ESPEJO DEL ALMA OTOMÍ
Los escasos poemas llegados a nuestro conocimiento proyectan cierta luz sobre el espíritu de los otomíes. Privados de riquezas, de centros ceremoniales y por lo tanto de una poderosa teocracia, el lenguaje es su bien más preciado y para ellos su canto riguroso equivale a moldear oro y a engastar perlas.
Todo se marchita y muere, incluso en el desierto, pero el canto prevalece:
No cesarán mis flores,
no cesará mi canto:
lo elevo.
Soy el cantor:
se deshojan, se esparcen,
se marchitan las flores.
El otomí entiende el poder destructor de la muerte y, si bien comparte el pesimismo del azteca, se conforma con vivir; este sentimiento compensa sus dolores:
En vano he nacido,
en vano he llegado
aquí a la tierra.
Sufro,
pero al menos he venido,
he nacido en la tierra.
Hay en estos versos una gran humildad, una conformidad serena que constituyen el rasgo esencial del carácter otomí. Su filosofía existencial se expresa mediante un laconismo misterioso y delicado. Al menos ha nacido y está vivo, pese a la crueldad de su medio y de sus conquistadores. La vida dura un solo instante y ése es el don más precioso de la tierra:
¿Es acaso verdad que se vive en la tierra?
¡No para siempre en la tierra: tan sólo un breve instante!
Si es esmeralda, se rompe
o si es oro, se quiebra,
o si plumaje de quetzal, se rasga.
¡No para siempre en la tierra: tan sólo un breve instante!
Lo mejor de su poesía está consagrado a las mujeres y a cargar de sentido el pequeño mundo que rodea al sedentario habitante de los desiertos:
Ya damaga engra baga
ya damaga engra boi
Ya sharagani engra rgane
magateni engra deni
cuarteta de rima interna que el padre Garibay traduce así:
Ya me voy dice la vaca,
ya me voy dice el buey.
Ya va bajando el abejorro:
Yo tras ellos voy, dice la luciérnaga.
El trasfondo celeste que alienta a los indios permite describir de este modo el bello rostro de las mujeres:
En el cielo una luna:
en tu cara una boca.
En mis ojos, los míos, brillas tú.
Yo, yo vivo.
Otro poema amoroso, el último que recojo, dice así:
En la gota de rocío brilla el sol:
la gota de rocío se seca.
En mis ojos, los míos, brillas tú:
Yo, yo vivo.
El azteca canta en las grandes ceremonias los himnos religiosos compuestos por sus sacerdotes o en el interior de las pequeñas cortes los versos de los poetas oficiales destinados a ensalzar las hazañas bélicas de los príncipes mecenas. El otomí, relegado al desierto, pule sus breves poemas como una joya. También participa del sentimiento de marchitarse y perecer que simbolizan las flores, pero esa idea melancólica y obsesiva, en él se ve atenuada por el amor y el poderoso instinto de la vida. El otomí simplemente vive, y esa sensación de estar vivo, de conservar en sus ojos el brillo del rostro de la amada, el desfile de los animales a la luz de la luciérnaga, lo relaciona con una intimidad que expresa valiéndose de un juego de palabras sabia y hermosamente ordenadas.
La masa amorfa y gris, relegada al páramo grisáceo y reseco, el conjunto de indios flecheros, un tanto estereotipado, cobra así una personalidad que confirman los datos aportados por la historia etnológica. Aunque el destino del hombre es sufrir y pasar un instante en la tierra, mientras viva, debe adornarse y maquillarse a fin de transformar su imagen y vencer el polvo y la monotonía del desierto.
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De la serie “Otomíes” en Los indios de México (tomo IV) de Fernando Benítez (Ediciones Era). Las versiones citadas de Ángel María Garibay K. proceden de Historia de la literatura náhuatl (Editorial Porrúa, 1953). Mitificaciones más o menos de ambos autores, precursores sin duda de la revaloración nacional de las culturas originarias vivas, algo atisbaron hace medio siglo o más del pueblo autodenominado ñähñú, que hoy se expresa poéticamente ya sin intermediarios.