SIEMPRE EL CONTACTO, NUNCA LA DISTANCIA / 314
LA HUELLA DE JEAN ROBERT Y SYLVIA MARCOS EN EL PENSAMIENTO DE LA VIDA
Sylvia Marcos y Jean Robert vivieron muchos años juntos. Su encuentro tuvo muchos planos y niveles, muchas facetas y sutilezas escondidas en las palabras y en la complementariedad consciente: ellos se sabían dos orillas en las que el río amoroso establecía el contacto de su condición inescapable: la vera izquierda del río nada es sin la vera derecha, y ambas nada son sin el vínculo, sin la mutualidad natural que no exige paralelismos, antagonismos, referenciaciones medidas, sino ser lo que cada quien es. Y que son más y más conforme el río con sus meandros donde anida la fuerza se tuerce en espiral definiendo los rumbos del universo —cual dicen los antiguos caminos de la espiritualidad mesoamericana que nos mostró Alfredo López Austin.
Así, siempre el contacto; siempre el río —vínculo para ambas orillas diferentes y casi iguales pero nunca realmente simétricas. Si en algo empatan los pensamientos, las visiones de Sylvia y Jean, es que en ambos la corporeidad, el acuerpamiento o encarnación es el corazón de la espiritualidad.
Al igual que Iván Illich, tienen el empeño de hacer cuerpo el mundo, de expresarlo estando todo el tiempo en ese cuerpo que es todo (no sólo por su organicidad sino por su ser de tacto, de sensación, de vivencia plena propioceptiva y piel omnipresente). Y ésa es la paradoja. Porque la llamada materialidad, sobre todo la que viene directamente del positivismo, alega ser material pero es un abandono, un distanciamiento de lo que nos circunda, de lo que nos impacta. Es un alejamiento que elude lo material para establecerle mediaciones y mediaciones en aras de su cegadora objetividad.
Para Sylvia y Jean, en cambio, la espiritualidad es siempre un contacto pleno, un abrasarnos y abrazarnos con sensaciones en nuestro ser que nunca es individual, en nuestro ser que es siempre lo que habitamos, lo que nos aloja, y lo que alojamos.
Para Héctor Peña, Sylvia Marcos siempre supo que “el núcleo de la propuesta del pensamiento de Jean era la corporeidad, la encarnación”. Traer el mundo a nosotros o ir nosotros a éste de modo directo. A ese pensamiento lo arropó como espiritualidad, porque él siempre se sumergió en todo lo que de sagrado tienen todos los vínculos, los contactos, las mutualidades. Héctor abunda en esto:
Habría que volver a Spinoza: nadie sabe lo que puede el cuerpo... El cuerpo es un cruce de caminos en donde coinciden los opuestos, contradicción encarnada, una encrucijada del misterio de la vida. “Somos iguales, pero somos diferentes: somos iguales porque somos diferentes”, nos recuerda Sylvia Marcos. Esta coincidencia de opuestos es a lo que refiere el sentido cósmico de la proporcionalidad: la relación entre lo que es completamente diferente pero casi igual, correspondiente pero disimétrico, como decía Iván Illich, verrückt, un poquito movido, fuera de lugar, medio loco, fuera de quicio. La piel es el quicio. Sólo entre todos, en la piel, en el cuerpo y entre los cuerpos, en la relación, encontramos nuestro quicio, nuestra salud, que es nuestra salvación. El cuerpo hace posible la comunidad. Ahí radica la potencia de la convivencialidad, de la conspiración convivial: el aliento compartido que celebra y da gracias por la fiesta que puede ser la existencia en esta tierra.1
Desde su propia manera de entender el contacto, Jean y Sylvia pregonan, cada cual a su manera, la mutualidad, la “proporcionalidad”, el encuentro en el cruce de caminos. Ésa es nuestra primera zona de contacto con cualquiera otros, otras. Para ese encuentro, en condiciones de respeto mutuo —que nunca son realmente “igualdad de circunstancias” como se dice ritualmente, sino el reconocimiento de la diferencia entre uno y la otra persona, cada quien con nuestra circunstancia y nuestra historia—, hace falta el reconocimiento del contacto, de nuestra corporeidad en contacto.
