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CENIZAS

ELIZABETH BRUNETE

Las luces de algunas cenizas aún prendidas iluminaban la pequeña cocina de madera que alguna vez fue nuestra fuente de felicidad. Habían pasado alrededor de nueve años desde que se marchó de esta tierra, aunque de vez en cuando podía escuchar cómo seguía caminando por la casa y por más que lo pensaba no superaba que al fin hubiera tenido el coraje de abandonarme. Las brasas de los troncos perdían su color y se escondían bajo un color grisáceo. La combinación de esos colores me hizo pensar en la tarde cuando la miré pasar con su pequeño hijo. Era una tarde impasible y fría cuando cruzó por mi nublado razonamiento la alelada idea de retenerle, pero jamás pensé que me quedaría cegado con ese pensamiento…

Los recuerdos llegaban como un humo negro, de ese que no te deja respirar, que de vez en cuando te arranca lágrimas y un par de ideas grotescas. Me aparté de la lumbre para hacer arder una vara seca que tenía por ahí arretrancada, pero aún con el vivo fuego, sentí en mi estómago un profundo vacío.

Con mi mano derecha tomé el redondo jarro y mientras mis ojos se sumían en la profundidad del fuego, puse en mis labios apenas un sorbo. El cálido café llegaba a mi estómago sólo para alimentar mi apetito y al fondo en una pequeña olla se escuchaba cómo hervía su contenido. Afuera los rayos del sol apenas llegaban a los picos de las montañas. Hice a un lado mi plato y algunos pedazos de tortilla. Estaba evitando a toda costa dirigirle la palabra, pero realmente me estaba irritando su cara de miedo.

Sabía perfectamente lo que estaba a punto de decir, como si no lo hubiera escuchado ya miles de veces. Que no tenía dinero, que otra vez estaba esperando, yo qué iba a saber… Le advertí con mi mal genio que no me hablara, pero cuando estaba a punto de salir para el trabajo, difícilmente escuché su bajo susurro:

–¿No vas a dejar algo para la comida?

Con el ritmo colérico que traía, tan sólo me di media vuelta. Afuera con el frío que hacía apenas pude sentir mi ardiente nudillo, del cual se deslizaban algunas gotas carmesí. Recordé sus primeras semanas a mi lado, el color en sus ojos se fue desvaneciendo con el tiempo, la risa maravillosa que adornaba su rostro joven se había esfumado, como si después de esas horas en las que se la pasaba frente a su lumbre intentando que prendiera, exhalando grandes bocanadas de aire se le hubiera desvanecido su alegría. A decir verdad, no me importó. Algunas noches, cuando el alcohol en el cuerpo no me dejaba dormir, recuerdo haberla hecho llorar hasta que suplicara que me durmiera. Las evocaciones de felicidad se desintegraban como las ramas ante el fuego.

Lo ocurrido, como en todas las ocasiones, no iba a impedir que asistiera a esa tienda de raya de la cual las deudas me rebasaban los cansados hombros. Trabajé para ellos hasta que mi rendimiento iba en descenso. Al atardecer, justo cuando los últimos rayos de sol ponían a arder mi apetito, ya estaba esperándome ese vasito que tanto me había aprisionado, lo tomaba como si fuera agua, luego de subir más mi condena con tan sólo un cuartillo de frijol y unos pedazos de carne, partí de regreso. Había tratos que parecía que no podía romper, ni mucho menos pagar.

Al volver, estaba ella fuera con un par de gallinas con patas flacas; la negrura de su cabello me atraía, me sofocaba, pero no le dije nada cuando vi que se le había constituido un hematoma cerca de su lunar. Entré de mala gana a la cocina y antes de levantar mi voz, ya estaba poniendo frente a mí un plato con semillas. El seco golpe hizo que hasta mi piel se erizara, por mi condición sólo pude articular que no quería eso, que prefería carne. Sus llorosos ojos me veían con coraje, pero se abstenía y no me decía nada. Yo sabía que se quería ir. El frío viento entró hasta chocar con mi viejo rostro, del cual se desprendían algunas líneas. La ceniza volvió a levantarse, pero cuando comenzó a bajar, ella también se había esfumado.

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