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DOS LENGUAS SON FRONTERAS

ANA MATÍAS RENDÓN

Advertencia: Este cuento es ficción, cualquier parecido con la realidad es pura y llana casualidad.

Existían tres tipos de ciudadano promedio. En realidad, había de otras clases que carecían de mayor incidencia. En todo caso, se les podía relegar con facilidad, sólo había que darles una dádiva para que pronto olvidaran las coyunturas que los hacían protestar.

Tres tipos, nada más. Los sátrapas que ejercían el poder, los calesineros que pululaban entre el deseo de opulencia y su preocupación por pagar las cuentas cotidianas y, por supuesto, la clase baja, los catetos, cuyo destino se explicaba en el trabajo constante. Zahir pertenecía a los últimos, pero tenía sus dudas, creía que todavía estaba en lo hondo de los abismos, ahí donde se puede dudar de la existencia.

El país estaba formado de un mestizaje muy común, tan característico del continente, entre los invasores a las tierras y los naturales. Por lo menos eso decían los libros de textos en los que Zahir había estudiado. Lo cierto era que entre ellos existían rencillas que poco se habían disimulado a lo largo de los siglos. Los naturales habían sido excluidos de los centros urbanos, los servicios y derechos; eran los conquistados, los pobres, los infelices.

Algunas aldeas habían conseguido sobrevivir aislándose entre las montañas o selvas. La cultura y lengua habían sido menguados con el tiempo. En los últimos años, en las ciudades, había un movimiento para recuperar las lenguas ancestrales. Los colonizadores habían planeado erradicarlas de mil formas, se habían empeñado tanto que muchos de los habitantes desconocían su existencia. Por el contrario, unos cuantos obstinados se habían negado a obedecer, enseñándolas y recuperándolas para los hijos. Pocas personas se habían preocupado de la manera en cómo se estaban revitalizando.

El Estado había organizado concursos, festivales, encuentros y actividades para apoyar la recuperación de las lenguas, vanagloriándose de una pluriculturalidad improbable de encontrar en la monotonía de los campesinos y obreros. […] Era tal el hervidero sobre el valor de la cultura y la lengua que los ciudadanos estaban volcados en defender su identidad colectiva y, aquellos que, en un acto de sinceridad, tenían dudas sobre cuáles eran sus orígenes, preferían amparar la idea del mestizaje como la única identidad del país. Los mestizos en favor de los colonizados se habían aferrado a la idea de retomar sus raíces, aprendiendo la lengua y vistiendo ropas que imitaban a las tradicionales. Lo que era obvio eran los grupos en pugna, complejos de definir, aunque los discursos dijeran lo contrario.

Zahir le había dado varias vueltas a la misma idea. Examinaba con aplomo cuántos de los ciudadanos preocupados por la recuperación cultural aumentaban como la espuma. Los activistas que vociferaban sobre la importancia identitaria, al mismo tiempo, permitían la explotación de sus territorios. Los sátrapas también se jactaban de una cultura colonizadora, disfrazada de buena voluntad, que los clasemedieros respaldaban, dejando que la explotación se convirtiera en un discurso en favor del progreso.

Los medios de comunicación bombardeaban con las bondades del progreso y la civilización, pero Zahir sabía que la benevolencia estaba reservada para unos cuantos privilegiados; por el contrario, los que trabajaban para que la civilización se encumbrara vivían en la miseria. Y todavía peor, venía aquel asunto de la identidad. Zahir tuvo que abandonar el bachillerato, porque su madre había enfermado. Al mes su padre fue recortado de la fábrica, por esta razón el servicio médico fue suspendido y tuvieron que vérselas con sus propios medios para cubrir los gastos de salud.

Había una especie de velo sobre las situaciones reales que se vivían en la miseria y la sobrevivencia diaria; cuando se decía algo que podía afectar a uno o los dos bandos, se creía que se les estaba atacando, imposibilitando el diálogo. Zahir estaba atrapado justo en esa batalla discursiva muy rara, que robaba la atención de la sociedad.

