensidad del cielo y cuando la dejaban sola en su casa aprovechaba para sacar una silla de madera; la colocaba justo al centro del patio y luego subía sosteniendo una vara delgada en la mano derecha con la que finalmente tocaba el azul del cielo mixe. En ese instante, experimentaba una emoción indescriptible en su estómago y en la década de los sesenta así jugaba cuando apenas era una niña. A esa edad daba por hecho que la cercanía entre el cielo y la tierra era un regalo de los dioses y otras veces dudaba: “¿Acaso la vida bajo el sol es tan sólo un sueño?”, como en el poema Cuando el niño era niño de Peter Handke.

Siete años más tarde comprobaría que la alegría duraba igual que el desvanecimiento de las nubes, pues ni bien terminaba de transitar en la etapa de la adolescencia cuando su mamá decidió que se casara y de ese matrimonio tuvo varios hijos. Con el paso del tiempo a ella le dio una enfermedad incurable y en el pueblo le recomendaron tomar té de diferentes plantas medicinales y también que comiera cangrejos crudos. Ella estaba tan aferrada en recuperar su salud, ya que la última vez que fui a visitarla recién había comido una víbora de cascabel y a pesar de haber probado todo tipo de remedio casero la enfermedad no se detuvo y siguió avanzando. Además, lo poco que comía vomitaba inmediatamente y así comenzó a bajar de peso hasta hacerse cada vez más visibles sus huesos. Ya en la noche nos sentamos alrededor de la fogata en la cocina de adobe para tomar café y mientras ardía la leña de encino imaginé que en poco tiempo nada quedaría de Teresa. Al día siguiente mi mamá sugirió que era necesario acudir a las personas que cuentan los días para saber exactamente cuándo moriría su hermana.

Era un miércoles y ese día es considerado como un día sombrío y oscuro. En algún momento de mi niñez escuché decir a mi abuela que tal día les pertenece a los muertos e impiden que los curanderos puedan interpretar las posiciones de los granos de maíz. Así que decidieron ir un sábado a casa de José y después de tirar dos veces el puñado de maíz sobre una manta blanquísima comentó que Teresa moriría justo en la fecha de su nacimiento y que no había manera en cómo ayudarla para prolongar su existencia. Añadió: “Los dioses se reunieron desde años atrás y acordaron que ella no vivirá por mucho tiempo. Al igual que todos, vivirá una vida breve”. Esto significaba que dentro de unos meses los dioses la abandonarían definitivamente, dejándola desprotegida, desamparada y sola. Lo único que debían hacer los familiares era esperar el momento indicado en que Teresa iniciara su viaje al inframundo, y a pesar del deterioro de su salud todavía hizo un último esfuerzo sobrehumano en bañarse sola cuando ya faltaban unas cuantas horas en apagarse sus ojos para siempre. Con ello pretendía darles esperanza a los que la ayudaban de que pronto sanaría.

Cerca de las cinco de la mañana del veintidós de febrero se levantó lentamente de la cama de tabla y le habló a Herminio para que la auxiliara. Primero, se apoyó en los hombros de su esposo y luego lo abrazó. Él pensó que iría al baño, pero minutos después sintió que Teresa ya no se movía y que solamente se había levantado para demostrarle aquel cariño a través de sus brazos, puesto que desde hacía cuatro días que ya no pronunciaba bien las palabras en mixe y en ese momento él trató de entender que el abrazo significaba: “Ya nos encontraremos en algún lugar y en otro tiempo”. Había muerto entre sus abrazos y la volvió a acostar aún con los ojos abiertos. Mientras amanecía comenzaron a buscar quiénes irían a escarbar al camposanto de Tamazulápam donde la enterrarían y también buscaron a cargadores de la caja de madera que aún no encargarban y al mediodía sacrificaron más de veinte pollos e hicieron tamales para darles de comer a la gente que llegaría a alumbrar a la recién fallecida.

A primera hora del día siguiente cocieron en el comal una jícara diminuta hecha a base de maíz y luego colocaron un huevo dentro de una olla pequeña de barro. Después, se trasladaron a un manantial para echarle siete jicaritas de agua al recipiente y de regreso levantaron la tapa de la caja donde Teresa yacía desde hacía dos días para remojar sus labios en siete ocasiones con tiras de tela usada. Esa olla de barro también la enterrarían en la entrada del panteón el mismo día que a ella y sin este ritual significaba enterrarla sin cabeza. Los cuatro hombres levantaron despacio hacia los hombros la caja de madera y se encaminaron a la vereda justo cuando terminó de tocar la última pieza la banda filarmónica. Habían avanzado tan sólo unos cuantos metros cuando sintieron un movimiento brusco en la caja y pensaron que ella intentaba levantarse…

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Juventino Santiago Jiménez, narrador ayuuk de Tamazulápam Mixe, Oaxaca.

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