Reconocer que somos una frontera ambulante, y lo pertinente de reconocernos con cada quien de igual manera. Como hemos insistido antes: “cuando se dice que los héroes de Homero veían en los ojos, la frontera adquiere importancia si asumimos la corporeidad de la mirada.2 Y su infinitud como ya lo deja ver Giordano Bruno en sus disquisiciones.3 Ese es nuestro inescapable compromiso de inmediatez con lo que miramos. Nuestra mirada es nuestro primer encuentro (y éste puede ser infinito)”. Siguiendo a Maurice Merleau-Ponty, filósofo francés contemporáneo de Sartre, nuestro tacto visual llega hasta allá, o lo que vemos está aquí mismo, nunca vemos desde la distancia.4 “Plantear una mirada alejada como empezó a enfatizarse desde la propuesta de la perspectiva, como si nuestro ojo fuera un dispositivo ajeno a nosotros que capta la luz, es muy positivista: busca ubicarnos como el ente que juzga, fuera de la situación, lo que ocurre”.
Alguna vez le escuché a Jean articular la noción de que, antes, “la óptica era ética, era la ética fundamental. Y alrededor del año mil Al-Haytham postuló que el ojo recibe los rayos del sol y que es mucho más pasivo de como lo habían imaginado los griegos. Eso dio la base para la óptica promovida por la ciencia, que encuentra su cumplimiento en Kepler. Ahí empieza una óptica científica que ya no es ética”.
Tanto Jean como Sylvia continuaron con una mirada activa, necesariamente ética, comprometida, para ejercer su estar, su ser, en la piel-frontera-contacto. Y sólo así se ejerce la espiritualidad que es el ámbito de donde surge toda ética entendiendo nuestro propio lugar en el mundo —un lugar desde donde vemos a las otras personas en toda su dimensión, que es toda nuestra dimensión.
Abrevando de la enorme espiritualidad mesoamericana, Sylvia arribó a otros pero iguales derroteros, al argumentar que el cuerpo sólo puede sanarse reconociendo que “existe una interacción total del cuerpo al universo”, como lo planteara también Jacques Galinier, donde los desórdenes del cuerpo “no pueden separarse de cierta forma de desorden al nivel cósmico.”5
En ese arriba como es abajo, en esa frontera dentro/fuera, puente-piel, la espiritualidad en la obra de Sylvia Marcos y Jean Robert insiste en éstas sus dos orillas disímiles que nunca son distancia, porque el río nos junta siempre.
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NOTAS:
1. “Jean Robert: el pensamiento encarnado”, Revista Piezas 32, julio de 2021.
2. Ver: Giordano Bruno, Mundo-Magia-Memoria, edición de Ignacio Gómez de Liaño, Madrid: Tauro, 1973. Ahí Gómez de Liaño afirma en “Distracciones y especulaciones nolanas”: “Si eliminamos las limitaciones lógicas que Aristóteles impone a la substancia, al lugar, etcétera, tendremos que las cosas están en un dónde fantástico. El ojo que mira una silla está poniendo al que mira en cierta medida, en la silla, el oído que escucha música, ubica en la música... [así] ese ojo —cifra de la mente— no es el instrumento de la visión: no se ve con los ojos, sino, como los héroes de Homero, se ve en los ojos. Ubicadas en la vista, hecha lugar, la retina insume en sus puntos a las cosas, hechas puntos [...] el ojo como concreción de imágenes, pero también como diversión de espectros” (pp. 15-25).
3. Ibid.
4. Maurice Merleau-Ponty, El mundo de la percepción. Siete conferencias, México DF: Fondo de Cultura Económica, 2020; El ojo y el espíritu, Madrid: Minima Trotta, 2017. Cita John Berger a Merleau Ponty en Another way of telling (con Jean Mohr), Nueva York: Pantheon Books, 1982: “Debemos tomar literalmente lo que nos enseña la visión, a saber que estamos en todas partes a la vez, y que aun nuestro poder de imaginarnos en otra parte... pide prestado de la visión y emplea medios que le debemos. La visión nos hace aprender que los seres son diferentes, ‘exteriores’, ajenos unos a otros, y no obstante, absolutamente juntos, son ‘simultaneidad’; esto es un misterio que los sicólogos manejan del modo en que un niño maneja explosivos” (ver The Primacy of Perception, Evanston: Northwestern University Press, 1964, p. 187).
5. Ver “Un espacio religioso de las mujeres en México”, publicado originalmente en Nancy Falk and Rita Gross (eds), Unspoken Worlds: Women's Religious Lives in Non-Western Cultures. Wadsworth, Belmont, CA, 2001.