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ASÍ FUE MI NIÑEZ

BENITO RAMÍREZ CRUZ
A través de los niños se cura el alma

Fiódor Dostoievski

 

Son a las 2:50 a.m., intento no pensar ni reflexionar, dormir y cerrar los ojos, soñar los recuerdos pero me trastornan los ruidos en mi pensamiento con el aprecio del silencio de la madrugada. Nadie me escucha que grito con dulzura y que dejo caer gotas de nostalgia en los ojos, ahora que estoy lejos de casa los recuerdos regresan y retroceden en la niñez con el montón de leña en la espalda. Todo comenzó cuando vivíamos en una casa de adobe con techos de lámina de asbesto, el piso era de tierra con ondulaciones semejantes a la corriente de los ríos, fuimos cuatro niños y todos dormíamos acurrucados y abrazados en un petate viejo con huecos por el desgaste de las noches. Algunas veces se sentía mucho calor pero en los tiempos de frío nos tapábamos con varias cobijas, encima el peso de los trapos se notaba con pesadez similar a la carga de una piedra o tal vez sosteníamos el cielo en toda la noche con los brazos abiertos.

En el punto central de la noche se escuchaban ruidos de algún calzado antiguo que rozan los alrededores de la casa de adobe, andaban cautelosos y no deseaban ser observados. Tal vez buscaban una persona doliente para saciar su apetito y hambre, mientras en la puerta principal de madera el perro se inquieta y gruñe desesperado. Siente la presencia de este ser maligno muy cercano a su hocico, los ladridos con cólera hacen retroceder al ser paranormal, el ruido causa que todos nos quedemos callados debajo de las cobijas, mordíamos nuestros labios temblando de miedo, las venas dejaban de correr y el aire se iba alejando con ira exaltada. Sabíamos que este hecho ocurría a estas horas en que rondaban la casa, apenas se cierran las miradas buenas, es cuando despiertan las almas que se transforman en bestias salvajes buscando enfermos y unos que otros se evaporan en el aire dirigiéndose al cielo de la noche en busca de un alma errante oculta en el umbral.

A medida que pasaban las horas se acercaba el reposo y descanso, el susto se había ido y nos quedábamos tan dormidos que ignorábamos los cuchicheos de los animales nocturnos. El sueño profundo detenía por un instante el tiempo y espacio, cada quien se imaginaba una representación del encanto y sueño, unos lloraban, otros en su rostro mostraban una mueca de sonrisa y terror. Coincidíamos en rodar y dar vueltas en el petate hasta acomodar la espalda con las olas del suelo, unos terminaban durmiendo abrazando a la tierra, otros pegando manotazos y patadas, amanecía y todos atravesados entretejiendo las piernas idéntico a las manecillas del reloj, uno que otro se despertaba cubierto de ceniza en los cachetes por revolcarse en la fogata del día anterior.

Descalzo con los pies helados daba el comienzo del día, uno de ellos despertaba con la baba en el rostro y otros con la espalda húmeda por sudoraciones de la vejiga, soñaba con aguaceros y tormentas debajo de la cobija con el montón de leña en la joroba, la camisa blanca de manta se veía de color café claro con trazos de figura y lugares desconocidos que se visitaban en las somnolencias profundas, y en el petate aparecían marcados los senderos y océanos navegados durante los sueños de la noche. De uno en uno salían al patio tratando de esconder la espalda marcada recargándose en la pared de adobe, nadie se movía, quedábamos como un espantapájaros asustando al humo de la fogata. Se hacía largo el tiempo esperando la iluminación de los primero rayos del sol, se hacía tensa la espera, el frío invadía la espalda mojada, los dientes tronaban como los chasquidos de la leña en el fuego, todo era mágico y causaban asombro las manchas que se habían impregnado en nuestra vestimenta.

