EZLN: TREINTA AÑOS DE LUCHAR CONTRA EL OLVIDO / 321
Ocosingo, Chiapas.
Año 30 de la lucha contra el olvido. La enorme explanada preparada para la conmemoración del 30 aniversario del levantamiento armado zapatista luce pletórica. La niñez y la juventud la desbordan y se desplazan de un lado a otro en sus múltiples tareas. Las niñas tienen un trabajo: ser niñas. Los niños igual. Se pasean en bicicleta, corren sin parar y bailan hasta el amanecer. Ése es uno de los grandes triunfos zapatistas y, sin decirlo, lo lucen.
Son la juventud y la niñez las anfitrionas indiscutibles de este evento que deja al descubierto a un movimiento joven, alegre y vivo. Son ellos y ellas las milicianas que resguardan el lugar, son también las encargadas de explicar el mensaje político zapatista, la propuesta que viene: la tierra común, sin propietarios, trabajada incluso con familias que no sólo no pertenecen a su organización sino que han sido enemigas. Hay gente que afirma que esto lo hacen por primera vez. Lo de la tierra tal vez sí, pero no lo de compartir sus servicios con indígenas del PRI o de otras afiliaciones. Las campañas de vacunación, por ejemplo, nunca discriminaron a quienes no pertenecieran a su organización. Y los medicamentos tampoco. Hasta a su sistema de justicia acude a resolver problemas gente de organizaciones y partidos que ninguna respuesta encuentra en las instituciones. Lo común es práctica cotidiana, sendero y horizonte.
Mientras proyectan el documental La Montaña en una gigantesca pantalla inflable, sentado en una banca a la orilla de donde sucede todo, un hombre de 40 años toma café y platica como si no hubiera mañana. Gerardo es base de apoyo desde que se acuerda, hijo de un “responsable” o comité de los viejos. Él tenía 10 años cuando los de su pueblo y de toda la cañada salieron a la guerra del primero de enero de 1994. En esta zona recibieron también los cuerpos sin vida de los milicianos acribillados con tiro de gracia por el ejército mexicano en las calles de alrededor del mercado de Ocosingo, en la que se considera la más dura batalla del inicio del levantamiento.
Gerardo señala las hileras de focos que alumbran el festejo. “Yo puse aquéllas”, dice orgulloso. Mucho trabajo se necesitó para acondicionar el caracol Dolores Hidalgo, ex finca ganadera tomada por los zapatistas en 1994. Cientos de hectáreas de tierras cultivables se repartieron entonces entre las comunidades alzadas. Aquí llegaron hace 20 años Gerardo y su familia, y desde entonces no han dejado de comer lo que les brinda la tierra en trabajo colectivo. “¿Y cómo está eso de que la van a compartir?”, se le pregunta. “Pues así, si no tienes tierra pues acá hay, si no sabes trabajarla, pues acá te enseñamos. Trabajo no va a faltar”, dice. “Pero es mucho”, advierte.
En medio de la conversación se acerca la compañera de Gerardo con sus dos pequeños hijos, de 10 y 7 años. “Son nietos de los zapatistas del 94”, le comento. “Ya hay hasta bisnietos”, responde, “haz cuentas”, pues hubo padres con sus hijos milicianos en la guerra.
Rosalía, la esposa de Gerardo, ofrece, sin quererlo, un regalo: “Mi suegro tiene el libro El Fuego y la Palabra. Mi esposo lo leyó joven, y yo también, y ahora lo leen nuestros hijos”. La oscuridad no permite ver sus rostros descubiertos. Siguen tomando café divertidos, sabiendo que no los reconozco.
En enero de 1994 llegamos por vez primera a esta zona. La entrada a la geografía zapatista fue por la cañada de Patiwitz y fueron San Miguel, La Garrucha y Prado las primeras comunidades anfitrionas del ejército de periodistas y sociedad civil que se acercaron para conocer a los mayas alzados en armas en un país que se creía primermundista. Las carencias saltaban a la vista. No había que preguntar mucho sobre las causas que los llevaron a declararle la guerra al Estado mexicano en demanda de tierra, salud, techo, trabajo, alimentación, justicia, educación, democracia, libertad, independencia, derechos de la mujer y a la información.
Las niñas de entre 7 y 12 años en lugar de una muñeca llevaban una niña cargada en la espalda. Algo normal en las zonas rurales, como es que los niños vayan al campo. Pero lo que ellos y ellas no tenían era un escuela y un centro de salud. La organización autónoma se los dio. Y ahora sin duda siguen ayudando a moler el maíz y a criar a los más pequeños como parte de la vida comunitaria, pero la imagen es diametralmente distinta a la de hace 30 años. Nacieron zapatistas. Y ahora ellas saben leer y escribir, juegan basquetbol, volibol, y futbol en pantalón corto, falda o pantalón, según la zona. Son promotoras de educación o de salud. No hay niños, como hace 30 años, que pidan algo a la gente de fuera. Por el contrario, son sus comunidades las que alimentan gratuitamente al que quiera. Lo común no es lo común en todas las zonas. Es obvio. Pero en eso siguen trabajando.
