LA DESLUMBRANTE. UN RELATO CAMIARE DE ARGENTINA
Habitar las sierras cordobesas nos ofrece una forma de mirar y caminar el mundo desde la pluralidad donde el “nosotros, nosotras” es partida y construcción de comunidad. Las sierras han sido protagonistas de la violación de los derechos de los pueblos indígenas en Argentina que a partir de la Conquista y con la creación del Estado-nación negó y despojó de sus territorios a cientos de pueblos que hoy, y a pesar de un proyecto genocida que persiste desde el siglo XIX, siguen existiendo, autonombrándose indígenas y luchando por la defensa de sus territorios, sus tradiciones, su espiritualidad.
Es el caso de la comunidad camiare comechingón Timoteo Reyna, que junto a otras 20 comunidades organizadas luchan contra la violencia territorial de especulación inmobiliaria, negocios extractivistas, incendios provocados, usurpaciones, avance de barrios cerrados y sobre todo la ausencia de políticas públicas y voluntad política de la justicia para hacer valer los derechos sancionados en la Constitución nacional y derechos indígenas internacionales. Dentro de esta comunidad nace Pablo Reyna, profesor de historia e investigador camiare, comprometido en la defensa de los derechos indígenas, quien ha sabido leer el mensaje de sus mayores, entendiendo “el ahora” como momento de visibilización y lucha de las comunidades “camiare”, gente de las sierras.
“La Deslumbrante” es uno de los cuentos contenido en su último libro Hacia Pinacamche. Su lectura nos convida la posibilidad de reimaginar el pasado y la historia crudamente colonial de la gran región que hoy llamamos “Córdoba”, pero que supo ser también Chalaba, Tunun, Cabinda, Chavascate, Malamala, Moxigasta. A través del despliegue creativo propio de la literatura, Pablo nos comparte un tejido de aventuras y de historias, de personajes aguerridos, de anhelos y de ensueños de su comunidad. Escuchar estas voces nos empuja a interrogarnos sobre el pasado propio y el presente común, para así acercarnos a comprender un poco más quiénes estamos siendo y qué puede (qué podemos) aún ser.
ELIZABETH HERRERA
La Deslumbrante Cabilque sonríe. Sonríe como hace muchísimo tiempo no lo hace. Las huestes de invasores, incontables lunas atrás, habían llegado a las aldeas cercanas. Y luego de algunos engaños y falsas promesas, lograron repartir a sus hermanas y hermanos a diferentes españoles, como si se tratara de simples porotos.
La Deslumbrante presenció, en ese periodo, muchas cosas inverosímiles. El trago más difícil de pasar fue el día en que dos de sus primas (las únicas de Tucune) habían sido tomadas ferozmente por cuatro hombres que olían a meados y agrio.
La misma sombra de aquel añoso mistol, que había sido testigo de la última siesta de su abuelo paterno, Ampoma, que había observado silenciosa y sufriente esas escasas arremetidas que tanto sollozo causaron entre todos. No sabía aún cómo ella no había sido presa de la voraz apetencia de esos extraños hombres, que no parecían del todo humanos.
Pero la Deslumbrante ahora sonríe. Sonríe como hace muchísimo tiempo no lo hace. Innumerables noches atrás, luego de que los insólitos visitantes volvieran definitivamente para ocupar su aldea, había escuchado atentamente la palabra de los mayores. “¿Cómo organizamos una resistencia real si las otras aldeas cercanas habían también sucumbido?”, “¿quién podía ubicar a los navira y nawan* de las comunidades cercanas que fueron trasladados a vaya a saber dónde?” eran los dilemas más difíciles de sortear. Durante esas jornadas nocturnas, algunas de las autoridades de cada clan, hombres y mujeres que la Deslumbrante conocía desde pequeña, se habían encontrado al amparo de la oscuridad, el conjuro de las luciérnagas y la protección de los zorros nocturnos, allá en Talapichicamche, un lugar mágico alejado de las fuerzas españolas. Y planearon minuciosamente una revuelta grande, con aroma a libertad, para expulsar a los invasores de algunas de las aldeas de la región.
Aunque la conspiración había fracasado —sospechaban que algún soplón hubiese hablado— y la resistencia se había desmoronado en el mismo tiempo en que caían los últimos frutos de aquel mistol, la Deslumbrante sigue sonriendo. Con sus grandes y amarfilados dientes, sonríe. El nieto mayor del gran Guasatanawan (del que se decían mil historias) había llegado hacía apenas unos días desde sus tierras en Cholohenen. Su nombre era Huluman, y se refugiaba en un paraje aledaño, al que los intrusos no se querían acercar porque habían visto en varias oportunidades a una gran pantera negra, que a cada arcabuzazo crecía de tamaño.