La chimenea de la pequeña cocina transpiraba humo blanco que se elevaba en lo alto para recibir el sol, las palomas brillan en su plumaje suspendidas en medio del humo extendiendo sus alas, parecen atrapar el humo con su pico robusto inflando su estómago, cada vez vuelan más alto y se pierden detrás del astro dejando aparecer círculos luminosos. A su vez, dentro del hogar las llamas de la fogata daban calor, luz y voluntad de presagios, los trozos de leña que ardía en un color anaranjado sosteniendo el comal con sus brazos, al mismo tiempo debajo del comal en una olla de barro hervía el atole de masa que serviría para aliviar el estómago y así recuperar las energías perdidas de tanto revuelo en la madrugada de los sueños y de hechizos.

Adela, una mujer de cualidad majestuosa, sensible y humilde, trituraba el maíz cocido en el metate de piedra, después elaboraba las tortillas que moldea con sus manos a semejanza de la luna llena, mientras tanto en el comal las tortillas se inflaban dando leves explosiones que significaban destreza y habilidad de las manos buenas. Ella gritaba con una voz suave que se confundía con los cantos del fuego, decía: ¡niños, a desayunar para que vayan a traer leña cerca del río! Corríamos en busca de una piedra o madera para sentarnos alrededor del exquisito alimento, unos comenzaban leves pellizcos y empujones, otros iniciaban conversaciones de sucesos y relatos del día pospuesto o de las fantasías en los sueños, juntos reíamos y compartíamos momentos inolvidables, eran tan suculentas las hierbas hervidas, el chile molido, la sal y las tortillas recién hechas que el estómago dejaba de saltar.

La abundancia del humo blanco no tenía piedad, seguía ocupando más espacio dentro del hogar, no había rincón donde esconderse ni refugiarse, cada vez surgían más y más humaredas de las leñas, irritaban la nariz y garganta inflando el pecho, ardían y frotábamos los ojos que ya estaban de un color rojizo, la vista ya era turbia y borrosa que se perdía en el espeso humo. No todos soportaban la humareda, algunos salían corriendo en busca del soplo del viento o echarse agua en la cara, los mas grandes debían soportar las tormentas del humo, tenían que dar el ejemplo de no rendirse en una situación difícil. Adela con su traje tradicional flotaba en el humo parecido al sol que ondea en las nubes y en el aire, los ojos de ella se volvían mas brillosos como la chispa de las brasas, se podría decir que era una mujer de humo blanco o de la neblina espesa.

La mujer de humo blanco con una voz alta balbucea: ¡busquen el mecapal y machete! Al oír estas palabras, conocíamos que nuestra suerte era cargar la leña o costal de mazorcas. Así iniciaban las andanzas al único río del lugar, palpar colinas y bosques que encierran enigmas, cada vez que recorríamos los manantiales y sitios de creencias que producían sensaciones de veneración a la deidad de los ancestros. No importaban las condiciones climáticas ni la vejez de los huaraches, todos nosotros destinados a caminar en las veredas con saltos y aullidos, unas veces trepando los árboles que servían de columpio, otras ocasiones buscando algún misterio dentro del bosque o debajo de las piedras, y en una casualidad escribí Benito y Catalina en las hojas de un maguey.

No supe por qué dejé esta cicatriz, una cicatriz que resaltaba en las noches luminosas en que la luna giraba, me emocioné tanto porque se había grabado mi nombre y el nombre de un sueño que había tenido, las personas que transitaban este mismo lugar podrían ver el nombre que había marcado, ahora pienso que algún día volveré a este sitio y volveré a escribir mi nombre y el sueño hecho realidad.

