NOCHES FRÍAS BAJO EL ZEMPOALTÉPETL / 302
Hace más de ocho décadas nací a unos metros del lugar sagrado El Colibrí en Tamazulápam Mixe y una de tantas actividades que realizaban mis papás consistía en sembrar maíz en el pedazo de parcela que les habían heredado mis abuelos. En aquel lugar, era tan común ver el amanecer y el atardecer cobijado por la neblina. Entonces, había días en que se sentía muchísimo frío e incluso quemaba las plantas de maíz y sólo a algunas matas alcanzaban a salirle espigas. Con un clima así, también esperábamos alrededor de un año desde la siembra hasta la cosecha y solamente pizcábamos unos cuantos costales de mazorca. Evidentemente éstas eran insuficientes y más porque mi familia era numerosa. Así que pronto quedaba vacía la casa del maíz y los meses siguientes comíamos papas, hojas de mostaza, hierba mora y cuando ya no había nada que comer mi papá bajaba por las mañanas a buscar flores de plátanos a Atitlán y regresaba por la noche. Pero sin carga alguna. Al día siguiente nos decía que por el cansancio había pasado a tomar unas jícaras de pulque en la casa de Cipriano y era posible que allá olvidara su carga.
A veces escuchaba las conversaciones de mis papás mientras intentaban espantar el frío sentados alrededor del fuego y allí acordaban que yo debía de ir a la casa de la abuela para que me diera de comer. Ella vivía en otro lugar sagrado llamado El Demonio y por las tardes bajábamos a bañarnos al río Salado, pues a esa hora el agua era tibia, y al regresar cortábamos un montón de duraznos a un lado del patio donde tenía varios árboles frutales. Enseguida, los metía en una olla de barro y la colocaba en el fogón ardiente. Media hora después comíamos los duraznos bien cocidos y sabía riquísimo con canela. Antes de que me atrapara el sueño ella contaba historias extraordinarias sobre la creación de la Tierra, del hombre y de la mujer, de los animales y hasta inventaba otras con tal de que su nieta fuera tan feliz en esas noches frías bajo las faldas del cerro de Zempoaltépetl. Me quedaba con la abuela más de quince días y finalmente regresaba a mi casa para seguir viviendo entre los abrazos de la neblina y de vez en cuando también contemplaba el mar de nubes que se ponía sobre Atitlán, Cacalotepec y Huayapam.
Cuando cumplí los catorce años mis papás decidieron que ya tenía edad suficiente para que me casara con Matías y bajamos a vivir a El Duraznal. Allá construimos una casa de piedra y lodo y con techado de zacate. Un año después de compartir el cielo mixe tuvimos nuestro primer hijo y con el paso del tiempo llegamos a tener nueve. Nuevamente tenía una familia numerosa tal como había transcurrido mi infancia, pero no sabía cuánto tiempo viviríamos así y tampoco tenía idea qué tan pronto comenzaría a perderlos. Todo inició con la muerte de mi suegro y luego siguió Artemio, el mayor de los nueve, se enfermó de tristeza y entró por sus ojos. Casi dos días estuvo tallándolos y murió en mis brazos justo cuando estaba tomando una taza de atole de maíz. Luego, los gemelos que dormían sobre el temazcal en una tarde lluviosa ya no despertaron jamás y le comenté a mi esposo que debíamos de realizar algún ritual porque yo no quería que siguieran muriendo más mis hijos y él respondió: “Si tienes tantas ganas de comer pollos, iré a Mitla a comprarlos una canasta para ti sola”.
No le respondí y al año siguiente murieron otros tres. Fue entonces cuando él sugirió que fuéramos a ver a una curandera a Ayutla y Lucina comentó que solamente sobrevivirían cuatro de los nueve, pero para que esto ocurriera teníamos que hacer una serie de rituales en los distintos lugares sagrados y allá tendríamos que implorar a los dioses para que mis hijos crecieran sanos. Regresamos a El Duraznal y Matías llegó casi desmayándose. A pesar de sentirse tan mal, aún logró decirme: “Me duele mucho el estómago”, y le preparé té de hierba buena con varios dientes de ajo, lo tomó y durmió. También me acosté en el petate e inmediatamente comencé a soñar. Vi que él estaba recargado a la pared y al parecer arreglaba las correas de un par de huaraches. Enseguida, escuché voces y justo donde había un árbol de tejocote vi que subían muy aprisa varios hombres que eran topiles en el pueblo y cada quien llevaba un garrote.
Lo primero que pensé fue en la escopeta de Matías que había comprado en Oaxaca hacía algunos años y que la había usado en el conflicto de límites de tierras con el pueblo vecino. Probablemente los topiles se la llevarían y antes de que llegaran le hablé en voz baja a mi esposo para que la escondiera, pero no me escuchó y desperté. Me levanté y abrí la puerta de madera podrida para salir al patio. No sabía a qué hora sería, pero aún era de madrugada ya que en el cielo mixe había miles de estrellas y por el frío recordé que ya no tenía café. Entonces, cuando regresé hice lumbre y tosté un kilo de café en el comal. Lo molí en el metate y durante todo el día pensé qué significaba aquel sueño que había tenido. Sin embargo, no logré descifrarlo hasta que un mes después Matías murió y desde ese entonces sé que los sueños avisan…