DÍA DE LOS GRANDES
Me había despertado temprano por el insistente sonido de la leña partiéndose y los agitados sonidos de las gallinas al ser correteadas. Al salir, los tenues rayos del sol lastimaban mis ojos, aun así dejé que mi vista nublada encontrara las siluetas de mis padres apurados por ser el día más pesado, como ellos decían. Al entrar a la cocina, yacía la olla del café hirviendo sobre el bracero y muy probablemente mi madre se había levantado hacía algunos minutos para hacer la lumbre. Tomé una silla y decidí calentar mis manos cerca de las brazas porque el frío todavía era mucho. Luego de tomar unas tazas de café comencé a ayudar a mi madre a sacar el nixtamal para hacer los tamales; mientras ella partía la calabaza en pedazos un poco más grandes para poner en la ofrenda, mis hermanos entraron y fue inevitable no voltear la cabeza, pues el sonido ensordecedor de algo cayendo resonó en la pequeña cocina de madera. Habían dejado un montón de hojas sobre un banco que estaba en la entrada y ellos estaban cubiertos de agua —aunque con la alegría que los caracterizaba.
Me acerqué para comenzar a limpiarlas, el rocío que habían acumulado las hojas de makwiliswatl durante la mañana aún estaba en algunas partes, por lo que me resultó más fácil terminar de seleccionarlas. Cuando terminé me apresuré a buscar mis pequeñas botas de hule y salir a buscar los espinosos que mi madre me había encargado recoger hacía un par de días, pero que por las lluvias había sido imposible ya que sólo salía el sol un par de minutos en las mañanas. Normalmente cuando se acercaba mi cumpleaños parecía que Dios era bueno con nosotros y nos regalaba un poco más de agua de lo normal, pues las tardes eran muy lluviosas y frías. Cuando llegué a las matas de espinoso, la neblina comenzaba a trepar y escabullirse por todos lados, apenas y podía divisar los corrales de los animales. Pronto me di cuenta que algunos espinosos ya estaban quemados por el hielo, entonces decidí recoger sólo los más grandes de color verde oscuro y ésos eran los que más me gustaban. Luego, pasé a limpiarlos un poco de las hojarascas caídas de los aguacates que traían adheridas a sus espinas.
Mi papá se sumó a ayudarme y así pudimos terminar pronto. Cuando yo terminé de ponerle la sal, él ya estaba acomodando los troncos para acercarlos a la lumbre. Corrí por la calabaza y otra pequeña olla llena de camotes color morado. Las puse de manera que no pudieran ladearse y apagar el fuego. Mi papá se quedó ahí cuidando mientras que yo volvía con mi madre, quien ya estaba extendiendo la masa para los tamales de alverjón, una capa tras otra y luego volver a hacerlos bolita. Los envolvimos en las hojas que cortaron mis hermanos y como habían traído demasiadas, mi mamá sacó la masa que había dejado agriar un día antes para hacer canaxtles agrios. Una vez que terminamos, llevamos la olla tapada con papatlas a la lumbre que provisionalmente había preparado mi papá, los dejamos ahí con un poco de leña, pues aún faltaba el mole…
Bajamos con cuidado la olla que tanto mi mamá cuidaba, era de barro y muy pesada para ser cargada por dos personas. Mi hermano más pequeño me hacía enojar simulando que la tiraba, no queríamos imaginar cómo nos iban a regañar, por lo que sólo le dije que la dejara en el lavadero para que pudiera enjuagarla. Esas cazuelas, como decía mi mamá, había que lavarlas con cuidado porque en un descuido podían estrellarse. Eso me hizo recordar la vez que por accidente le rompí su olla de frijoles, aquella que le había regalado mi abuelita, y ese día lloré por el valor sentimental que tenía para nosotros. Pienso en cómo entré con un pedazo de olla en la mano y mis ojos nublados por las lágrimas. Aquel día mi madre sólo me estaba haciendo vacilar por haberla tirado, me prometí comprarle otra, pero para mi mala suerte era muy pequeña y ni siquiera sabía a dónde conseguirla… ¡Qué historia!