Zahir era hijo de arrieros de la cultura guicabanú, todos sus ancestros habían sido descendientes de este pueblo milenario. Los signos de su cuerpo eran los propios de los naturales de estas tierras. Una piel que semejaba la masa de barro con la que se elaboraban las casas de adobe. Sus padres tuvieron que abandonar el pueblo cuando fueron amenazados por el cacique que se adueñó de las mejores parcelas de cultivo. El padre había tenido un sinfín de oficios, pero al ser analfabeto se le dificultaba encontrar otros medios de sobrevivencia en donde le pidieran papeles de escuela. Su dominio de la lengua nacional era adecuado, si bien todavía conservaba un acento de su lengua materna, que en ocasiones lo enfrentaba a las burlas. La madre hablaba todavía menos la segunda lengua, rara vez salía de casa, se dedicaba al hogar y a lavar ropa ajena; con ello habían permitido que su hijo fuera a la escuela, pagar el transporte costoso, porque en el municipio los niveles medios y superiores brillaban por su ausencia, además de darle para los materiales, hasta que enfermó de cáncer y su situación empeoró. Zahir había escuchado entre los murmullos de su madre los renuentes de una lengua que le fue negada para evitar el rechazo de los calesineros y con ello asegurar una mejor suerte. Conocía, no obstante, la vida de un natural desarraigado y hundido en las pocas posibilidades de hallar su cometido en el progreso.

Los campesinos empobrecidos por el sistema, que los colocaba en el fondo de las desesperanzas, se habían asentado en uno de los terrenos irregulares afuera de la ciudad, en donde otras familias buscaban refugio. El terreno no era suyo, debían pagar renta, aunque eran tratados como paracaidistas. Los citadinos habían construido un muro para separarse de estos indeseables, de los que se suponía tenían como única alternativa la delincuencia, viviendo en semejantes condiciones. […]

La última vez que Zahir estuvo en el pueblo fue bastante desagradable. Los pobladores se habían quejado de su presencia, a pesar de que no era ningún extraño; tal vez desconocía la lengua, pero comprendía la cultura. En varias temporadas de cosecha había ayudado a su padre y tío a trabajar. Las costumbres familiares las había seguido al pie de la letra. La desaprobación de los comuneros inició cuando el síndico le pidió que ayudara en la limpieza de las colindancias. El hijo del cacique levantó la queja en una asamblea para impedir que interviniera en las acciones comunales, porque eso sería dejar entrar a fulanos que habían crecido fuera de la comunidad. Alegaba que en los municipios cercanos se había visto que eso traía grandes males, pues los licenciados y estudiados venían a cambiarlo todo, luego se creían por encima de los campesinos.

Era cierto, Zahir había sido testigo de cómo los hijos de los que habían migrado a la ciudad querían modificar cada cosa que creían mal, traían sus teorías aprendidas en las escuelas, decían que lo hacían por amor a la comunidad, a sus orígenes; aunque tampoco sabían la lengua ni conocían las tradiciones o la historia oral, traían el cambio en contra del progreso con otras ideas civilizatorias. Zahir estuvo de acuerdo con la asamblea. Él respetaba la normatividad, porque su padre se la había enseñado. Zahir sabía que la palabra del hijo del cacique y otros principales estaba por encima de la suya, así que decidió jamás volver, porque pese a lo que pensaran, sí respaldaba la decisión.

Desde ese día pensaba en exceso sobre las formaciones y transformaciones del pueblo. Los caciques, como los principales, eran profesionistas, comerciantes o dueños de las mejores tierras, eran de tez clara, eran como los calesineros. Los guicabanús del color de la tierra seguían siendo campesinos y en su mayoría monolingües. El hijo del cacique, por ejemplo, podía pasar por un clasemediero si no fuera por sus ropas; era cierto que en su sangre corría sangre ancestral, pero era mestizo y había podido estudiar en la universidad con el apoyo de sus padres profesores y, ahora, se proclamaba como el gran poeta guicabanú. Zahir, por el contrario, se sentía despojado de la identidad cultural de sus padres y rechazado por los citadinos por la misma razón de ser un descendiente guicabanú, aunque ignorara la lengua. Zahir se sentía molesto con las circunstancias, por las injusticias que sus padres habían sufrido, al igual que lo estaba con ellos, por su inhabilidad para defender lo suyo.