Hace unos años, en otra cañada, Joana, una joven activista brasileña, llegó como tantos internacionalistas a conocer la lucha y ofrecer sus servicios. Empezó apoyando en la escuela primaria al promotor de educación autónoma. Y en una ocasión, cuando alzó la voz ante el tamaño del desmadre que se traían lo que hoy llaman las infancias, una niña subida en un pupitre la paró en seco: “No me grites, no ves que soy zapatista”, le dijo la monstruita de unos 8 años. Algo fuerte se estaba incubando. La niña usaba su “ser zapatista” como pasaporte para seguir jugando. Y eso, seguir jugando, es ser zapatista.
31 de diciembre de 2023. Mediodía. Se concentran en la explanada los grupos participantes en las obras de teatro, bailables y números musicales. Llegan de todas las regiones zapatistas, cada una con sus propuestas escénicas. Llevan meses ensayando. Para la juventud y niñez bases de apoyo los ensayos han sido cursos intensivos de su propia historia y de lo que viene. De pronto el espacio se convierte en un multiforo. No hay para dónde voltear porque se escenifican varios números a la vez. La energía se desborda bajo el calor del invierno en las montañas. De Oventik, en Los Altos, llega el grupo que representa el nacimiento de los Aguascalientes y de los primeros municipios autónomos en 1994. Con enormes pancartas representan la geografía rebelde de entonces. “Esto lo hicimos con errores y aciertos, sin manuales. Y así se fue creando la salud, la educación, las cooperativas, la participación de las mujeres”, dicen al micrófono. Y rematan: “En el camino fuimos aprendiendo”. Y “en la autonomía, la de antes y de ahora, no caben las leyes del mal gobierno”.
En otro escenario recrean las ofensivas a los municipios autónomos. Llegan jóvenes zapatistas disfrazados de soldados destruyendo todo a su paso, como en los años oscuros de 1995, 1996, 1997. “El mal gobierno ha tratado de acabarnos, militarizaron nuestros municipios autónomos, quisieron dividirnos y en sus medios de información dijeron que los zapatistas ya se rindieron y aceptaron migajas. Todo eso lo resistimos”, dicen en otra de las obras. Y a las pruebas se remiten.
Nombran a los grupos paramilitares de la ORCAO, Paz y Justicia, Chinchuilines, Los Aguilares. “Frente a ellos resistimos sin caer en provocación”. Porque, dicen, “resistir no es sólo aguantar, sino construir”. Y enseguida cuentan el proceso en que transformaron los Aguascalientes en Caracoles y cómo de los cinco iniciales se expandieron a 12. No falta la autocrítica en las representaciones. Hablan de que no toda la ayuda se repartía de manera equitativa, y de que no todas las autoridades daban buenas cuentas.
El desconocimiento de los Acuerdos de San Andrés sobre Derechos y Cultura Indígenas, primero por el gobierno en 1996 y luego, en 2001, por toda la clase política, marcó su rompimiento con quienes, desde el partido que fueran, no estaban dispuestos a cumplir con una reforma que cambiaría el destino de los pueblos originarios. “Nosotros respondimos que con ley y sin ley, con ellos y sin ellos, íbamos a gobernarnos nosotros mismos”, dice una joven mujer de trenzas largas. Y representan la experiencia, de 2003 a la fecha, del ejercicio de su autogobierno a través de las Juntas de Buen Gobierno. De pronto hay un enorme carnaval. La salud, la educación, el registro civil, el trabajo colectivo, todo es representado y bailado al mismo tiempo. “Crecimos”, dicen en el anfiteatro. La representación de los “malos” es como un video de personas con las consecuencias del fentanilo. Los banqueros, caciques, soldados, gobiernos, paramilitares, iglesias, van enloqueciendo a la par que la organización crece. Se jalan de los pelos y se desvanecen.
Desde 1994 las obras de teatro y las poesías corales son parte de cada festejo zapatista. Han retratado a cada gobierno con humor y sin clemencia. Y de ellos mismos también se ríen. El humor ha sido su arma hasta en los momentos de mayores ataques.
Una hilera de niños y adolescentes cargan vagones de cartón que representan al Tren Maya y el Tren Interocéanico. A su paso van arrasando con la vegetación y con la fauna. No se les escapa ninguno de los actuales megaproyectos que “nos despojan a los pueblos”. Al ritmo de la legendaria cumbia “La del moño colorado”, se declaran en resistencia. Las mujeres están en todos los escenarios, pero hay uno en particular para sus reivindicaciones. “¡Que vivan las niñas que luchan!”, y luego cantan la canción revolucionaria “Luchemos por la vida”.
Muchos símbolos de antaño no estuvieron en el festejo del 30 aniversario. No se cantó el himno zapatista ni hubo presencia armada. Tampoco insurgentes visibles, salvo el subcomandante Moisés y el capitán Marcos, en silenciosa y breve aparición durante la tarde del primero de enero. No hubo comunicado oficial, pero sí mensaje en tseltal y castellano por parte del vocero zapatista. Dejaron claro que no van a matar, pero si van por ellos se van a defender. Y que su lucha toda es contra el capitalismo, por una vida en común en Europa, América, África, Asia y Oceanía, como decía la pancarta colocada en el enorme templete, junto a las sillas de los ausentes y, abajo, 38 velas y 25 fotos de los caídos del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.
El contingente Palomitas hace su rondín bicicletero. Son niños y niñas de entre 5 y 9 años, más o menos, encargados de divertirse. Y de cuidar que los niños de afuera no se diviertan maltratando la naturaleza. Esto, a 40, 30 y 20 años, apenas comienza.