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NUEVO AMANECER EN EL DURAZNAL

JUVENTINO SANTIAGO JIMÉNEZ

Hacía ya unas horas que los pájaros habían interpretado un sinfín de melodías para celebrar un nuevo amanecer en El Duraznal y después de tomar café salí de la casa con un morral en la mano donde llevaba un cuaderno y varios libros de texto. Al avanzar unos metros en la vereda que conducía a la escuela primaria “bilingüe”, rápidamente brotaron mis lágrimas y escurrían en mis cachetes como si fueran el agua que bajaba en la cascada de enfrente del cerro. No eran frías, sino tibias y al caer al suelo se mezclaron con el rocío de la mañana. Lloraba porque no me gustaba asistir a aquel espacio escolar y esta experiencia constituiría sólo el comienzo de los problemas de comunicación que enfrentaría más adelante con profesores y estudiantes. Seguí despacio, pues el par de huarache que llevaba puesto recién le habían cambiado las correas en Ayutla y me lastimaban. Luego, me detuve y justo en ese instante el sol asomaba lentamente en la cima del cerro de La Mujer Dormida. Parecía no tener preocupación alguna, excepto brillar.

Los primeros rayos de esta estrella hicieron que contemplara de cerca los tallos, las hojas y las ramas de los árboles que habían a mi alrededor. Pero a pesar del paisaje maravilloso y de los cantos de las aves bajo el cielo mixe de aquella mañana, yo no estaba contento. Llegué a la cancha y mis compañeros jugaban a las canicas con los frutos del árbol de encino. Realmente no sabía qué hacía allí parado y tampoco podía regresar a casa porque mi mamá o la abuela Josefa me recibirían con golpes de mecapal. Ya en varias ocasiones había intentado escapar de las golpizas, pero sin éxito alguno.

Ambas tenían muy buena puntería al aventar una leña seca o una piedra y entonces dejaba de correr para esperarlas a que llegaran a descargar toda su furia. Dos años después, en la primaria Generación Futura de Tamazulápam, Juan Gabriel se acercaba y olía el pantalón que usaba todos los días. Enseguida, le decía a los demás niños del grupo que yo me había orinado y todos se reían de mí.

Otro escenario hostil era el albergue donde me quedaba con mi hermano menor de domingo a jueves y durante esos días Mario aprovechaba para golpearlo. Él lloraba con todas sus fuerzas como lo hacía en la casa en El Duraznal y el eco de sus llantos se escuchaban hasta en lo alto del cerro donde vivían una manada de coyotes. Y cada vez que el sol se escondía por las tardes, ellos comenzaban a aullar y justo después de la medianoche bajaban para llevarse a una de las gallinas. En aquel tiempo cursaba quinto grado y las cocineras en el albergue me comparaban con sus hijos que ya sabían leer, escribir y también hablaban en español. Pensaba que aquellos niños eran muy inteligentes, porque para desarrollar tales habilidades lingüísticas tardaría muchos años y lo más dífícil para mí era expresarme en esta lengua. No sé por qué me daba tanto miedo pronunciar una palabra o una frase y recuerdo que mi tío Francisco iba al pueblo cuando le daban vacaciones en el Instituto Politécnico Nacional y al llegar a la casa de la abuela Espíritu decía: “Muchacho, buenas noches”.

Hacía un esfuerzo enorme por responder, pero no lograba decir nada y la abuela reía. Todos sus hijos eranprofesores bilingües y los nietos habían adquirido el español como primera lengua. En aquella época también nos enfermamos y las cocineras creían que los granos que teníamos entre las piernas eran terriblemente contagiosos porque les salía pus de un color amarillento y producía un olor bastante desagradable. Entonces, nos prohibieron usar la taza de cemento de la letrina que estaba entre los árboles de pera y de durazno, y esta medida evitaría que los demás niños se enfermaran. Todas las mañanas cuando caminaba el trayecto del albergue a la primaria el dolor era insoportabe, pues los granos rozaban con el pantalón de tela de pana que mi tía Valentina me había regalado. Varios días asistí así a clases hasta que una tarde una de las cocineras decidió que debíamos de ir a casa, pero como no teníamos casa en el pueblo, nuevamente fuimos con la abuela Espíritu.

Era evidente que no nos querían en el albergue y menos en la primaria ya que nadie nos llevó a la clínica que estaba en el centro de Tamazulápam. Por lo menos hubiese sentido menos dolor al escuchar el canto de las palomas cuando pasara entre los árboles de pino que había en el parque. Al ver mi mamá los granos, puso a hervir agua con sal en el fogón y minutos después me echó una jícara de agua caliente. En ese momento sentí morirme y mi hermano salió corriendo al patio. Enseguida, llegó la hija de la curandera Pascuala y al día siguiente mi mamá fue a verla para saber por qué nos habíamos enfermado. A través de la lectura de los granos de maíz ella comentó que los granos que teníamos entre las piernas era porque años atrás mi abuelo Victoriano había matado en defensa propia a un señor en Tlacolula. Así que esa misma noche la curandera hizo el ritual en el camposanto y dos días después sanamos.

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JUVENTINO SANTIAGO JIMÉNEZ, narrador ayuuk de Tamazulápam Mixe, Oaxaca.

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