*

Zahir se quedó analizando el páramo, las plantas silvestres se asomaban en los terrenos, también los tambos para guardar el agua que debían estar vacíos. Las puertas de las casas estaban sostenidas por una especie de inercia inexplicable. Miraba con detenimiento los nichos que hacían de conjuntos habitacionales. Las viviendas estaban muy pegadas. El colorido era lo único constante, producto del ingenio para improvisar casas. Dentro de lo que comprendía, sabía que estaba en mejores condiciones que otros, a quienes les faltaba todo, dormían sobre el suelo, dentro de una casa desamueblada o sobreviviendo con una triza de tortilla en el estómago.

Zahir caminó hacia el cementerio y se quedó sentado en una roca, observando en la lejanía. Comenzaba a oscurecer y los asistentes estaban apresurados para adornar las tumbas. Las personas venían de diferentes culturas, pero por alguna razón coincidían en conmemorar a los muertos a la usanza de los mestizos, afianzando lo nacional. Al joven le penetró un olor a podredumbre. El atardecer levantaba una especie de bruma en el basurero.

El basurero estaba a lado del camposanto. El terreno del vertedero era plano como el resto de la colonia, sin embargo, el desperdicio formaba pendientes de distintos tamaños. No contentos con estar sin servicios, el basurero municipal estaba instalado cerca de las casas. Es cierto que los moradores contribuyeron a que fuera de este modo, porque antes el espacio estaba limpio; conforme se fueron asentando decidieron, por una especie de coincidencia, arrojar sus desechos ahí, lo cual empeoró cuando al Ayuntamiento le pareció buena idea y dio la orden para que los camiones dejaran las recolecciones de la ciudad.

Decenas de avecindados se dedicaban al reciclaje y la venta de materiales encontrados entre los montículos. El olor era soportable una parte del año, pues en época de calor se confundía con la pestilencia de las letrinas, convirtiéndose en el inframundo. Zahir se levantó y decidió ir a las orillas de la colonia para encontrar un teléfono público y hablar con sus padres.

En los límites con la ciudad, había una estatua de bronce de un héroe desconocido por la población, quizá era el nombre que para un intelectual o político lo haría sentirse orgulloso por sus logros; para los vecinos, era un total desconocido. Zahir debía esperar media hora para que sus padres le contestaran. En la caseta telefónica del pueblo, el dependiente debía avisar a los parientes; el periodo de espera aumentaba en los días de muertos, pues la gente suspendía los trabajos. Zahir seguía sumido en sus reflexiones, absorto en la muralla que los separaba de los afincados con dinero. Las casas de los calesineros y los ricos estaban bardeadas, a ellos les encantaban los límites. Los clasemedieros gozaban de espacios con servicios y, en el mejor de los casos, con jardines. Los terrenos de las viviendas en la colonia, en cambio, estaban separados por piedras, pedazos de madera u otro elemento, lo que servía para organizar los espacios, como la zona para tender la ropa.

Zahir marcó el número, mientras el timbre sonaba, vio a lo lejos, a través de las rejas, a un padre en el patio de su casa que sostenía un saco de box y su hijo pequeño que se preparaba para golpearlo. Nadie contestaba. Seguro era por la comida de Todos Santos, pensó. Remarcó. Los timbrazos repitiéndose en el vacío. El niño golpeaba el saco muy concentrado en la tarea.

–¿Quién es?

–Quiero hablar con el señor Xhajó y la señora Imelda de la casa de Perí Mayor —la respuesta fue el ruido del teléfono siendo pasado a otro interlocutor.

–¿Qué pasó, hijo? —se escuchó el resoplo de alguien agitado—. Tus padres no llegaron.

–¿Cómo? —la respiración entrecortada por el miedo—, ¿qué dices, tío? Antier se fueron para allá.

–No hijo, pensé que se habían arrepentido o que tu mamá se había puesto mala.

El murmullo de los muertos podía filtrarse por el auricular. El adolescente sintió el frío del anochecer que serpenteaba por su nuca y espalda.

–Hijo, no hagas nada, voy a preguntar acá si alguien sabe algo, háblame al ratito.