Las trompetas del viento agudizaban un intenso frío en la cara, una suave brisa del río golpea y acaricia la cáscara de los forasteros y revela la cercanía del borde arenoso, y en los pies da la percepción de que no hay nada mejor que pisar la arena. Ahí nos quedábamos quietos y sentados en una piedra por un largo rato, veíamos el caudaloso río que no era mudo ni ciego, nos miraba salpicando unas gotas delgadas que caían en las pantorrillas, hablaba con nosotros así como el árbol con el viento, chiflaba junto con el aire formando ecos en el pico de algún pájaro cantor. La corriente natural del agua afina el eco al tono grandioso para nuestros oídos, borboteaba y se deslizaba cuesta abajo vociferando sonidos de melancolía, lloraba al chocar con una piedra lisa, derrama gotas de lágrimas al cielo, pero no se detiene y sigue corriendo al desfiladero estrecho de las montañas. A su paso las ramas se movían a fin de unas cuerdas de algún instrumento, respira y se evapora formando nubes blancas con rostros de alguna imaginación y fantasías del siguiente día. Esta imaginación era como pintar el rostro de Catalina que había señalado en las hojas del maguey, quedábamos tan impresionados que la cara enrojecía del frío, la corriente era tan compasiva que se podía brincar de una piedra a otra piedra, al cruzar el agua las ramas sostenían nuestros manos para llegar al otro lado del caudal, no importaba caernos dentro del río o perder un huarache, sólo era empaparse con el agua y viento.

¡Vamos, tenemos que darnos prisa!, angustiados todos buscaban el mecapal de ixtle que estaba arrumbado sobre las piedras, velozmente nuestros pies se perdían en la falda de los cerros, cada uno tenía un machete de acero para cortar la leña que se sostenía en la mano derecha para abrir paso en las malezas, chillaba a cada golpe quedando sin dientes, retumbaba el filo que se clavaba en las ramas o en las piedras, y trancadas que daban la planta de los pies formaba un arco en el suelo parecido al arco de algún arcoíris, las pequeñas ramas secas tronaban y se partían a la mitad en las hojarascas mientras recolectábamos la leña.

Luego, en la penumbra del bosque exuberante de vegetación encontré un árbol alto, solitario y abandonado, me pareció extraño que las ramas estaban desnudas, tristes y sin hojas verdes. Me habría sucedido en algún tiempo atrás, me veía rodeado de muchas personas sin que nadie pudiera voltear a verme, gritaba y saltaba para interesar la atención de las personas, ellos reían y manoteaban, quizá mi voz enmudecía o era débil, o tal vez no existía. Así sucedía con este árbol que algún día fue frondoso y transpiraba vapor de agua para las lágrimas, ahora está solo en la intemperie de la soledad y de las inclemencias del clima frío, se resistía a desaparecer o caerse debajo de los demás árboles, tal vez soñaba una única primavera para volver a florecer y tener aunque fuese una sola hoja verde. Sabía que estaba agonizando, las raíces insistían en extender los brazos en búsqueda de agua para aliviar su sed y ansiedad, pero el sol en el centro del cielo advierte su enojo y furia, penetra las entrañas del olvidado ignorando el padecer y sufrir de árbol legendario, se sentía tan solo que

 

intentaba llorar,
reír y menear sus ramas,
pero
el viento y la lluvia lo habían desamparado.

 

A lo lejos aún se escuchaban los ecos del río, a lo lejos se veía el árbol esquelético agonizando de dolor, cada vez mis rastros se alejan hacia el humo blanco, camino cansado, el rostro que tenía mucha ceniza se desprendía gotas de sudor, la espalda torcida soportaba el montón de leña y la cabeza erguida al suelo para no tropezar con las piedras, las dos manos agarrándose del mecapal que solamente así resistía la espalda, contaba mis pasos cortos una en una y pensaba en una narración de una vida posterior.

Regresé con leña a la casa de adobe, la pequeña cocina aún transpiraba el humo blanco, demasiado cansancio, azoté la carga al patio, la tierra había vibrado como un temblor, el cuello no podía moverse ni voltearse de un lugar a otro, volví a llorar, ahora flotaba, el humo alzaba mis pies, había entendido que mis lágrimas se habían vuelto capaces de infundir grandeza.

Y si pudiera volver a cargar el montón de leña con el cuello torcido e imaginar la espalda adolorida, concebir las conversaciones con la corriente del río y del árbol abandonado, sería regresar el tiempo pasado, retroceder sería lo correcto, porque ahí no existía temor ni dolor. ¡Así fue mi niñez!.

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Benito Ramírez Cruz, escritor ëyuujk, originario de Tu’uknëm (Tamazulápam Mixe, Oaxaca), radicado en Los Ángeles, California.

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