Antes de moler el mole, entre todos limpiamos los gallos y el guajolote para ponerlos a hervir en una olla también muy grande. Apartamos la carne y tras un cambio de ollas en la lumbre dejamos que la carne comenzara a hervir. Luego de lavar la cazuela gigante, volví para ayudar a mi mamá a terminar de moler el mole, le acerqué “los olores” que una noche antes habíamos tostado en el comal de barro, siempre me gustaba comerme las pasas o las almendras sin que mi mamá me viera porque ella se enojaba si estaba manoseando las especias.
Después de comer un taco, mi madre pasó el mole una y otra vez por el molino hasta que salió un poco aguadito. Me convidó un poco y sabía picoso. Aun así estaba muy rico. Pusimos la olla en la lumbre y mientras mi mamá le ponía un poco de manteca a la cazuela, yo salí a lavar la cucharota de madera con la que normalmente movía el mole. A veces me daba risa porque si mis hermanos no encontraban una cuchara bromeábamos a que comieran con ésa. Me quedé cerca del fuego hablando con mi mamá, atizando los palos, pero luego nos dimos cuenta de que ya era tarde por lo que fui por el incensario y cambié las brazas apagadas por unas rojas.
Le puse un poco de copal y caminé con cuidado hasta la entrada en donde comenzaba el caminito de flores, santigüé el altar y eché agua bendita. Con ayuda de mis hermanos bajamos la ofrenda del día anterior, esta era la ofrenda que más nos emocionaba quitar, porque era la que tenía dulces y atole de fresa. Nos comíamos los panes de muerto y nos peleábamos por ver quién se tomaba más tazas pequeñas primero. Ya eran las ocho de la noche y las velas comenzaban a alumbrar la penumbra de nuestra pequeña casa, las flores de cempaxúchitl desprendían un olor intenso mientras que el humo que salía del incensario se esparcía por todos lados.
Cambiamos algunas veladoras y también las flores del altar. Para cuando el mole terminó de hervir, nosotros ya habíamos terminado de sahumar el altar y comenzamos a servir el atole de calabaza en las tazas nuevas que había comprado mamá. Luego, cuando marcaron las doce de la medianoche, dábamos muchas vueltas de la cocina al altar para poner los platos nuevos, llenos de mole, calabaza, tamales, canaxtles, espinosos y algunos camotes. Acomodamos con cuidado la fruta, las naranjas se rodaban cerca de las veladoras, mientras que los pequeños plátanos nos servían de base para acomodar el pan de muerto —es algo característico de mi comunidad— con capa azucarada color rosa y relleno de queso con canela color rosita. El sabor es exquisito y era sólo porque no podemos comer nada antes de poner la ofrenda lo que me detenía a comerme uno.
Mi padre me encargó ponerle su ollita a mi abuelita, buscamos las piezas que a ella más le gustaba comer, incluida la papada del guajolote. Luego, la tapamos y dejamos frente a un retrato de ella que apenas unos años atrás mi abuelo nos había obsequiado. Pusimos vasos, agua, unos cigarros, cerveza y por supuesto un poco de refino. Una vez que terminamos de poner la ofrenda, cada uno de nosotros sahumamos los alimentos y en la entrada regamos agua bendita. Para cuando nos fuimos a cenar escuchamos a lo lejos cómo comenzaba a sonar en los techos las pesadas gotas de lluvia, eran ellos, los grandes ya se estaban acercando….
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María Elizabeth Sandoval Brunete es originaria de la localidad de Tepeixco, perteneciente al municipio de Zacatlán de las Manzanas, Puebla. El presente texto habla del día de Todos Santos en la comunidad, “uno de los días más cansados que es el dos de noviembre, cuando se les pone ofrenda a los adultos que ya fallecieron”.