CHIHUAHUA Y CHIAPAS EN EL EXTREMO / 315 — ojarasca Ojarasca
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CHIHUAHUA Y CHIAPAS EN EL EXTREMO / 315

En memoria de Adolfo Gilly, revolucionario y maestro

El desbordamiento de la violencia criminal y sus secuelas en los dos extremos de la geografía indígena mexicana pega en la raíz de todo. Por ello son casos graves y relevantes para el México de hoy y los rumbos futuros de la tierra de los pueblos originarios, la última frontera de la vida que nos queda. Un asedio múltiple suma sufrimiento a las penurias de ser pobre para pueblos rarámuri, pima, ch’ol, tsotsil, tseltal, tojolabal, mam, zoque. Y desde luego afecta a la población mestiza de la Sierra Tarahumara y las montañas y selvas de Chiapas

Aunque densamente militarizadas, en especial Chiapas, ambas entidades han visto crecer exponencialmente el peligro y la tragedia que imponen las bandas y organizaciones criminales. Disputan, saquean o usufructúan por la fuerza los territoriosy recursos de los pueblos mismos. Miedo, despojo, desplazamiento forzado, hambre: son algunos de los saldos de esta situación que tanto Javier Ávila en Creel como Pedro Faro en San Cristóbal de Las Casas, en esta entrega de Ojarasca en julio, consideran que ha sido tolerada por las fuerzas federales a un costo demasiado alto para las comunidades.

Estas cosas suceden y han sucedido en centenares de pueblos en todo el país, pero la incandescencia que alcanzan hoy en Chihuahua y Chiapas deben alertarnos. Pantelhó o Urique hoy, ayer Aldama y Cerocahui. Antier Acteal y Creel. Ataques armados recurrentes, a veces letales, siempre aterradores. En el caso de Chiapas existe una frontera vasta y agreste fuera de control; se han subvertido los días en Motozintla, Comalapa, Mazapa de Madero, Chicomuselo, convirtiendo estos municipios en contraparte de la candente frontera con Estados Unidos que lacera el norte de Chihuahua, con su paradigma en Ciudad Juárez y un historial tan negro como la concienciade los responsables por acción, omisión o distorsión interesada.

Peligran poblaciones campesinas que viven de la tierra o eso tratan tenazmente, que hablan hermosas lenguas y practican una espiritualidad y un activismo social dignos de respaldo. Sus bosques y ríos son saqueados mientras la droga y sus canales atraviesan territorios rarámuri y bats’il k’op. Amenazas, secuestros, robos, violaciones o ejecuciones no sólo ponen en riesgo a familias e individuos, sino a toda una civilización ancestral y alternativa, no por negada menos viva.

Talando bosques y selvas, imponiendo cultivos ilícitos o apropiándose de la producción agrícola, los grupos criminales (y en Chiapas también paramilitares) dañan a las tierras y existencias de los pueblos tanto o más que el extractivismo y el indiscriminado crecimiento urbano.

No es mero discurso romántico enfatizar la importancia que poseen estos pueblos y la desgracia que representaría la aniquilación de esa vida y esos recursos naturales para el futuro del país y el mundo. Es necesario destacar la participación, a veces protagónica, de criminales indígenas y redes cómplices que asuelan caminos, campos y poblados en estos tiempos. No son la causa, sino la consecuencia de la descomposición social.

En Chiapas, los zapatistas han enseñado que la autodeterminación es viable y representa un dique contra la desintegración inducida de los pueblos originarios en una Nación que se jacta, de dientes para afuera, de su pluralidad indígena, pero no los protege cuando debiera o les impone reglas ajenas a sus costumbres y formas propias de decisión y de gobierno.

Talando bosques y selvas, imponiendo cultivos ilícitos o apropiándose de la producción agrícola, los grupos criminales (y en Chiapas también paramilitares) dañan a las tierras y existencias de los pueblos tanto o más que el extractivismo y el indiscriminado crecimiento urbano.

No es mero discurso romántico enfatizar la importancia que poseen estos pueblos y la desgracia que representaría la aniquilación de esa vida y esos recursos naturales para el futuro del país y el mundo. Es necesario destacar la participación, a veces protagónica, de criminales indígenas y redes cómplices que asuelan caminos, campos y poblados en estos tiempos. No son la causa, sino la consecuencia de la descomposición social.

En Chiapas, los zapatistas han enseñado que la autodeterminación es viable y representa un dique contra la desintegración inducida de los pueblos originarios en una Nación que se jacta, de dientes para afuera, de su pluralidad indígena, pero no los protege cuando debiera o les impone reglas ajenas a sus costumbres y formas propias de decisión y de gobierno.

De modo sostenido, el poder político ha visto a los indígenas como un “problema”a resolver, como advierte Ávila en nuestras páginas, en vez de dejar en sus manos las decisiones internas. La migración no es lo único que disgrega a los pueblos. Ni en Chihuahua ni en Chiapas han servido para impedirlo los sucesivos gobiernos. Tan sólo Chiapas lleva tres sexenios al hilo con gobernadores de paja, figuras decorativas sin voluntad ni margen de acción ante la avalancha de acontecimientos dramáticos y trágicos (y también ejemplares), los desafíos que el crimen organizado representa para indígenas, migrantes, población rural y urbana. “Cárteles” chamulas, “motonetos” coletos, grupos armados “civiles” en Chenalhó y Ocosingo, confusas “autodefensas” en Pantelhó.

Las alarmantes agresiones armadas contra bases de apoyo zapatistas en poblados del municipio autónomo rebelde Moisés Gandhi, en la zona de Ocosingo, tampoco son frenadas, ni siquiera investigadas, por las fuerzas estatales y federales. El calendario electoral tiñe de sangre cada seis años los alrededores y corredores de la autonomía zapatista, no partidaria ni oficialista. Viene sucediendo desde hace dos décadas, con gobiernos de cualquier partido político como continuación del periodo álgido de la guerra contrainsurgente del Estado en los territorios rebeldes y autónomos del último sexenio priísta (1994-2000).

La actividad criminal y su red de complicidades voluntarias o bajo amenaza ha penetrado las sociedades urbanas de Chiapas y Chihuahua y, lo más preocupante, alcanzó a los pueblos originarios, que necesitan tomar en sus manos el destino de sus territorios y tejidos comunitarios para salvarse del saqueo y salvarnos a todos del desastre ambiental y cultural en curso. Ante tal panorama, resulta intolerable que todavía haya quien se permite talar, aplanar, excavar y ensangrentar el horizonte que nos queda.

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