Huluman, como la Deslumbrante, era joven y curioso y lo primero que hizo el muchacho, apenas asentado en el precario refugio de piedras, había sido establecer contacto con ella... ¡tenían tanto que contarse! El joven decía que sus parientes de Liashenen, ante la noticia de la inminente avanzada de los hombres que no parecían hombres, se habían trasladado hacia las sierras de Chalaba, de donde originariamente provenían. Que la breve resistencia de las aldeas del Naciente había sucumbido tempranamente, por más que contaban con buenos augurios de algunos guardianes. Que los arroyos que bajaban de Chalaba corrían al revés, y el viento estuvo detenido, con su tristeza de hojas secas en forma de lágrima, durante un día entero. Que los puquios estaban secándose y la poca agua que tenían estaba tan amarga como los corazones de los más viejos y viejas. Y que un ser con cabeza de chelco, cuerpo de yaguar y pies de pato, lo visitaba en sueños. Pero que aún no había podido descifrar quién era, el significado del mensaje —pues si bien hablaba claro, las cosas que decía no tenían ningún sentido por ahora— y quién era el destinatario del encriptado recado, que se hacía día a día más incomprensible. Así que andaba Huluman, según relataba entre risitas, contándole a cada uno que se cruzaba su sueño, para ver si le ayudaban a quitar el velo a semejante misterio.
Aunque luego de cada una de las anécdotas que su Hermoso le había contado, la Deslumbrante seguía sonriendo. Como hacía miles de años no lo hacía. Sus inmensos ojos negros brillaban como piquillines después de la lluvia. Huluman había partido ya (prontamente para su gusto) después de varias jornadas nocturnas de parloteos a escondidas, arrumacos eternos, y fuegos compartidos.
La familia de García-Villalba se estaba asentando en su aldea desde hacía un tiempo. Y mientras hablaban de construir una iglesia, resembrar las sementeras y abrir varios caminos nuevos, cada domingo los obligaban a ella y los demás habitantes que no habían huido monte adentro a repetir palabras inteligibles frente a una cruz gastada. Y en presencia de un cura flacucho, más roído aún, tan antipático como el resto de los españoles.
No obstante, la Deslumbrante se había adaptado rápido a su faena que consistía en asistir a los curiosos caprichos de doña Lucrecia, durante todo el día. La señora insistía, entre rezongos y pellizquitos, en llamarla Catalina, pero a ella le gustaba más su nombre, que le recordaba a un entrañable peñón, de donde provenía su linaje. Los días de trabajo eran casi siempre iguales; rutinarios y acompasados, parecía que no se pasaban más. Pero durante el tiempo en que Huluman la había visitado furtivamente, el agotamiento y la autómata labor habían desaparecido.
Esa siesta, luego de la misa, la Deslumbrante sonreía. Hasta le dolían los mofletes apretados, de tanto sonreír. Yeguin Ylin, la vieja, estaba también alegre. Frente a ella, con sus trenzas plateadas (que caían siempre perfectas sobre sus hombros, adornadas con pequeños caracolitos) guardaba un cómplice silencio. Mientras tejía una muñequita de colores, saboreaba la algarabía de la Deslumbrante. Al principio se había sorprendido al ver a la joven nieta de Ampoma tan fulgurante y resplandeciente ante la noticia. Porque ella, ya vieja, sabía que ya nada sería igual. Pero luego había comprendido las razones de la mocita, y terminó reflexionando que los viejos también aprenden de los más jóvenes.
Quizá para primavera nacería esa “pececita”, que tanta cosquilla le provocaba a la Deslumbrante en su pancita inminente e inmaculada.
Quizá doña Lucrecia y el indiferente cura flacucho le permitirían llamarlo Ampoma, en honor a su abuelo.
Quizá hasta podría enterrar la placenta bajo el mistol viejo, que había sido testigo de aberraciones, para invitarlo de nuevo a vivir y sonreír, como ella ahora lo hacía.
Quizá también intentaría hacerle volver la sombra, que despavorida había huido con el último sol de otoño.
Quizá esa mujercita (Yeguin Ylin le había asegurado que la “pececita” iba a serlo) sería la que había prometido el sueño de Huluman, que Yeguin Ylin había interpretado la noche anterior.
* Autoridad de una comunidad, en camiare.
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PABLO S. REYNA pertenece al pueblo camiare (Comechingón). Ha escrito artículos académicos, ensayos varios y notas periodísticas sobre el pasado-presente indígena en Córdoba, provincia de Argentina. Recientemente publicó Crónica de un renacer anunciado. Expropiación de tierras, procesos de invisibilización y reorganización comechingón en Córdoba (Ecoval 2020). Se desempeña como docente en el Instituto de Culturas Aborígenes, en la Universidad Provincial de Córdoba y en la Escuela Rural I.P.E.M. núm. 367 “Canteras El Sauce”. Este relato pertenece al libro Hacia Pinacamche. Cuentos y poemas camiare para reimaginar el pasado, el presente y el porvenir, su primera incursión literaria.