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DONDE LOS CAMINOS SE BIFURCAN / 316

Las encrucijadas contemporáneas son enormes y cargadas de fragor y peligro. Hay fronteras humanamente incendiadas: las nuestras con Estados Unidos y Guatemala; las costas mediterráneas en su conjunto, entre el Magreb y Europa; Israel contra Gaza; Rusia contra Ucrania; las fronteras interiores de Siria, Sudán, Irak, Afganistán.

De guerras están hechas las migraciones modernas. De algún modo, la expulsión masiva de pobladores en México y América Central hacia el norte obedece a las “guerras” crónicas entre las fuerzas armadas de los Estados y el crimen organizado que, como ocurre en Guatemala, Nicaragua y partes de México, se entreveran y a la vez sirven a Washington para sus juegos de dominio. Basta revisar las estadísticas de la violencia. La letalidad en estos países es considerable, como en sus fronteras mismas.

A fin de cuentas se trata de los flujos del dinero, el descarnado capitalismo paralegal que surte mercancías, alimentos, propaganda y armas a cambio de drogas, materias primas y mano de obra barata. El capitalismo “tardío” literalmente capitaliza la violencia, de ella vive. Garantiza la permanencia de la desigualdad, el cinismo, la avaricia, el racismo en las relaciones bilaterales. Ante la aparente eficacia del mundo desarrollado capitalista que domina a su aire la economía planetaria y ejerce la geopolítica como si fuera ruleta, sorprende su irresistible ruta al suicidio que tiene en riesgo al planeta. La inercia con que el mundo se desliza al desastre climático es alarmante. El presidente de las Naciones Unidas, António Guterres, no duda en llamar “ebullición” al acelerado cambio climático en la Tierra. Se rebasaron los límites calculados por los expertos.

La maquinaria del capitalismo no puede parar. No quiere. En una suerte de milenarismo trasnochado, las élites blancas del mundo creen que van a librarla. Que sus dólares, su tecnología y su buena suerte de ganadores vendrán a salvarlos. O en todo caso, “después de mí, el Diluvio”. En la naturaleza del capitalismo calvinista (y católico) anida la convicción de que el mundo pertenece a las generaciones que lo habitan: los que vendrán, que se jodan. Por primera vez en la historia, capitalismo y Estado son inseparables a escala global. El Estado sirve al capital, le allana el paso, o es en sí mismo capitalista. Con la humanidad reducida a consumidora, los coches no pueden parar, ni las fábricas, ni las obras de infraestructura mayúsculas, ni las extracciones de metales preciosos o industriales, de otros minerales, de maderas. Las fuentes de energía dominan la razón del mundo. Sin ellas la gente ya no sabe vivir.

El agua se acaba. O se esfuma mortalmente, o se precipita más allá del control humano y destruye casas, cultivos y ganados. Cada día vale más; el “oro líquido” ya compite con el oro negro y el inútil oro puro. A la vez, los continentes de hielo y los glaciares se derriten. Pronto los Polos se verán como nuestro Popocatépetl, grises, pelones y calientes. Y toda su agua anegará los océanos, etcétera. Se tiene calculado lo que pasará en las costas. Se sabe cuánto se inundará la Tierra. Para lo que sirven los cálculos.

Con dosis variables de romanticismo y voluntarismo se sostiene que una salvación, parcial sin duda pero muy ejemplar, viene de las prácticas ancestrales y la adaptabilidad continua de los auténticos sobrevivientes. Ante los futuros que se suceden, los pueblos originarios y campesinos tienen a todo el sistema en contra. Son los primeros expulsados en México y Guatemala, los más constantes, los más pobres. En vez de amasar y cultivar su propio suelo, van a cuidar y exprimir los campos agroindustriales del norte en condición de servidumbre. Otros se quedan para ser sirvientes en su propia tierra.

¿Cómo podrían detener el cambio climático? Va por ellos y sus territorios de la mano de los capitales y los intereses estratégicos a escala militar. Sin salida aparente, los poderes parecen dispuestos a morderse la cola y devorarse. La conciencia solidaria, la instauración de alternativas viables en las condiciones actuales de producción y consumo, la lección de los pueblos indígenas, que no ha de ser exclusiva de ellos, es de permitir a la tierra renovarse, ir con el tiempo natural, no el de los negocios. De establecer relaciones de igualdad e intercambio, sin acumular nunca más de lo necesario.

Es hora de caminar en otra dirección. De decirle al capitalismo universalmente establecido que aquí es donde nuestros caminos se bifurcan en definitiva y no sólo discursivamente. Cada pequeña lucha y acto de resistencia en los años pasados y en este presente tan difícil es una prueba de que es posible, de que no todos los caminos llevan al abismo. Que la vida asoma más acá de la Tierra, más allá del dinero.

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