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OJOS NOCTURNOS

TEXTO Y FOTO: ELIZABETH BRUNETE

La corriente fría de aire llegaba hasta mi colorada nariz como un suspiro de verano. Aunque estábamos ya por entrar a invierno, las mañanas seguían siendo cálidas y las tardes sólo eran frías. Caminaba cerca del borroso camino que alguna vez estuvo repleto con pétalos de flores de muerto, veía cabizbaja cómo la brisa desgastaba todos los recuerdos que en ese pequeño camino se habían esparcido. Cuidaba de no pisar los pocos rastros que quedaban sobre la tierra mojada, pues me decían que podía arruinar el trayecto de nuestros difuntos, aunque de nuevo ya se hubieran marchado…

A pesar de que no lo entendía por completo, seguí la instrucción de mi madre, y en compañía de mi hermano partíamos molestos, con un pedazo de costal desgastado hacia la rejoya, un terreno que mi abuelo no hace muchos años le había prestado a mi papá para que pudiera sembrar maíz. La densa neblina subía por todos lados, como si nos quisiese acompañar también. Caminaba aún con los cordones desatados y mi pequeño hermano tras de mí, tratando de seguirme el paso. Hacía un par de horas que mis padres ya se encontraban en el terreno pixcando algo de mazorca, pero que posiblemente aún nos seguían esperando.

Las delgadas cañas rebosaban por encima de nuestras cabezas y la estrecha vereda nos conducía por donde habíamos pasado unos cientos de veces más. Íbamos a gran velocidad. Sólo podía ver a mi compañero de reojo para comprobar que no se había caído, pero seguíamos corriendo rápido hacia los ocotes. Cuando llegamos a la ladera, divisamos a mis dos padres trabajando.

Una vez que estuvimos cerca de ellos, tomamos los surcos de mazorca como solía trabajar mi padre, de dos en dos. Con mis pequeñas manos, jalaba las mazorcas que comenzaban a humedecerse con el sereno. De vez en cuando, volteaba a ver a mi hermano que con poco esfuerzo intentaba continuar trabajando, sólo para aventarle pequeños maíces cerca de su cabeza. La risa nos invadía los corazones. Y tras un par de travesuras más, las luciérnagas nos comenzaban a hacer compañía. Tratábamos sin éxito de atraparlas, hasta que mis padres terminaban de recoger las cosas para marcharnos.

Las ramas de los encinos comenzaban agitadamente a moverse, como si trajeran un mensaje del cielo, mientras las voces del viento nos abrazaban los oídos. Y en ese momento, cuando los ojos nocturnos comienzan a abrirse, la lluvia cayó sobre nuestros cansados hombros, impidiendo que nos marcháramos tan pronto.

A menudo me preguntaba si había sido casualidad que aquel día entre las sombras de los inmensos árboles nos estuviera observando aquella persona. La misma que por algún tiempo nos había estado siguiendo los pasos. Pues cuando traté de hablarle a mi padre para buscar su protección, aquella figura ya había llegado hasta mí….

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Elizabeth Brunete, escritora originaria de Tepeixco, Zacatlán de las Manzanas, Puebla.

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