–Sí, tío…

Zahir sintió que el aire le faltaba. La ciudad del otoño y la miseria comenzaba a rodearlo con insistencia. Echó a correr rumbo a su casa. Un apagón cubrió toda la colonia y las colonias aledañas. La noche sin estrellas ni luna dificultaba el camino. Zahir intentó orientarse por las miles de velas que alumbraban el camposanto. Ingresó a su casa, se puso una chamarra, buscó el dinero que sus padres tenían para emergencias y rebuscó entre sus pantalones en busca de una moneda.

Salió en busca de su mejor amigo. Tocó con desesperación la puerta de madera. Nadie. Corrió rumbo al panteón y se internó entre las hileras. Miles de velas estaban posadas sobre los pasillos y alrededor de los nichos y las cruces. Las tumbas tenían flores, alimentos y bebidas. A la distancia se percató del hermano mayor de Pedro, un hombre que era muy alto y le faltaba una parte del cráneo del lado derecho. El gigante sostenía frente a su rostro una vela, semejante a un santo orando.

La ausencia de la luz eléctrica, sustituida por las velas, daba la bienvenida a los muertos que habían cruzado el umbral. Zahir se acercó a su amigo, quien sostenía las flores de los difuntos. Al escuchar su relato, su amigo fue en busca de sus progenitores. Después de unos minutos, regresó cabizbajo.

–Mis papás no me dejan ir contigo, dicen que debo cuidar a Jacinto —el rostro de Pedro estaba compungido—, desde el accidente ha quedado muy mal.

Zahir sintió como si lo hubieran traicionado, pero sabía que Jacinto estaba lisiado. La mitad del cráneo la había perdido en una pelea entre pandillas, el rival le había dado un batazo.

–Seguro no es nada, tus padres estarán bien —Pedro lo dijo esperando que fuera verdad.

Zahir dio media vuelta y echó de nueva cuenta a correr en dirección al teléfono público.

–Eso dicen, hijo, que a lo mejor fue la migra, porque bajaron a unos paisas junto con los migrantes, y dicen que a lo mejor allí iban tus padres. Awala, ¿la recuerdas?, la señora que vende el pan hasta arriba, en la otra capilla de la virgen, eso dice.

–Pero, ¿por qué se los llevaron?

La pregunta era retórica, el jovenzuelo lo sabía muy bien. Esos pelmazos de la migra no sabían distinguir a un guicabanú de un guicax, cuando se trataba de reportar a ilegales para sus jefes agarraban parejo.

–Ahorita la gente se niega a hablar, están con sus muertos, tú sabes cómo es esto, habla mañana, a lo mejor ya me dicen algo, tus primos también andan buscándolos.

Zahir aceptó, sólo que se encaminó a la central camionera para tomar un autobús a la ciudad del estado federal y preguntar sobre los retenes y así saber en dónde confinaban a los detenidos.

El viaje para el pueblo era de catorce horas, primero debías arribar a la ciudad del estado federal, de ahí tomar otro camión que subiera a la zona montañosa. Al llegar, Zahir se dirigió a la camionera de tercera clase, destinada a dar servicio a las comunidades alejadas.

Estuvo preguntando, sin embargo, la información era muy vaga. Un agente le dijo que a los ilegales los trasladaban a la frontera para de ahí enviarlos a su país de origen.

–¡Mis padres son de este país! —exclamó Zahir con indignación.

–Como sea chaval, si se los llevaron, deberán estar allá y si comprobaron que son de acá, entonces ya los soltaron. El adolescente se quedó en las afueras de la central, aguardando a saber qué hacer, luego se dirigió al teléfono público.

–Pues sí hijo, se los llevó la migra, me lo confirmó Pascual, que está seguro de que eran tus padres.

Zahir se redirigió a la central camionera para tomar un autobús hacia la frontera sur, con el anhelo de que  sus progenitores estuvieran bien.

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ANA MATÍAS RENDÓN. Narradora. Ha escrito los libros de cuentos Entreverados, Tiempos invisibles e Historias de transición. A lo largo de su vida ha tenido más de sesenta empleos y ha vivido en otros tantos lugares, los cuales le han inspirado para escribir. Su página web es: https://anamatiasrendon.com Este fragmento de cuento pertenece al libro Entreverados (Kumay, 2022).

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