LA VIDA LO VALE TODO / 307
A diferencia de las verdaderas guerras (las guerras-guerras), la mortandad múltiple por violencia que aqueja a México no ha llevado a la población, y menos a las organizaciones sociales independientes, al adormecimiento numérico. Aquella perversión inflacionaria que describió Elias Canetti en Masa y poder: la trivialización del número. Puede ser el precio de las cosas, pueden ser las vidas humanas, las hectáreas de bosques incendiadas. Con ello se veló la muerte de los prescindibles en el Holocausto. Borrados. Como si no hubieran existido.
La enfermedad moral del fascismo inicial inventó el moderno método de la “desaparición” y ya se estaba saliendo con la suya. Nadie parecía llevar la cuenta. Esto no ha permeado a México, ni siquiera ahora. Por más que cantemos que la vida no vale nada, bien que vale. Sobre todo la de las personas nuestras, que nos importan, las que amamos. No pueden “desaparecer”. Están en alguna parte.
Nada más desagarrador que las personas buscadoras de sus gentes, esa dedicación indeseada de tantos mexicanas y mexicanos. En soledad, invisibles para las autoridades, consideradas una amenaza por el crimen organizado.
En las pletóricas celebraciones del más reciente Día de los Muertos, no dejó de resonar la voz de quienes buscan a sus desaparecidos, lloran a sus muertos en la violencia y la inhumanidad de estos días, reclaman la justicia que no les dan. Del mismo modo que el clamor por los 43 muchachos de Ayotzinapa de plano no se apaga, grupos de familiares y amistades de los ausentes marchan por las calles, recorren comisarías y albergues, peinan baldíos, tiraderos y barrancas. Cuántas veces poniendo en riesgo su propia vida.
Los recordatorios del horror no se limitan a los aniversarios, son constantes. Las Abejas de Acteal, por ejemplo, rememoran la masacre de 1997 y demandan justicia no sólo el 22 de diciembre, sino el día 22 de cada mes. En unas semanas, como sea, se cumplirán 25 años de ese crimen de Estado ocurrido en Chenalhó, Chiapas. Ni perdón ni olvido: justicia.
La tradición indígena y popular alimenta la fuerza espiritual de la memoria de los difuntos. Esta fiesta y esta concepción cultural es uno de los tesoros nacionales que siguen aportando los pueblos originarios a esta Nación. Por sobre la resignación y la tristeza, los vivos comen, beben, hacen fiesta y se dan por muertos de guasa en las “calaveras”.
Pero ante las tragedias oponen la rabia, la protesta y el reclamo se entretejen con la celebración de noviembre.
La muerte humana es natural. Pero los feminicidios, las ejecuciones, las emboscadas, las masacres, son contranatura y deben cesar. Lo mismo las desapariciones y las amenazas. Sólo así habrá paz en las calles y en los corazones.